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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un triste ciprés (15 page)

—Todo el mundo lo sabe...

—¿Se proponía usted casarse con ella?

—Sí.

—¿Y ella... no quiso?

Una expresión sombría apareció en la faz de Ted. Declaró, con cierto matiz de cólera reprimida:

—Lo hicieron con buena intención, no lo dudo; pero a veces no conviene mezclarse en las vidas de los demás. La educación y el viaje al extranjero cambiaron a Mary. No quiero decir con eso que la... echaran a perder, no. Pero la hicieron sentirse diferente. Adquirió la idea de que era demasiado para mí y, sin embargo, era demasiado poco para un caballero como mister Welman.

El detective inquirió, escrutando su rostro:

—¿No le es simpático mister Welman?

Ted Bigland exclamó con violencia pueril:

—¿Por qué había de sérmelo ? No tengo nada en contra suya. No es lo que yo llamo un hombre. Podría cogerlo así, con una mano, y partirlo en dos. Supongo que es inteligente; pero eso no le sirve de gran cosa si el coche se atasca. Tal vez sepa qué es lo que hace andar al coche, pero es incapaz de sacar la magneto y limpiarla...

Poirot preguntó:

—¿Trabaja usted en un garaje?

Ted asintió:

—Sí. En el de Henderson. Allá abajo.

—¿Estaba usted allí la mañana en que sucedió...?

Ted Bigland declaró:

—Sí, señor. Estuve probando el coche de un cliente. Tenía una avería insignificante y no podía localizarla. Entonces lo hice andar un largo trecho. Era un día estupendo. Aún había madreselvas en los setos. A Mary le gustaban mucho las madreselvas. Acostumbrábamos ir juntos a cogerlas antes que ella se marchase al extranjero.

De nuevo apareció en su rostro la expresión de infantil asombro. Hércules Poirot guardó silencio.

Con un estremecimiento, Ted reemprendió el hilo de su narración:

—Perdóneme, señor. Olvidé que me preguntaba por mister Welman. Pues bien: no me sentó bien que cortejara a Mary. No debía hacerlo. Ella no era de su clase.

Poirot inquirió:

—¿Cree usted que ella le quería?

El muchacho frunció el ceño.

—No lo sé... Realmente, no lo sé. Pero tal vez sí. No puedo asegurarlo.

Poirot preguntó:

—¿Existía algún otro hombre que pretendiese a Mary? ¿Alguno que conociese en el extranjero?

—No lo sé, señor. Jamás lo mencionó.

—¿Tenía enemigos aquí, en Maidensford?

—¡Oh, no, señor! Nadie la conocía bien, pero todos la querían.

Poirot interrogó con una sonrisa.

—¿Mistress Bishop también?

Ted hizo una mueca. Declaró:

—¡Oh, aquello no era más que despecho! A la anciana no le agradaba el cariño que mistress Welman experimentaba hacia Mary.

Poirot dijo:

—¿Era feliz Mary Gerrard allí? ¿Quería a mistress Welman?

Ted Bigland afirmó:

—Habría sido extraordinariamente feliz si la enfermera la hubiese dejado en paz. Me refiero a la enfermera Hopkins. No hacía más que imbuirle ideas absurdas. Quería que fuese a Londres para aprender a dar masaje.

—Ella le había tomado cariño a Mary, ¿verdad?

—Sí, desde luego; pero es de las que creen que saben siempre lo que le conviene a cada uno.

Poirot preguntó, recalcando las palabras:

—Supongamos que la enfermera supiese algo que redundase en descrédito de Mary Gerrard. ¿Cree usted que se lo callaría?

Ted Bigland le miró con curiosidad.

—Temo no haberle comprendido bien, señor.

—¿Cree usted que si la Hopkins supiese algo en contra de Mary Gerrard se lo callaría?

Ted afirmó, ceñudo:

—Dudo que esa mujer sea capaz de callarse algo. Es la chismosa más grande de todo el pueblo. Pero si guarda silencio por alguien, puede apostar que no lo hará más que por Mary Gerrard.

Hizo una pausa, y añadió, impelido por la curiosidad:

—Me gustaría saber por qué lo pregunta.

Hércules Poirot replicó:

—Hablando con las personas, llega uno a formarse cierta impresión de su carácter. La enfermera Hopkins es, según las apariencias, una mujer franca y comunicativa. Pero tuve la sensación de que me ocultaba
algo
. No quiero decir que sea necesariamente una cosa, de importancia. Tal vez no tenga relación alguna con el crimen; pero hay algo que ella sabe y que no lo ha dicho. No sé por qué, presumo que es algo que perjudica o menoscaba el honor de Mary Gerrard...

Ted Bigland movió la cabeza tristemente.

—Siento no poder serle útil en eso, señor.

Hércules suspiró:

—Bien. Ya lo sabré con el tiempo.

Capítulo VI
-
Roddy Recuerda

Poirot contemplaba con interés el rostro largo y sensitivo de Roderick Welman.

Los nervios de Roddy se hallaban en un estado lamentable. Temblábanle las manos, tenía los ojos inyectados en sangre, la voz ronca e irritada.

Dijo, mirando la tarjeta:

—Conozco su nombre,
monsieur
Poirot. Pero no veo qué es lo que el doctor Lord cree que puede hacer en este asunto. Además, ¿qué le importa a
él
todo esto? Atendió a mi tía; pero, por otra parte, es un extraño para mí. Elinor y yo no lo conocimos hasta que fuimos allí, en junio. Creo que Seddon es el más indicado para ocuparse de estos asuntos.

Hércules Poirot se inclinó:

—Técnicamente es lo correcto.

Roddy continuó con tristeza:

—No es que Seddon me inspire mucha confianza. ¡Es tan pesimista!

—¡Es la costumbre de los abogados!

—Hace poco hemos escrito a Bulmer. Se dice que es de lo mejorcito que hay.

Poirot afirmó:

—Se le considera como el abogado de las causas perdidas.

Roddy entornó los ojos, disgustado.

El detective añadió:

—Supongo que no le molestará que intente ayudar a miss Elinor Carlisle.

—Claro que no. Pero...

—Pero ¿qué podré hacer yo? ¿No es eso lo que iba usted a decir?

Una sonrisa iluminó el rostro de Roddy. Una sonrisa tan encantadora, que Hércules Poirot comprendió entonces la sutil atracción de aquel hombre.

Roddy dijo, en tono de excusa:

—Tal vez le parezca algo rudo. Pero, en realidad, ésa es la cuestión. ¿Qué podrá usted hacer, monsieur Poirot?

—Busco la verdad —dijo.

Roddy murmuró en tono de duda:

—Bien.

—Quiero descubrir los hechos que beneficien a la acusada.

Roddy suspiró.

—¡Si lo lograse!

—Lo deseo con toda mi alma. ¿Quiere usted allanarme el camino diciéndome lo que piensa en realidad de este asunto?

Roddy se levantó y empezó a pasear nerviosamente por la habitación.

—¡Cada vez que lo pienso me parece tan absurdo! ¡tan fantástico! ¡La mera idea de que Elinor, a quien conozco desde que éramos niños, haya hecho una cosa tan melodramática como envenenar a alguien...! ¡Oh, es para reírse! Pero ¿cómo podríamos explicar eso al Jurado?

Poirot preguntó, estólido:

—¿Cree usted entonces imposible que lo haya hecho miss Carlisle?

—¡Claro que lo creo! Elinor es una criatura exquisita física y moralmente. La creo incapaz de cometer una violencia. Es intelectual, sensitiva y desprovista de pasiones. Pero ¡Dios sabe lo que opinarán de ella los doce gordinflones sin seso que componen el Jurado! Aunque, seamos razonables, ellos no están allá para juzgar el carácter, sino para considerar las pruebas. ¡Hechos, hechos, hechos! Y los hechos le son desfavorables.

Hércules Poirot asintió pensativamente:

—Usted, mister Welman, es una persona de sensibilidad e inteligencia. Los hechos acusan a miss Carlisle. Usted, que la conoce, sabe que es inocente.
¿Qué sucedió entonces?
¿Qué es lo que
pudo
suceder?

Roddy extendió las manos, desesperado.

—Eso es lo terrible. Supongo que la enfermera no pudo hacerlo.

—No estuvo ni un momento junto a los emparedados. He practicado indagaciones minuciosas. Y no pudo envenenar el té sin envenenarse ella también. Estoy seguro de ello. Además,
¿por qué
había de desear la muerte de Mary Gerrard?

Roddy exclamó:

—¿Y
quién
pudo desearlo?

—Ésa —dijo Poirot— es una pregunta que todavía carece de respuesta.
Nadie
podía desear la muerte de Mary Gerrard —y añadió para sí: «
Excepto Elinor Carlisle
»—. Si pudiéramos probar que no fue asesinada... Pero, por desgracia, lo fue.

Añadió, ligeramente melodramático:

—...pero yace fría y sola en su sepulcro helado.

—¿Qué? —preguntó Roddy.

Hércules Poirot exclamó:

—Es de Wordsworth. He leído mucho de él. Esas líneas expresan lo que usted siente, ¿verdad?

—¿Yo?

Roddy parecía una esfinge.

Poirot dijo:

—Le presento mis excusas... Créame que lo siento profundamente. Es una cosa terrible... ser un detective y, al mismo tiempo, un
pukka sahib...
Como dicen ustedes tan gráficamente, hay cosas que no deben decirse jamás. Pero, desgraciadamente, un detective está obligado a decirlas. Tiene que hacer preguntas desagradables sobre asuntos privados..., sentimentales...

Roddy preguntó:

—¿No cree que eso es innecesario?

Poirot respondió con humildad:

—¡Si fuera capaz de comprender algo! Pero no creo que podamos pasar eso por alto. Además, todo el pueblo sabía que usted admiraba a miss Mary Gerrard. ¿No es verdad, mister Welman?

Roddy se levantó y apoyóse en la ventana. Dijo:

—Sí.

—¿Estaba enamorado de ella?

—Creo que sí.

—Y ahora está desconsolado por su muerte.

—En efecto, monsieur Poirot, lo estoy.

Hércules Poirot prosiguió:

—Si se expresara usted con claridad terminaríamos en seguida.

Roddy Welman tomó asiento de nuevo. No quiso mirar a su interlocutor. Habló entrecortadamente:

—Es difícil de explicar. ¿Es forzoso?

Poirot arguyó:

—No siempre se pueden dejar a un lado las cosas desagradables que nos depara el Destino. Usted dice que cree que estaba enamorado de esa muchacha. ¿No está seguro?

—¡No lo sé! ¡Era tan encantadora! ¡Como un sueño! Eso me parece ahora: ¡un sueño! ¡Cuando la vi por primera vez, después de tantos años, parecía una visión irreal! ¡Me encapriché de ella! ¡Fue una especie de locura! ¡Ahora todo ha terminado! ¡Como si no hubiese existido más que en mi fantasía!

Poirot asintió en silencio. Dijo tras una pausa:

—Comprendo —y añadió luego—: ¿No estaba usted en Inglaterra cuando murió?

—No. Me marché al extranjero el nueve de julio y regresé el primero de agosto. El telegrama de Elinor me siguió en mi trayecto. Me apresuré a venir a casa cuando lo supe.

Poirot dijo:

—Debió de ser un golpe tremendo para usted. No tengo la menor duda de que amaba de veras a la muchacha.

Roddy exclamó con un matiz de amargura y desesperación:

—¿Por qué me han de ocurrir estas cosas? ¡Y suceden contra los deseos más íntimos, hundiendo todas nuestras esperanzas!

Hércules Poirot declaró:

—¡Ésa es la vida,
mon ami
! No le permite otorgar testamento si pretende hacerlo. No le deja escapar a la emoción, ni vivir con arreglo a un orden establecido, ni razonar. No se puede decir: ¡Con lo que tengo me basta! ¡Ah, no, mister Welman, la vida no es razonable!

Roderick Welman murmuró:

—Así parece.

—Una mañana de primavera, un rostro de mujer, y nuestra existencia sufre un cambio brusco.

Roddy hizo una mueca, y Poirot prosiguió:

—...A veces es algo más que un rostro. ¿Qué sabía usted de Mary Gerrard, mister Welman?

Roddy declaró:

—¿Qué sabía? Muy poco, en realidad. Ella era atractiva, buena, cariñosa... No sé nada más, nada en absoluto. Tal vez por eso no la echo de menos como debiera.

Su antagonismo, su resentimiento, habían desaparecido. Hablaba con sencillez. Hércules Poirot le tenía ya a su merced. Roddy parecía experimentar cierto alivio al despojarse de su carga sentimental. Dijo:

—Era dulce, gentil. No muy inteligente. Sensitiva y bondadosa. Poseía cierta distinción, rarísima en las muchachas de su clase.

—¿Pertenecía a ese género de mujeres que se crean enemigos inconscientemente?

Roddy denegó con violencia:

—No, no. Es imposible que nadie la odiara. Envidiarla, tal vez.

Poirot se apresuró a preguntar:

—¿Envidia? ¿Cree usted que la envidiaban?

Roddy dijo, inconsciente:

—Aquella carta lo demuestra.

Poirot inquirió:

—¿Qué carta?

Roddy enrojeció al replicar:

—¡Oh, nada! No tiene importancia.

Poirot insistió:

—¿Qué carta?

—Una carta anónima —dijo de mala gana.

—¿Cuándo la recibieron? ¿A quién iba dirigida?

En contra de su voluntad, Roddy se lo explicó.

Hércules Poirot murmuró:

—Eso es interesante. ¿Podría ver la carta?

—Me temo que no. La quemé.

—¡Oh! ¿Por qué lo hizo, mister Welman?

—Entonces me pareció muy natural.

—Y a consecuencia de esa carta, usted y miss Carlisle se trasladaron
apresuradamente
a Hunterbury, ¿verdad?

—Fuimos, en efecto; pero no apresuradamente.

—Pero ustedes estaban algo
intranquilos
, ¿verdad? ¿Tal vez alarmados?

Roddy repuso con obstinación:

—No admito esa pregunta.

Hércules Poirot exclamó:

—Pero si es muy natural. Su herencia, la que le habían prometido, estaba en peligro. No tiene nada de particular que a ustedes los inquietase. ¡El dinero es muy importante!

—No tan importante como usted cree.

—Esa carencia de mundología es notabilísima.

Roddy se sonrojó.

—Desde luego, ¿por qué no confesarlo?, el dinero nos interesaba a los dos. No éramos por completo indiferentes a él. Mas nuestro móvil era convencernos de que nuestra tía se hallaba perfectamente.

Poirot dijo:

—Se trasladó allí con miss Carlisle. En aquel tiempo, su tía no había hecho testamento. Poco después sufrió otro ataque de apoplejía. Se proponía hacer testamento, pero, afortunadamente para miss Carlisle, murió antes de poder hacerlo.

—¡Oiga! ¿Qué pretende usted dar a entender con eso?

El rostro de Roddy estaba negro de ira.

Poirot lanzó las palabras como dardos envenenados.

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