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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un triste ciprés (21 page)

El Jurado inspeccionó el hallazgo.

—¿Qué creyó usted que era?

—Un fragmento de una etiqueta impresa, como las que usan en los tubos de morfina.

El abogado defensor se levantó. Dijo:

—¿Encontró usted ese fragmento en una hendidura del suelo?

—Sí.

—¿Es un trozo de etiqueta?

—Sí.

—¿Consiguió usted hallar el resto de ella?

—No.

—No encontró ningún tubo de vidrio ni botella alguna en que pudiera estar adherida la etiqueta, ¿no es así?

—En efecto, no lo encontré.

—¿En qué estado
se
hallaba ese trozo de papel cuando usted lo vio: limpio o sucio?

—Era reciente.

—¿Qué quiere usted dar a entender con reciente?

—Que tenía un poco de polvo; pero, por lo demás, estaba limpio.

—¿No pudo haber estado allí durante algún tiempo?

—No.

—¿Puede usted asegurar que cayó allí el mismo día en que usted lo encontró... y no antes?

—Sí.

Con un gruñido, sir Edwin se sentó en su sillón.

5

Ahora sube al estrado la enfermera Hopkins. Tiene la cara de color púrpura, pero no parece nerviosa.

«Sin embargo —pensó Elinor—, la enfermera no me causa tanto miedo como el inspector Brill.» Era la falta de humanidad del inspector lo que la paralizaba. Se veía tan claramente que no era más que una parte de la gran máquina... La enfermera tenía pasiones humanas, prejuicios...

—¿Se llama usted Jessie Hopkins?

—Sí.

—¿Es usted enfermera titulada de distrito y reside en Rose Cottage, en Hunterbury?

—Sí.

—¿Dónde se hallaba usted el veintiocho de junio pasado?

—En Hunterbury Hall.

—¿La habían llamado para que fuese allí?

—Mistress Welman tuvo un ataque... el segundo. Fui para ayudar a la enfermera O'Brien hasta que encontrara otra.

—¿Llevaba usted una cartera de cuero pequeña?

—Sí.

—Diga usted al Jurado lo que había en ella.

—Vendas, gasas, una jeringuilla y ciertas drogas, incluso un tubo de hidrocloruro de morfina.

—¿Con qué objeto lo tenía allí?

—Tenía que poner a uno de mis enfermos dos inyecciones diarias: mañana y tarde.

—¿Qué contenía el tubo?

—Unas veinte pastillas, cada una con medio gramo de hidrocloruro de morfina.

—¿Qué hizo usted con la cartera?

—La dejé en el recibidor.

—Eso fue la noche del veintiocho. ¿Cuándo tuvo usted que volver a mirar la cartera?

—A la mañana siguiente, a eso de las nueve, cuando me disponía a salir de la casa.

—¿Echó de menos alguna cosa?

—El tubo de morfina.

—¿Mencionó usted esa pérdida?

—Hablé de ello a miss O'Brien, la enfermera que cuidaba a la paciente.

—¿Esa cartera estaba en el recibidor, por donde la gente tenía la costumbre de entrar y salir?

—Sí.

Sir Samuel hizo una pausa. Luego dijo:

—¿Usted conocía íntimamente a la difunta Mary Gerrard?

—Sí.

—¿Qué opinión tenía usted de ella?

—Era una muchacha muy simpática... y muy buena.

—¿Era de carácter alegre?

—Muy alegre.

—¿Tenía alguna pena?

—Que yo sepa no.

—Cuando ella murió, ¿había alguna cosa que le preocupase sobre su futuro?

—Nada.

—¿No tenía ningún motivo para haberse suicidado?

—En absoluto.

La historia condenatoria siguió. Cómo la enfermera Hopkins acompañó a Mary al pabellón, la aparición de Elinor, su estado de excitación, la invitación a tomar los emparedados, el plato ofrecido primero a Mary... La sugerencia de Elinor de que se lavara todo, y luego que la enfermera subiese con ella al cuarto y la ayudase a clasificar las ropas.

Hubo frecuentes interrupciones y objeciones por parte de sir Edwin Bulmer.

Elinor pensó: «Sí, es cierto...., y ella lo cree. Ella está segura de que yo lo hice. Y todo lo que dice, palabra por palabra, es la pura verdad; eso es lo que resulta más horrible. Todo es verdad.»

Una vez más, al mirar en torno a la sala, vio el rostro de Hércules Poirot observándola pensativamente, casi bondadosamente.
Viéndola, sabiendo tanto...

El trozo de cartón con el pedazo de etiqueta fue entregado a la testigo.

—¿Sabe usted lo que es esto?

—Un pedazo de etiqueta.

—¿Puede usted decir al Jurado qué clase de etiqueta?

—Sí; es parte de la etiqueta de un tubo de tabletas de morfina. Tabletas de medio gramo, como el tubo que yo perdí.

—¿Está usted segura?

—Naturalmente que estoy segura de ello. Es la etiqueta de mi tubo.

El juez dijo:

—¿Hay alguna señal especial por la cual usted pueda identificar que es la etiqueta del tubo que perdió?

—No, señor; pero debe de ser la misma.

—Entonces, ¿todo cuanto puede decir es que es exactamente similar?

—Sí; eso es lo que quiero decir.

La sesión se levantó.

Capítulo II
-
La defensa actúa
1

Sir Edwin Bulmer estaba de pie, interrogando. Ya no hablaba con suavidad. Dijo ásperamente:

—Esa cartera de que tanto hemos oído hablar, ¿fue dejada en el recibidor de Hunterbury, el veintiocho de junio, toda la noche?

La enfermera Hopkins asintió.

—Fue un acto de negligencia por su parte, ¿no es verdad?

Miss Hopkins enrojeció.

—Sí, supongo que lo fue.

—¿Tiene usted la costumbre de dejar drogas peligrosas abandonadas por cualquier parte, en donde cualquier persona pueda cogerlas?

—No, desde luego que no.

—¡Ah! ¿No? Pero ¿usted lo hizo en esa ocasión?

—Sí.

—Y es un hecho que
cualquiera de la casa
, de haberlo querido, podía haber cogido esa morfina, ¿no es verdad?

—Supongo que sí.

—Nada de suposiciones. Es así, ¿no es verdad?

—Sí.

—No era miss Carlisle la única persona que pudo haberla cogido. Cualquiera de las criadas pudo hacerlo. O el doctor Lord. O mister Roderick Welman. O la enfermera O’Brien. O la misma Mary Gerrard.

—Supongo que sí.

—Es así, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Había alguien que supiera que usted tenía morfina en la cartera?

—Lo ignoro.

—¿Habló usted a alguien de esto?

—No.

—Así, en realidad, ¿miss Carlisle no podía saber que había morfina allí?

—Podría haber mirado para comprobarlo.

—Eso es muy improbable, ¿no es cierto?

—Lo ignoro.

—Había algunas personas que tenían más probabilidad que miss Carlisle de saber que allí había morfina. Por ejemplo, el doctor Lord. Él, seguramente, lo sabía. Usted administraba esa morfina bajo sus órdenes, ¿no es verdad?

—Desde luego.

—¿Mary Gerrard también sabía que usted tenía esa morfina allí?

—No, no lo sabía.

—Ella iba a menudo a su casa, ¿no es cierto?

—No muy a menudo.

—Yo le sugiero a usted que ella iba allí con mucha frecuencia, y que, de entre toda la gente de la casa, era la que probablemente podía saber que en su cartera había morfina.

—No estoy de acuerdo con eso.

Sir Edwin Bulmer hizo una pausa.

—¿Dijo usted a miss O'Brien por la mañana que la morfina había desaparecido?

—Sí.

—Supongo que lo que usted realmente le dijo fue lo siguiente: «He dejado la morfina en la casa. Tendré que ir a buscarla.»

—No, no dije eso.

—¿No sugirió usted que había dejado la morfina sobre la repisa de la chimenea de su casa?

—Cuando no la encontré, pensé que eso era lo que había ocurrido.

—¡En realidad, usted ignoraba lo que había hecho con ella!

—Sí, yo ya sabía lo que había hecho con ella. La puse en la cartera.

—En ese caso, ¿por qué sugirió la mañana del veintinueve de junio que la había dejado en su casa?

—Porque pensé que podía haberla dejado allí.

—Declaro que es usted una mujer muy descuidada.

—No es cierto.

—Usted hace a veces declaraciones inexactas, ¿no es verdad?

—No. Tengo mucho cuidado con lo que digo.

—¿Hizo usted una observación acerca de un pinchazo de un rosal el veintisiete de julio, el día de la muerte de Mary Gerrard?

—¡No veo que esto tenga alguna relación con ello!

El juez intervino:

—¿Es eso pertinente, sir Edwin?

—Sí, excelencia; es una parte esencial de la defensa, y abrigo la intención de llamar a algunos testigos para demostrar que esa declaración era falsa.

Continuó:

—¿Insiste usted en que se pinchó la muñeca con un rosal el veintisiete de julio?

—Sí.

La enfermera Hopkins tenía un aire de reto.

—¿Cuándo fue eso?

—Poco antes de salir del pabellón, al subir a la casa, en la mañana del veintisiete de julio.

Sir Edwin adoptó un aire escéptico.

—¿Y qué rosal fue ése?

—Uno que hay fuera del pabellón, con flores encarnadas.

—¿Está usted segura de ello?

—Completamente segura.

Sir Edwin hizo una pausa, y luego preguntó:

—¿Insiste en decir que la morfina estaba en la cartera cuando usted fue a Hunterbury el veintiocho de junio?

—Sí. La llevaba encima.

—¿Y si miss O'Brien sale a declarar y jura que usted dijo que probablemente la dejó en casa?

—Estaba en mi cartera. Estoy segura de ello.

Sir Edwin suspiró:

—¿No se puso intranquila al notar la desaparición de la morfina?

—No...; intranquila..., no.

—¡Ah!, ¿estaba usted completamente tranquila, a pesar de que una gran cantidad de una droga peligrosa había desaparecido?

—No pensé en aquel momento que alguien la hubiese cogido.

—Comprendo. Simplemente que usted no recordaba por el momento lo que había hecho con esa morfina.

—De ninguna manera; estaba en la cartera.

—Veinte pastillas de medio gramo, es decir, diez gramos de morfina. Lo bastante para matar a varias personas, ¿no es verdad?

—Sí.

—Pero usted no se siente intranquila, y ni siquiera comunica oficialmente la pérdida.

—Pensé que no ocurriría nada.

—Expongo que si la morfina realmente hubiese desaparecido de la manera que desapareció, usted estaba obligada, como persona consciente, a comunicar la pérdida de manera oficial.

La enfermera Hopkins, enrojecido el rostro, dijo:

—Pues no lo comuniqué.

—Seguramente que eso fue, por su parte, un acto de negligencia criminal... Al parecer, no considera usted muy en serio sus responsabilidades. ¿Pierde usted con frecuencia esas drogas peligrosas?

—Nunca me ha sucedido.

Continuó así durante algunos minutos.

La enfermera Hopkins, con el rostro arrebolado, vacilaba, se contradecía..., era una presa fácil para un hombre tan hábil como sir Edwin.

—¿Es cierto que el jueves, el seis de julio, la difunta Mary Gerrard hizo testamento?

—Sí.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque creyó que era una cosa conveniente. Y así era.

—¿Está segura de que no fue porque estaba deprimida e incierta acerca de su futuro?

—Tonterías.

—Es una prueba de que la idea de la muerte estaba presente en su mente, que pensaba sobre ello.

—De ninguna manera. Ella, simplemente, creyó que era lo más apropiado.

—¿Es éste el testamento? ¿Firmado por Mary Gerrard, actuando de testigos Emily Bigg y Roger Wade, dependientes de la pastelería, y en el que dejaba todo cuanto poseía a Mary Riley, hermana de Elisa Riley?

—Eso es.

Fue entregado al Jurado.

—Que usted supiera, ¿tenía Mary Gerrard alguna propiedad, alguna fortuna que legar?

—Entonces, no.

—Pero ¿pronto iba a tenerla?

—Sí.

—¿No es cierto que miss Carlisle iba a dar a Mary Gerrard una cantidad considerable de dinero, algo así como dos mil libras esterlinas?

—Sí.

—¿No sabía nada que obligara a miss Carlisle a hacer eso? ¿Fue por entero un acto de generosidad por su parte?

—Sí, lo hizo voluntariamente, sin estar obligada a ello.

—Pero, seguramente, si odiaba a Mary Gerrard, como se ha sugerido, no le habría dado voluntariamente una cantidad de dinero tan importante.

—Eso es según como se vea.

—¿Qué quiere significar usted con esa respuesta?

—No quiero decir nada.

—Exacto. ¿Ha oído usted algunos chismes locales acerca de Mary Gerrard y de mister Roderick Welman?

—Él estaba enamorado de ella.

—¿Tiene usted alguna prueba de ello.

—Simplemente lo sabía; eso es todo.

—¡Ah! Usted «simplemente lo sabía». Eso no es muy convincente para el Jurado. ¿Dijo usted en una ocasión que Mary no quiso saber nada de él porque estaba prometido a miss Elinor, y que también le dijo lo mismo en Londres?

—Eso es lo que ella me dijo.

Sir Samuel Attenbury reanudó el interrogatorio:

—Cuando Mary Gerrard discutía con usted la fraseología del testamento, ¿la acusada miró por la ventana?

—Sí, en efecto.

—¿Qué dijo ella?

—Dijo: «¿De modo que está haciendo testamento, Mary? Es muy divertido.» Y rió. Y en mi opinión —dijo la testigo maliciosamente—, fue en ese momento cuando se le ocurrió la idea. ¡La idea de matar a la muchacha! ¡En aquel momento llevaba el crimen en su corazón!

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