La enfermera se dio cuenta de que las pieles de mistress Welman fueron reintegradas a los cajones.
«Querrá arreglárselas para ella», pensó para sí.
Dirigió una mirada a la cómoda. Se preguntó si Elinor habría encontrado la fotografía firmada
Lewis
y lo que habría hecho con ella en caso afirmativo.
«Es curioso —pensó— que la carta de la O'Brien se cruzara con la mía. Jamás creí que pudiese suceder una cosa así. Dar con la foto el mismo día que yo hablé con mistress Slattery.»
Ayudó a Elinor a separar las ropas y se ofreció voluntariamente para clasificarlas, hacer algunos paquetes para las agraciadas y cuidarse de su distribución.
Propuso:
—Yo puedo cuidarme de ello mientras Mary va al pabellón y termina allí. Ella no tiene que mirar más que una caja de papeles y cartas. A propósito, ¿dónde está la muchacha? ¿Fue al pabellón?
Elinor respondió:
—La dejé en la sala...
La enfermera Hopkins murmuró:
—No es posible que esté allí todo este tiempo —miró su reloj—. Pero ¡si hace cerca de una hora que estamos aquí!
Bajó presurosamente la escalera. Elinor la siguió.
Entraron en el salón.
La enfermera Hopkins exclamó:
—¡Pero si se ha quedado dormida!
Mary Gerrard estaba sentada en una poltrona junto a la ventana.
La enfermera Hopkins se aproximó a la muchacha y la sacudió.
—Despierta, querida...
Se interrumpió. Se inclinó sobre la muchacha; le bajó un párpado.
Se volvió a Elinor. Su voz sonaba amenazadora cuando dijo:
—¿Qué significa esto?
Elinor repuso:
—No sé lo que usted quiere decir. ¿Está enferma la muchacha?
La enfermera Hopkins preguntó:
—¿Dónde está el teléfono? Avise al doctor Lord cuanto antes.
Elinor inquirió:
—¿Qué ocurre?
—La muchacha está enferma. Está muriéndose.
Elinor retrocedió un paso.
—¿Muriéndose?
La enfermera Hopkins contestó:
—Ha sido envenenada...
Sus ojos, con una expresión de sospecha, se clavaron en Elinor.
Hércules Poirot, con su cabeza en forma de huevo reclinada suavemente a un lado, las cejas enarcadas con expresión interrogante y las puntas de sus dedos unidas, observaba al joven que paseaba furiosamente de un extremo a otro del aposento, contraído su rostro simpático y pecoso.
Hércules Poirot preguntó:
—
Eh bien
, amigo, ¿qué es todo esto?
El doctor Lord se detuvo en seco en su paseo.
Contestó:
—Monsieur Poirot: es usted el único hombre del mundo que puede ayudarme. He oído a Stillingfleet hablar de usted; me dijo que lo que usted hizo en el caso de Benedict Farley. Cómo todo el mundo creía que se trataba de un suicidio y usted demostró que era un asesinato.
Hércules Poirot repuso:
—¿Tiene usted, pues, un caso de suicidio entre sus pacientes, un suicidio que no le satisface del todo?
Peter Lord movió la cabeza.
Se sentó enfrente de Poirot. Respondió:
—Hay una joven. ¡Ha sido detenida y va a ser procesada por asesinato! ¡Quiero que usted encuentre las pruebas de que ella no hizo tal cosa!
Las cejas de Poirot se enarcaron un poco más. Luego adoptó un aire discreto y confidencial.
Inquirió:
—Usted y esa joven..., ¿están prometidos? ¿Son novios? ¿Están enamorados mutuamente?
El doctor Lord prorrumpió en una risa áspera y amarga.
Contestó:
—¡No, no se trata de eso! ¡Ella ha tenido el mal gusto de preferir a un asno arrogante y narigudo, con una cara como un caballo melancólico! ¡Es una estupidez por parte de ella, pero así es!
Poirot murmuró:
—Comprendo.
Peter Lord exclamó amargamente:
—¡Oh, sí, usted lo comprende! No es necesario hablar con tacto al respecto. Me enamoré de ella al instante. Y por este motivo no quiero que la ahorquen. ¿Comprende?
Poirot inquirió:
—¿De qué la acusan?
—La acusan de haber asesinado a una muchacha llamada Mary Gerrard, envenenándola con hidrocloruro de morfina. Probablemente ya ha leído usted la historia de la encuesta en la Prensa.
Poirot interrogó:
—¿Y el móvil?
—¡Los celos!
—Y, en su opinión, ¿ella no cometió dicho crimen?
—No, desde luego que no.
Hércules Poirot le miró pensativo un instante y luego dijo:
—¿Qué es, concretamente, lo que usted quiere que yo haga? ¿Investigar este caso?
—Quiero que usted la salve.
—Yo no soy ningún abogado defensor,
mon cher
.
—Lo explicaré con más claridad:
quiero que usted encuentre las pruebas que permitan a su abogado defenderla con éxito y ponerla en libertad
.
—Propone usted eso de un modo algo extraño.
Peter Lord repuso:
—¿Porque hablo con franqueza, quiere usted decir? Yo lo veo muy claro.
Quiero que no condenen a esa muchacha
. ¡Creo que
usted
es el único hombre que puede hacerlo!
—¿Quiere usted que yo examine los hechos? ¿Que averigüe la verdad? ¿Que descubra lo que realmente ocurrió?
—Quiero que usted encuentre todos los hechos que hablen en favor de la muchacha.
Hércules Poirot, con cuidado y precisión, encendió un diminuto cigarrillo.
Repuso:
—Pero ¿no es algo inmoral lo que usted dice? Llegar a la verdad, sí, siempre me interesa. Pero la verdad es un arma de dos filos. ¿Y si encontrase algunos hechos
en contra
de la muchacha? ¿Pide usted que los suprima?
Lord se incorporó. Estaba muy pálido.
Exclamó:
—¡Eso es imposible! Nada de lo que usted encuentre puede perjudicarle más que los hechos conocidos ya. ¡La comprometen! ¡La acusan! ¡Hay numerosas pruebas evidentes que la acusan! ¡Usted no podría encontrar nada que pudiera comprometerla más de lo que ya está! Yo le pido a usted que emplee todo su ingenio. Stillingfleet dice que usted es sumamente ingenioso para encontrar una salida, una coartada, una posible alternativa.
Hércules Poirot repuso:
—Seguramente sus abogados harán eso.
—¿Sus abogados? —dijo el joven, y rió desdeñosamente—. ¡Están derrotados antes de empezar! ¡Opinan que es inútil, que no hay ninguna esperanza! Han designado a Bulmer, el abogado de las causas perdidas, lo cual es ya un hecho grave, desesperado: una confesión. El abogado sentimental, para que resalte la juventud de la acusada. Pero el juez no se quiere dejar sobornar. ¡No hay la menor esperanza!
Hércules Poirot preguntó:
—Suponiendo que ella
sea
culpable, ¿todavía querrá usted que la absuelvan?
Peter Lord contestó quedamente:
—Sí.
Hércules Poirot se movió de su asiento.
Declaró:
—Usted me interesa...
Un minuto o dos después añadió:
—Creo que sería mejor que usted me explicase la situación, los hechos del caso.
—¿No ha leído usted nada en la Prensa?
Hércules Poirot agitó una mano.
—Sí, una reseña, una mención breve. Pero los periódicos son tan inexactos, que nunca me guío por lo que ellos dicen.
Lord explicó:
—Es muy sencillo. Horriblemente sencillo. Esta muchacha, Elinor Carlisle, acababa de heredar una casa cerca de aquí, Hunterbury Hall, y una fortuna de su tía, que murió sin hacer testamento. La tía se llamaba Welman. La tía tenía un sobrino: Roderick Welman. Éste tenía relaciones con Elinor Carlisle, estaba prometido a ella, una cosa ya antigua, pues se han conocido de niños. Había una muchacha en Hunterbury Hall: Mary Gerrard, hija del conserje. Mistress Welman había cobrado afecto a la chiquilla, le costeó una educación, etcétera. En consecuencia, la muchacha exteriormente era una señorita. Al parecer, Roderick Welman se enamoró de ella. Y el compromiso con Elinor Carlisle se rompió.
»Ahora vamos a los hechos. Elinor Carlisle puso en venta la finca, y un hombre llamado Somervell la compró. Elinor bajó para recoger los efectos personales de su tía. Mary Gerrard, cuyo padre acababa de fallecer, estaba desalojando el pabellón. Esto nos lleva a la mañana del veintisiete de julio.
»Elinor Carlisle se hospeda en la fonda del pueblo. En la calle encontró a la antigua ama de llaves, mistress Bishop. Ésta se ofreció a acompañarla a la casa para ayudarla. Elinor rehusó, con cierta vehemencia. Luego entró en la tienda de comestibles y compró un poco de pasta de pescado, y allí hizo una observación referente a la intoxicación de los alimentos. ¿Comprende usted? ¡Una cosa por completo inocente; pero, desde luego, es un dato acusatorio! Fue a la casa, y a eso de la una bajó al pabellón, donde Mary Gerrard estaba ocupada con la enfermera del distrito, una mujer muy curiosa, llamada Hopkins, que la ayudaba. Elinor les dijo que tenía unos emparedados en la casa. Subieron las tres a la casa, comieron emparedados, y cosa de una hora más tarde me llamaron y encontré a Mary Gerrard que había perdido el conocimiento. Hice cuanto pude, pero fue en vano. La autopsia reveló que la muchacha había ingerido una fuerte dosis de morfina poco antes. Y la Policía encontró un trozo de etiqueta que decía: «Hidrocloruro de morfina», precisamente donde Elinor Carlisle había estado preparando los emparedados.
—¿Qué más comió o bebió Mary Gerrard?
—Ella y la enfermera del distrito tomaron té con los emparedados. La enfermera lo preparó y Mary lo sirvió. No hubo nada más. Desde luego, tengo entendido que el abogado defensor se extenderá sobre el punto de los emparedados, haciendo resaltar como dato muy importante que las tres comieron y, por consiguiente, resulta imposible que sólo una persona fuese envenenada. Recordará usted que eso fue lo que alegaron en el caso Hearne.
Poirot movió afirmativamente la cabeza. Observó:
—Pero, en realidad, es muy sencillo. Se preparan los emparedados.
En uno de ellos está el veneno
. Usted ofrece el plato. En nuestro estado de civilización, es costumbre que la persona a quien se ofrece el plato
tome el emparedado más cercano a ella
. ¿Supongo que Elinor Carlisle presentó el plato a Mary Gerrard primero?
—Exacto.
—¿Aunque la enfermera, que era una mujer de más edad, se encontraba en la habitación?
—Sí.
—Esto no presenta buen cariz.
—En realidad, no significa nada. No se guarda mucha etiqueta en un refrigerio tan ligero, una simple merienda improvisada.
—¿Quién cortó los emparedados?
—Elinor Carlisle.
—¿Había alguien más en la casa?
—Nadie.
Poirot movió la cabeza.
—Esto presenta mal aspecto. ¿Y la muchacha no tomó
nada más que
el té y los emparedados?
—Nada más. El contenido del estómago nos lo demuestra.
Poirot observó:
—¿Se ha sugerido que Elinor Carlisle esperaba que la muerte de la muchacha se atribuyera a la intoxicación de los alimentos? ¿Cómo se proponía ella explicar el hecho de que tan sólo
un miembro
del grupo fuese afectado?
Lord repuso:
—Suele suceder así en ocasiones. Además, había dos botes de pasta de aspecto muy parecido. Se ha expuesto la hipótesis de que uno de los botes estaba bien y que, por una coincidencia, Mary comió toda la pasta mala.
—Un interesante estudio de la ley de probabilidades —observó Poirot—. Las probabilidades matemáticas en contra de que eso pueda suceder son muy grandes, me parece. Pero hay otro punto: si había de sugerirse una intoxicación por alimentos,
¿por qué no escoger un veneno diferente?
Los síntomas de la morfina no son en modo alguno similares a los de una intoxicación producida por alimentos en mal estado. ¡Seguramente que la atropina hubiera sido una elección mejor!
El doctor Lord dijo lentamente:
—Sí, es verdad. Pero hay algo más. ¡Esa maldita enfermera jura que perdió un tubo de morfina!
—¿Cuándo?
—¡Oh! Unas semanas antes: la noche en que mistress Welman falleció. La enfermera declara que dejó su maletín en el recibidor y echó de menos un tubo de morfina por la mañana. Todo ello es pura invención. Probablemente se le rompió en casa y se olvidó de ello.
—¿Ella lo ha recordado
sólo
cuando la muerte de Mary Gerrard?
Lord respondió de mala gana:
—En realidad, ella
lo
mencionó oportunamente a la enfermera de guardia.
Hércules Poirot miraba con cierto interés a Peter Lord.
Dijo suavemente:
—Creo,
mon cher
, que hay algo más, algo que usted no me ha dicho aún.
Lord repuso:
—¡Ah, bueno! Será mejor que se lo diga todo. Han solicitado permiso de exhumación y van a desenterrar a mistress Welman.
Poirot preguntó:
—
Eh bien?
—Cuando lo hagan,
probablemente encontrarán lo que buscan: ¡morfina!
—¿Usted lo sabía?
El doctor Lord, con el rostro pálido bajo las pecas, murmuró:
—Lo sospechaba.
Hércules Poirot palmoteo en el brazo de su sillón. Exclamó:
—
Mon Dieu!
¡No le comprendo a usted! ¿
Usted sabia
cuando ella murió que había sido asesinada?
Peter Lord gritó:
—¡Cielos, no! ¡Jamás se me ocurrió semejante cosa! Pensé que ella misma se lo había administrado.
Poirot se hundió en su sillón.
—¡Ah! Usted pensó
eso
...
—¡Naturalmente que sí! Ella me había hablado al respecto. Me preguntó más de una vez si no podía «terminar con ella». Era una mujer que detestaba las enfermedades, el verse reducida a la impotencia... lo que ella llamaba la
indignidad
de encontrarse tendida, asistida como si fuera una criatura. Y era una mujer muy resuelta.
Permaneció silencioso un momento; luego continuó:
—Su muerte me sorprendió. No la esperaba. Hice salir a la enfermera y practiqué una investigación. Naturalmente, era imposible asegurarse del motivo de la muerte sin hacer la autopsia. Pero pensé: «¿Para qué?» No conseguiríamos más que provocar un escándalo. Era preferible firmar el certificado de defunción y dejar que la enterraran en paz. Después de todo, yo no estaba muy seguro. Tal vez hice mal... Pero jamás pensé que la hubiesen asesinado. Estaba convencido de que había sido ella misma la que aceleró su muerte.