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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

Una vida de lujo (24 page)

BOOK: Una vida de lujo
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Se pusieron los guantes. Sacaron dos bolsas de plástico negro del maletero. Las abrieron. Un Kala para cada uno. Mahmud también sacó una bolsa, metió la carabina en él.

Jorge se quedó con la suya en la mano. La inspeccionó:
AK fortyseven
. Metal oscuro que parecía negro. El asa, la culata, el agarre debajo del cañón era fresco al tacto, las piezas de madera se adaptaban bien a su piel. Afortunadamente, habían conseguido dos.

Era una verdadera arma de gánster. Un arma para el jefe del gueto.

La adrenalina comenzaba a correr por sus venas y, a pesar de todo, J-boy se sentía tranquilo. Pensó: «Para los vikingos la adrenalina es lo mismo que estrés. Pero para gente como yo nos tranquiliza».

Atravesaron el camino. Hierba alta. Humedad contra los muslos.

La valla tenía apenas dos metros de altura. Ya habían venido a hacer un reconocimiento la semana anterior. Ya se sabían todo. Mahmud sacó la cizalla. Jorge encendió la linterna.

Chop, chop. El árabe cortó la valla como si fueran las uñas de sus pies.

Entraron por el agujero.

Posiblemente ya habían activado alguna alarma en algún sitio, pero de momento no se oyó nada.

Veinte metros para llegar al hangar.

Cámaras: dos de ellas, colocadas en cada esquina, apuntando en ambas direcciones. Nadie podía acercarse a los muros exteriores sin que las cámaras lo registrasen. El logotipo del fabricante del hangar sobre la pared: De Beur. Sonaba holandés.

Se bajaron los pasamontañas.

Quedaban diez metros.

Todo seguía igual de tranquilo.

Tres metros.

Entonces: se activaron unos focos. Iluminaban la hierba hasta unos diez metros alrededor del hangar.

Era algo esperado. Las cámaras de seguridad necesitaban luz. Lo que era inesperado: Jorge oyó ruidos. Ladridos leves, gruñidos.

Dos pastores alemanes vinieron corriendo. Jorge apenas tuvo tiempo para darse la vuelta. No vio más que babas y mandíbulas que se abrían y se cerraban. A dos metros de distancia.

Monstruos que ladraban.

Odiaba a los perros.

—Mata a esos hijos de puta —gritó Mahmud.

Jorge dio un paso hacia atrás. Levantó la AK47.

Trató de apuntar.

Bam-bam-bam. El perro de los cojones chilló un poco. Cayó al suelo.

Jorge se giró hacia Mahmud. Estaba corriendo. A quince metros de Jorge.

El otro perro le estaba persiguiendo. Jorge echó a correr hacia ellos.

No podía disparar en la oscuridad.

—Mahmud, ven aquí —gritó.

Oyó a Mahmud. Oyó al perro.

Después: el árabe, con pánico en los ojos. Corriendo en círculos. Acercándose a Jorge. Hacia la luz.

El perro iba un metro por detrás de él. Jorge levantó el arma. Siguió al perro.

Apuntó. El punto de mira. La ranura. Las mandíbulas abiertas del puto perro.

Pof. Aulló.

Pof otra vez.

Fin.

Mahmud resoplaba. Se agachó, apoyando las manos sobre las rodillas.

Jorge se tronchó.

—Menudo susto, ¿eh?

Mahmud levantó la mirada. Escupió a la hierba.

—Kaleb
, odio a los perros. Son animales impuros.

No tenían tiempo para seguir hablando, tenían que seguir ya. Corrieron hasta el hangar. No les quedaban muchos segundos.

Mahmud hurgó en la bolsa. Sacó algo con la mano. Lo sujetaba como si fuera una pelota de tenis. Jorge no necesitaba apuntar con la linterna. Los focos junto a las cámaras de vigilancia ya hacían el trabajo por él.

Sabía lo que llevaba Mahmud. Una auténtica manzana; una granada, modelo M52 P3.

Mahmud la metió debajo del metal que sobresalía en la parte inferior de la pared. Un rápido movimiento con la mano. Jorge, a cierta distancia.

Mahmud dando pasos de gigante hacia atrás. Diez metros.

BANG.

Una onda expansiva de la explosión. Pitido en los oídos.

Abbou
, pedazo de explosión.

El metal de la pared se partió hacia un lado, dejando una abertura de un metro.

Corrieron hacia delante. Cantidades locas de adrenalina en el cuerpo.

Jorge apuntó con la linterna. Dos helicópteros en la oscuridad del hangar. Los rotores, como unas alargadas alas de un insecto.

Metieron los Kalas por el agujero. En modo automático.

Ra-ta-ta-ta-ta. Jorge ya era un profesional, había ensayado con los perros.

El repiqueteo rebotaba en el hangar. Sonaba diferente dentro que fuera.

Vació el cargador.

Mahmud hurgó en la bolsa. Dos manzanas en cada mano.

Sacó los pasadores. Dejó rodar las granadas hacia los helicópteros.

Volvieron corriendo hacia el agujero de la valla.

El cielo era de color azul oscuro. Pasado mañana serían multimillonarios.

Escucharon el ruido de los estallidos casi enseguida.

Pum.

Pum.

Capítulo 20

H
ägerström iba a ver al comisario Lennart Torsfjäll. Informar sobre los últimos avances en el caso. El camino a Estocolmo desde Sala era lento en el primer tramo hasta Enköping. Viajaba lo suficientemente tarde como para evitar el peor tráfico de la E 18, pero hasta ahora no se notaba nada del ritmo supuestamente más tranquilo del verano. Aun así, le gustaba esta carretera. El paisaje alrededor era campestre. Las hojas de las patatas acababan de brotar de la tierra, los campos de cereales eran de color verde claro, faltaba mucho para la cosecha. Hägerström no era un hombre de campo, pero tampoco estaba totalmente perdido. A su madre, Lottie, le encantaba el campo. Si no fuera porque la finca Idingstad estaba en fideicomiso, no le hubiera importado hacerse con la propiedad. Y Carl ya vivía todo el año en Avesjö, el sitio en Värmdö que sus padres habían comprado en 1972. Hägerström había pasado los veranos allí cuando era niño, había visto las vacas del granjero arrendatario que daban vueltas por los pastizales, había acompañado al mismo granjero en la matanza de pollos y había ayudado a su madre con los ruibarbos de la huerta. Un día, quizás él se comprara una casa en el campo. La única pregunta era con quién compartiría el placer.

Pensó en el tío que había conocido en el Side Track Bar unos días antes. Mats. Pero no, aquello había sido una aventura de una noche normal y corriente. Mats no le despertaba sueños de una vida tranquila en común en el campo.

El piso estaba en la calle Surbrunnsgatan. Probablemente pertenecía a la unidad policial de Torsfjäll de alguna manera. La última vez se habían visto en un piso de Gärdet. Según el jefe de la policía, tenían varios pisos a su disposición por la ciudad, para informadores, infiltrados, testigos y demás gentuza que necesitara alojarse en un lugar secreto durante algún tiempo. Ya que había que rotar constantemente, siempre mantenían unos pisos vacíos para suplir las posibles carencias. Eran buenos lugares de reunión.

Hägerström estaba delante de la puerta que daba al piso. En el buzón ponía Johansson. Según las estadísticas que Hägerström había leído alguna vez, era el apellido más común de Suecia. Llamó al timbre.

Torsfjäll abrió.

El comisario llevaba unos chinos de color marrón claro y una camisa muy meticulosamente planchada, como siempre. Hoy también llevaba una corbata con un dibujo Paisley de color lila chillón. No parecía ser de una calidad especialmente buena, brillaba de una manera que no lo haría una corbata de cien por cien seda. Hägerström sabía que nunca podías saber si una corbata era buena o no, pero siempre podías saber si era mala. Además, las corbatas de colores chillones resultaban un poco ridículas, al menos cuando las llevaban los jefes de policía.

Torsfjäll sonrió. Los dientes estaban todavía más blancos que la última vez que se habían visto. Utilizaría algún tipo de blanqueador.

El piso no tenía muchos muebles, al igual que los demás sitios donde habían quedado. De hecho, los muebles eran más o menos los mismos en todos los pisos; debían de tener algún tipo de convenio con Ikea. Había un televisor de pantalla plana de cuarenta y seis pulgadas en la pared. A Hägerström le sorprendía que la autoridad policial se hubiera gastado tanto dinero en una cosa así, pero suponía que era el mejor amigo de los inquilinos. Si habías cantado, preferirías quedarte en casa las veinticuatro horas del día.

Torsfjäll le preguntó si había ido bien el viaje y comentó la muerte del jefe de los yugoslavos. Radovan Kranjic, asesinado en pleno Östermalm. Según Torsfjäll, podría desencadenar más actos de violencia en los bajos fondos.

Hägerström quería ir al grano.

—Ha empezado a abrirse.

El comisario sonrió y entornó los ojos. Era muy dudoso que Torsfjäll pudiera ver algo cuando sonreía.

—Cuéntamelo. Me muero de ganas —dijo.

Hägerström le devolvió la sonrisa. Sabía que era una sonrisa tranquila y relajada. Al menos había conseguido ciertos avances en la operación.

—Ha empezado a utilizarme.

—Bien, muy bien. Entonces ha colado.

—Exactamente. Ya sabes lo que hizo a cambio de que trasladara a Abdi Husseini. Quedamos en quince mil coronas. Le pregunté cómo me iba a pagar. JW dijo que era parte del acuerdo, que yo mismo me encargaría de cobrar.

Torsfjäll estaba encantado. Hägerström ya le había contado partes de todo esto, pero parecía que al comisario le gustaba oírlo más de una vez.

—Me pasó una dirección de correo electrónico y un código de ocho dígitos. Al día siguiente envié un
e-mail
a la dirección, con la combinación numérica y la información de mi propia cuenta de Suecia. La dirección era [email protected]. Una hora después me contestaron que se me enviaría dinero de una cuenta del banco Arner Bank & Trust de las Bahamas vía otra cuenta de Liechtensteinische Landesbank. Y abracadabra, a los cuatro días ya tenía quince mil en mi cuenta del SEB.

—¿De quién era la cuenta de Bahamas? ¿Te informaron de ello?

—Por desgracia, no. Pero en mi extracto de cuentas ponía Mueble.

—¿Lo cual quiere decir?

—JW dijo que era para que, en el caso de que me preguntaran por ello, dijera que había vendido un mueble a un banco extranjero a través de un anuncio en Internet.

—¿A quién?

—Me dijo que dijera que no sabía cómo se llamaba el comprador. Que era alguien que había visto mi anuncio y vino a mi casa para recoger un sofá. Parece que tiene anuncios preparados por si alguien empieza a hurgar.

Hägerström no necesitaba consultar sus notas. Recordaba todas las fechas y horas como un robot. Unos días más tarde, Omar Abdi Husseini había sido trasladado a Tidaholm. Además, Hägerström le había metido un nuevo móvil a JW, pinchado, pero esto no lo sabía él. JW estaba contento, incluso había más chapas que se habían acercado a Hägerström para comentar que el ánimo del tío había mejorado notablemente.

—Ahora eres su nuevo burro, muy bien —dijo Torsfjäll—. Pero lo del móvil no ha salido como esperábamos, ¿verdad? Tenía que haberlo cambiado, tal vez por otro teléfono. Solo nos entran llamadas de otro preso que, es cierto, se dedica a trapichear con cocaína fuera de los muros. Pero si le pillamos de una manera descuidada, JW comprenderá que el teléfono está pinchado.

Hägerström asintió con al cabeza. Era una lástima que no hubiera funcionado.

Continuó contando cómo JW se había acercado a él en el comedor unos días después. Lo hizo de manera muy discreta. Nada de gestos grandilocuentes o palabras llamativas, solo un guiño. Después quiso saber si Hägerström quería pasar a verlo más tarde.

Pasó por la celda de JW aquella tarde. Estaba con el ordenador encendido y los libros de clase delante de él, como siempre. Los otros presos lo llamaban el Empollón; estaba claro por qué. JW cerró la puerta cuando Hägerström entró.

Hägerström hizo una pausa retórica en la narración. El comisario estaba inmóvil, con los ojos pegados a Hägerström.

—Primero estuvimos un rato hablando de tonterías. Le gustan la ropa y los zapatos, especialmente los zapatos británicos, Crockett & Jones, Church y esas cosas, así que estuvimos hablando de suelas de cuero.

Torsfjäll abrió la boca.

—¿Le gusta la ropa? ¿Eso no es un poco…?

El comisario lo miró con socarronería. Hägerström sabía cómo iba a terminar la frase. Lo miró con irritación.

La sonrisa socarrona de Torsfjäll no desapareció.

Hägerström continuó el relato. Él había seguido hablando de su familia y de su pasado y JW estaba visiblemente impresionado. Pero lo más importante era que había dejado claro a JW que estaba dispuesto a hacer de mensajero. Cuando terminaban con la conversación informal, JW le preguntó si podía hacerle un favor. Necesitaba entregar cierta información a cierta persona. Nada complicado. Esta vez, JW quería hacerlo de otra manera y le daría dos mil a Hägerström por las molestias.

Hägerström le preguntó de qué se trataba.

—Números, solo un montón de números —contestó JW.

—Así que me preguntó qué teléfono móvil tenía. Describí el modelo y esas cosas. Dejamos nuestros móviles privados en el vestuario. Pero me pidió que le trajera una tarjeta SIM para el día siguiente. Ya sabes, no hay casi nada de metal en esas tarjetas y según mis análisis no se detectan en los escáneres. Compré una nueva tarjeta SIM y, por si acaso, la metí en la cartera. Siempre la tienes que sacar antes de pasar por el escáner.

Hägerström vio la situación en su cabeza mientras la describía. La cara alegre del chapas de control cuando se saludaron. Se llamaba Magnus y en realidad le habría gustado ser policía, como tantos otros de los empleados del Servicio Penitenciario. Sintió cierto nerviosismo al pasar por el escáner. De todas formas, lo peor que podía pasar era que le despidieran del trabajo en la cárcel.

Hägerström continuó hablando.

—Todo el sistema se basa en cierta confianza en el personal, así que tiene que haber motivos fuertes para que hagan algún tipo de control más exhaustivo. Metí la tarjeta y, en un momento dado, cuando estaba solo en la sección, entré en la celda de JW. Metió la tarjeta en su ordenador, que tiene un lector especial para tarjetas de memoria y tarjetas SIM. Diez segundos más tarde me la devolvió y explicó lo que tenía que hacer.

Hägerström respiró hondo. Así fue cómo había empezado. Y así fue cómo había empezado a entender cómo JW había trabajado con el burro anterior, Christer Stare.

Hägerström preguntó cómo JW podía tener tanta información en el ordenador, ¿nadie lo miraba?

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