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Authors: Brian Lumley

Vampiros (52 page)

—Sí.

Krakovitch se apoyó en el mostrador y acercó más la cara a la del otro.

—¿Y sabe que puedo hablar con el propio jefe del Partido? ¿Sabe que, si su maldito teléfono funcionara, estaría yo hablando ahora con el propio Brezhnev y que la semana próxima estaría usted en un puesto fronterizo de Manchuria?

—Si usted lo dice, camarada Krakovitch —suspiró el otro. Parecía buscar las palabras para empezar una frase con algo que no fuese «pero»—. Desgraciadamente, también sé que el otro caballero que viaja en su coche no es ciudadano soviético, ¡y que sus documentos no están en regla! Si los dejase pasar sin la debida autorización, ¡la semana próxima podría estar haciendo de leñador en Omsk! Y no estoy hecho para eso, camarada.

—En todo caso, ¿qué maldita clase de puesto de control es éste? —Krakovitch estaba desesperado—. ¡Sin teléfono, sin luz eléctrica! Supongo que debemos dar gracias a Dios por tener retretes. Ahora escuche…

—Ya he escuchado, camarada —dijo el oficial, que al fin había recobrado su aplomo—, amenazas y palabras virulentas durante más de tres horas y media, pero…

—¿PERO? —Krakovitch no podía creer que esto le sucediese a él. Sacudió un puño—. ¡Idiota! He contado once coches y veintisiete camiones que han pasado en dirección a Kolomiia desde nuestra llegada. ¡Y su hombre ni siquiera ha pedido los documentos a la mitad de ellos!

—Porque los conocemos. Pasan con frecuencia por aquí. La mayoría viven en Kolomiia o sus alrededores. Ya se lo he explicado cien veces.

—¡Piense en
esto!
—gritó Krakovitch—. ¡Mañana tendrá que dar explicaciones a la KGB!

—Más amenazas. —El otro se encogió de hombros una vez más—. Uno acaba acostumbrándose!

—¡Una ineficacia total! —gruñó Krakovitch—. Hace tres horas dijo usted que el teléfono funcionaría dentro de pocos minutos. Y lo mismo dijo hace dos horas y hace una, y pronto será la una de la madrugada.

—Sé la hora que es, camarada. Hay una avería en el suministro de energía eléctrica. La están reparando. ¿Qué más puedo decir?

Se sentó en una silla tapizada detrás del mostrador.

Krakovitch casi saltó sobre aquél para agarrarlo.

—¡No se
atreva
a sentarse! ¡Al menos mientras yo esté en pie!

El otro se enjugó la frente, se levantó de nuevo, dispuesto a aguantar otra diatriba…

En el coche, Sergei Gulhárov rebullía inquieto, asomándose primero a una ventanilla y después a la otra. Carl Quint presentía problemas, dificultades, peligros. En realidad, había estado con los nervios de punta desde que se había separado de Kyle en el aeropuerto de Bucarest. Pero preocuparse no lo llevaría a ninguna parte y, además, estaba demasiado traqueteado para pensar en otras cosas. El hecho de no haber podido conducir, de haber tenido que permanecer sentado en su sitio, viendo desfilar el monótono paisaje, había aumentado su cansancio. Ahora tenía la impresión de que podría dormir una semana seguida, para lo cual este lugar era tan bueno como cualquier otro.

Gulhárov se fijaba ahora en algo fuera del coche. Permaneció inmóvil, pensativo. Quint miró a «Sergei el silencioso», como lo llamaban en privado Kyle y él. No tenía la culpa de no hablar inglés; aunque en realidad lo hablaba, pero muy poco y bastante mal. Respondió a la mirada de Quint, asintió con la cabeza peinada a cepillo y señaló a través de la portezuela abierta del automóvil.

—Mire —dijo, en voz baja.

Quint miró. Recortada sobre una lejana neblina de luz azul —las luces de Kolomiia, presumió Quint—, unos cables negros estaban suspendidos entre postes sobre el puesto fronterizo, con uno de ellos descendiendo hasta el propio edificio. La conducción de energía eléctrica. Gulhárov se volvió y señaló hacia el oeste, donde el cable continuaba en dirección a Siret. A unos cien metros de distancia, el trozo de cable entre dos postes aparecía desprendido contra el horizonte nocturno. Había sido cortado.

—Perdón —dijo Gulhárov.

Se apeó del coche, retrocedió a lo largo del andén central y desapareció en la oscuridad. Quint pensó en seguirlo, pero desistió.

Se sentía muy vulnerable y, fuera del coche, se sentiría todavía peor. Al menos, el interior del vehículo le era familiar. Volvió a prestar atención a los gritos de Krakovitch, que llegaban fuertes y claros a través de la noche, desde el puesto fronterizo. Quint no podía entender lo que decían, pero comprendió que alguien estaba pasando un mal rato…

—¡Bueno, basta de tonterías! —vociferó Krakovitch—. Ahora le diré lo que voy a hacer. Iré en el coche a la comisaría de policía de Siret y telefonearé a Moscú desde allí.

—Muy bien —dijo el oficial—. Y si Moscú manda por teléfono la autorización correcta, los dejaré pasar.

—¡Idiota! —gruñó Krakovitch—. Desde luego, usted vendrá conmigo a Siret, ¡donde recibirá instrucciones directas desde el Kremlin!

Cuánto le habría gustado al otro decirle que ya había recibido instrucciones de Moscú; pero…, se lo habían prohibido. Sacudió lentamente la cabeza.

—Lo lamento, camarada, pero no puedo abandonar mi puesto. Sería un delito grave. Ni usted ni nadie pueden obligarme a descuidar el servicio.

Krakovitch vio, por el rostro colorado del oficial, que había ido demasiado lejos. Ahora se mostraría más obstinado que nunca, incluso hasta el punto de una obstrucción deliberada.

Esta idea hizo que Krakovitch frunciese el entrecejo. ¿Y si todas estas dificultades hubiesen sido una «obstrucción deliberada» desde el principio? ¿Sería posible?

—Entonces, la solución es sencilla —dijo—. Supongo que Siret tendrá una comisaría de policía en servicio permanente… y con teléfonos que funcionen, ¿no?

El otro se mordió el labio.

—Desde luego —respondió al fin.

—Entonces telefonearé simplemente a Kolomiia y haré que envíen una unidad de la fuerza militar más próxima, antes de una hora. ¿Qué le parecerá, camarada, ser un ruso obligado a apartarse a un lado por un oficial del Ejército ruso, mientras mis amigos y yo somos escoltados a través de su estúpido y pequeño puesto fronterizo? ¿Y saber que mañana caerá toda la furia del infierno sobre usted, porque
habrá
sido el artífice de lo que habría podido ser un grave incidente internacional?

En aquel preciso instante, en el campo situado al oeste de la carretera y a poca distancia en dirección a Siret, Gulhárov se detuvo y levantó las dos mitades sueltas, macho y hembra, de una conexión eléctrica. Pegado al cable eléctrico, había otro mucho más fino, correspondiente a la línea telefónica. También había sido desconectado, pero era fácil de arreglar. Gulhárov conectó primero el cable del teléfono y, seguidamente, los elementos más pesados de la línea eléctrica. Se oyó un chasquido, centellearon unas chispas azules y…

Se encendieron las luces en el puesto fronterizo. Krakovitch, que se disponía a cumplir su amenaza, se detuvo en la puerta, se volvió y vio una expresión confusa en la cara del oficial.

—Supongo —dijo Krakovitch— que esto significa que su teléfono funcionará también, ¿eh?

—Yo… supongo que sí —dijo el otro.

Krakovitch volvió junto al mostrador.

—Lo cual quiere decir —prosiguió, en tono helado— que ahora podremos empezar a ir a alguna parte…

La una de la madrugada en Moscú. En el
château
Bronnitsy, a unos kilómetros fuera de la ciudad y en la carretera de Serpujov, Ivan Gerenko y Theo Dolgikh se hallaban detrás de una ventanilla ovalada de observación, con cristal sólo transparente desde su lado, contemplando una escena, en la habitación contigua, que parecía tomada de una pesadilla de ciencia ficción.

Dentro del «teatro de operaciones», Alec Kyle yacía inconsciente, boca arriba, atado sobre una mesa acolchonada. Tenía la cabeza ligeramente levantada, gracias a un almohadón de goma, y un gran casco de acero inoxidable le cubría la cabeza y los ojos, dejando libres la boca y la nariz para respirar. Cientos de alambres finos como cabellos, protegidos por fundas multicolores de plástico, iban desde el casco hasta un ordenador, donde trabajaban frenéticamente tres operarios, siguiendo secuencias de pensamiento de principio a fin y borrándolas en el punto de resolución. Dentro del casco, habían sido fijados en el cráneo de Kyle muchos diminutos electrodos sensores; otros, junto con baterías de micromonitores, estaban sujetos con cinta adhesiva al pecho, las muñecas, el estómago y el cuello. Sentados por parejas a ambos lados de Kyle, en sillones de acero inoxidable, había otros cuatro telépatas que garrapateaban en sendas libretas sobre las rodillas, apoyando ligeramente una mano cada uno en el cuerpo desnudo de Kyle.

A solas en un rincón de la estancia se hallaba Zek Föener, una maestra telépata que era el mejor elemento de la Organización E. Föener era una hermosa joven de unos veinticinco años, alemana oriental, reclutada por Gregor Borowitz durante sus últimos días como jefe de la organización. Ahora estaba sentada con los codos apoyados en las rodillas y una mano sobre la frente, inmóvil, entregada por entero a su trabajo de absorber los pensamientos de Kyle con tanta rapidez como eran estimulados y generados.

Dolgikh estaba embargado por una fascinación morbosa. Había llegado con Kyle al
château
a eso de las once de la mañana. Habían volado desde Bucarest, en un avión de transporte militar, hasta una base aérea de Smolensk, y luego llevados al
château
en el helicóptero de la Organización E. Todo se había realizado en el más absoluto secreto; la reserva de la KGB había sido hermética. Ni siquiera Brezhnev —
especialmente
Brezhnev— sabía lo que sucedía allí.

En el
château
, habían inyectado «suero de la verdad» a Kyle, no para soltarle la lengua, sino la mente, y desde entonces había estado inconsciente. Durante las últimas doce horas, con inyecciones de suero a intervalos regulares, había estado revelando todos los secretos de INTPES a los espías extrasensoriales soviéticos. Pero Theo Dolgikh era un hombre muy vulgar. Su concepto de los interrogatorios, de la «averiguación de la verdad», era muy distinto de todo lo que veía allí.

—¿Qué le están haciendo,
exactamente
? ¿Cómo funciona eso, camarada? —preguntó.

Sin mirar a Dolgikh, siguiendo con sus ojos de color de avellana todos los movimientos en la habitación del otro lado del cristal, Gerenko respondió:

—Tú, por ser quien eres, tienes que haber oído hablar del lavado de cerebro, Theo. Pues bien, es lo que estamos haciendo: lavar el cerebro de Kyle. Y tan minuciosamente, que saldrá completamente blanco del lavado.

Ivan Gerenko era delgado y casi tan pequeño como un niño en estatura; pero su piel arrugada, sus ojos mortecinos y su tez cetrina eran los de un viejo, aunque sólo tenía treinta y siete años. Una extraña dolencia lo había atrofiado físicamente y había envejecido pronto. Una naturaleza contraria había compensado sus deficiencias otorgándole un «talento» suplementario. Era un «deflector».

Como Darcy Clarke en muchos aspectos, era el polo opuesto de la persona propensa a sufrir accidentes. Pero, si la facultad de Clarke evitaba el peligro, la de Gerenko lo desviaba. Por más que un golpe estuviese bien dirigido, no llegaba a alcanzarlo; el mango de un hacha se rompería antes de que la hoja tocase su carne. Su ventaja era enorme, inconmensurable: no temía nada y casi se burlaba del peligro físico. Y esto explicaba su actitud totalmente desdeñosa ante personas como Theo Dolgikh. ¿Por qué había de mostrarles el menor respeto? Podía resultarles antipático, pero nunca podrían dañarlo. Nadie era capaz de producir un daño físico a Ivan Gerenko.

—¿Lavado de cerebro? —repitió Dolgikh—. Yo pensaba que era una clase de interrogatorio, ¿no?

—Las dos cosas. —Gerenko asintió con la cabeza, hablando más consigo mismo que respondiendo a Dolgikh—. Empleamos la ciencia, la psicología, la parapsicología. Las tres «T»: tecnología, terror, telepatía. La droga que hemos inyectado en su sangre estimula la memoria. Y hace que se sienta solo, absolutamente solo. Siente que no existe nadie más en todo el universo, ¡e incluso duda de su propia existencia! Quiere «hablar» de todas sus experiencias, de todo lo que hizo o vio o dijo jamás, porque de esta manera sabrá que es un ser real, que existe. Pero si tratase de hacerlo físicamente, a la velocidad con que funciona su mente, se deshidrataría con rapidez y se aniquilaría; sobre todo si estuviese despierto, consciente. Además, no nos interesa toda su información acumulada, no deseamos saberlo «todo». Su vida en general nos interesa poco, pero, desde luego, nos fascinan los detalles de su trabajo para INTPES.

Dolgikh sacudió, pasmado, la cabeza.

—¿Estáis robando sus pensamientos?

—¡Oh, sí! Es una idea que tomamos de Boris Dragosani. Él era un nigromante, ¡podía hurtar los pensamientos de los muertos! Nosotros sólo podemos hacerlo a los vivos, aunque, cuando acabamos, se pueden dar por muertos…

—Pero…, quiero decir,
¿cómo?

El concepto no cabía en la cabeza de Dolgikh.

Gerenko lo miró; sólo una mirada, una contracción nerviosa de los ojos en su arrugado semblante.

—No puedo explicar «cómo», al menos a ti, sólo el qué. Cuando él toca un asunto baladí, todo el tema le es arrancado rápidamente… y borrado. Con esto se ahorra tiempo. Pero cuando el asunto nos interesa, los telépatas absorben el contenido de su mente lo mejor que pueden. Si lo que aprenden es difícil de recordar o de comprender lo escriben, toman una nota que podrá ser estudiada más tarde. Y en cuanto se ha agotado esta línea de investigación, el tema es borrado también.

Dolgikh había captado la mayor parte de esto, pero ahora su interés se centraba en Zek Föener.

—Esa muchacha es muy hermosa. —Su expresión era francamente lasciva—. Debería ser
ella
la sometida a interrogatorio. A mi clase de interrogatorio, desde luego.

Rió groseramente entre dientes.

En aquel mismo instante, la joven levantó la mirada. Sus brillantes ojos azules resplandecieron de cólera. Miró directamente hacia el cristal, como si…

—¡Oh! —dijo Dolgikh, con voz entrecortada—. ¡Es imposible! ¡Nos mira a través del cristal!

—No. —Gerenko sacudió la cabeza—.
Piensa
a través del cristal…, en ti, si no estoy equivocado.

Föener se levantó, se dirigió con determinación a una puerta lateral, salió de la habitación y apareció en el pasillo de suelo de caucho donde se hallaban los dos observadores. Se encaminó directamente a ellos, miró una vez a Dolgikh, mostrando los blancos y perfectos y afilados dientes, y se volvió a Gerenko.

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