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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (5 page)

El día en que debía partir llegó una segunda comunicación de Brimbury y Cía. Era una copia impresa:

«Lamentamos informarle que han irrumpido ladrones en la casa de Gabriel. Se llevaron parte del equipo electrónico, los objetos de plata y unas pocas cosas más. Nada de valor sustancial. Dejaron los artefactos. Hemos tomado las precauciones necesarias para impedir que se repita».

Parecía una sospechosa coincidencia. Me pregunté por la seguridad del archivo Tanner y consideré la posibilidad de preguntar por él a los abogados antes de iniciar el viaje a Rimway. Pero teniendo en cuenta la distancia, no obtendría la respuesta sino veinte días después. Así que deseché la idea, producto de mi imaginación exaltada, y me dirigí a casa.

Como he mencionado, detesto los vuelos estelares y los he evitado cuando he podido. Es común que la gente tenga náuseas durante las travesías entre el espacio armstrong y el espacio lineal, pero para mí era especialmente difícil. También me costaba adaptarme a los cambios de gravedad, de tiempo y de clima.

Además, también están la incertidumbre y las molestias de la situación. En esos días, nunca se sabía si uno iba a llegar a su destino. Las naves que surcaban el espacio armstrong no podían determinar su posición con respecto al mundo exterior. Eso hacía que la navegación fuera muy imprecisa. Todo se hacía por cálculos aproximados; es decir, que aunque los ordenadores solo medían con certeza el tiempo de a bordo, tratando de compensar las incertidumbres de la entrada, se confiaba en que todo saliera bien. Ocasionalmente, los vectores se desplazaban y las naves se materializaban a mil años luz de su destino.

Aunque la peor perspectiva era la de volver al espacio lineal dentro de un objeto físico. Si bien las estadísticas desmentían la frecuencia de este hecho, yo no podía evitar pensar en eso cada vez que la nave se preparaba para partir.

De hecho, hay evidencia de que eso fue lo que pasó con el
Hampton
, un siglo atrás. El
Hampton
era un pequeño crucero que, como el
Capella
, desapareció en el espacio. Llevaba una carga de manufacturas y una colonia de mineros al sistema Marmichon.

A la hora en que la nave tenía que salir, un planeta exterior (el gigantesco planeta gaseoso Marmichon VI) hizo explosión. Nadie todavía ha podido explicar cómo un mundo pudo explotar sin ayuda externa. Se dijo entonces que la nave se materializó en el corazón de hierro del planeta y que el combustible antimateria de la unidad de propulsión armstrong provocó la explosión.

Los generadores armstrong estaban equipados con deflectores que creaban un campo con fuerza suficiente para despejar algunos átomos y hacer sitio para la transición de la nave al espacio abierto. Cualquier cosa de mayor tamaño que vagara por aquella área en el momento crítico ponía a la nave en situación de riesgo. El peligro real era escaso, por supuesto. Se requería que las naves se materializaran bien lejos de los sistemas estelares. Eso brindaba cierta seguridad, pero alargaba los viajes. Antes, un viaje desde la salida armstrong al lugar de destino duraba dos veces más de lo que se tarda en la actualidad en trasladarse de una estrella a otra. No habría ido a ninguna parte que me costara más de cinco días de viaje alcanzar.

El vuelo a Rimway no fue una excepción. Me sentí muy mal al iniciar el viaje. Los camareros traían drogas para ayudar a la gente a pasar ese mal rato, pero ninguna me servía. Había aprendido a confiar en el alcohol.

Pese a todo, me gustaba volver a Rimway. Nos aproximamos por el lado oscuro; así pude ver los brillantes racimos de luz que señalaban las ciudades. El sol iluminaba desde un ángulo parte de la atmósfera. A través de la ventana de enfrente vi la luna, brumosa y turbulenta.

Se acercaba una tormenta.

Nos deslizamos en la órbita, cruzamos la terminal con la luz del día y, pocas horas después, marchábamos por los cielos bañados de sol hacia Andiquar, la capital planetaria.

Era una experiencia fascinante, pero aun así me prometí a mí mismo que mis vuelos interestelares se habían terminado. Estaba de nuevo en casa y por Dios que me iba a quedar allí.

Nos topamos con la ciudad nevada. El sol era débil en el oeste y lanzaba algunos dardos de luz contra las torres nevadas y los altos picos del este. Los extensos parques de la capital se habían desvanecido en la tormenta. En el Triángulo Confederado se reconocían los monumentos de los dos encumbrados hermanos, azules e intemporales, la pirámide dórica de Christopher Sim, que con su cima iluminada desafiaba a la oscuridad invasora, y, sobre la Fuente Blanca, el
Omni
de Tarien Sim, un globo fantasmal, símbolo del sueño del estadista de lograr una gran familia humana.

Me registré en un hotel, me adherí a la red de comunicaciones por si alguien me requería y fui a darme un baño. Era por la tarde, y estaba muy cansado. Sin embargo, no pude dormir. Después de aproximadamente una hora de mirar el techo, bajé las escaleras, me comí un sandwich y me puse en contacto con Brimbury y Cía.

—Estoy en la ciudad —les anuncié.

—Bienvenido a casa, señor Benedict —dijo su ia—. ¿En qué puedo servirle?

—Necesito un vehículo.

—En el tejado de su hotel, señor. Ahora lo arreglo. ¿Puede comunicarse mañana con nosotros?

—Sí —le respondí—. Probablemente cerca del mediodía. Y gracias.

Subí, recogí mi deslizador aéreo y presioné el código de localización de la casa de Gabe. Cinco minutos más tarde estaba elevándome por encima de la ciudad, hacia el oeste.

Los edificios y avenidas estaban llenos de paseantes protegidos de la nieve por luz gantner. Las pistas de tenis estaban llenas y los niños chapoteaban en las piscinas. Andiquar siempre había sido hermosa por la noche, con sus jardines, sus torres y plazas suavemente iluminadas y el ventoso Narakobo, silencioso y profundo.

Mientras yo flotaba sobre esa pacífica escena, la red de noticias informó de un ataque mudo a una nave de comunicaciones que se deslizaba muy cerca del Perímetro. Cinco o seis muertos. No se sabía con seguridad.

Volé sobre los límites occidentales de Andiquar. La nieve caía ahora con fuerza, de modo que incliné el respaldo del asiento y permanecí en la calidez de la cabina. La vista cambió unos pocos metros más adelante, dando paso a los espacios abiertos: los suburbios se transformaron en pequeños pueblos, se elevaron las colinas y aparecieron los bosques.

De vez en cuando un camino atravesaba el paisaje. Más o menos veinte minutos después, crucé el Melony, que había marcado con mayor o menor rigor los límites de los lugares poblados por el hombre cuando yo era chico.

Se puede ver el Melony desde el altillo de la casa de Gabriel. Cuando fui a vivir por primera vez allí, era un lugar indómito y misterioso. Un refugio para fantasmas, ladrones y dragones.

Una lámpara color ámbar, colocada como advertencia, señalaba la llegada. Descendí un poco. El bosque oscuro era inofensivo ahora, surcado por campos de deportes, piscinas y senderos curvos. Yo había visto cuánto había cambiado ese lugar salvaje a través de los años, cuando se fueron construyendo parques y casas y establecimientos de provisión. Y en aquella noche nevada volé sobre todo eso y supe que Gabe se había ido y que muchas cosas que él amaba se habían ido también.

Cambié al modo manual y me deslicé sobre las copas de los árboles viendo como la casa se materializaba a través de la tormenta. Al ver que todavía había un vehículo en el garaje (de Gabe, presumí), decidí estacionar en el patio de enfrente.

En casa.

Era casi con seguridad la única casa verdadera que había conocido. Me entristecía verla en pie, vacía y desnuda contra el cielo pálido y profundo. De acuerdo con la tradición, Jorge Shale y su tripulación se habían estrellado en las cercanías. Solo un historiador podría decir quién fue el primero en llegar a Rimway, pero todos saben en el planeta quién murió en el intento. Encontrar los restos había sido el primer proyecto importante en mi vida. Pero, en caso de que existieran, a mí me habían eludido.

La casa había sido alguna vez una posada de campo, que había reunido a cazadores y viajeros. La mayor parte de las tierras boscosas habían sido reemplazadas por casas de vidrio y patios cuadrados. Gabe había hecho todo lo posible para mantener la zona agreste.

Fue una pelea absurda, como lo son siempre las peleas contra el progreso.

Durante los últimos años que pasé con él, lo vi ponerse cada vez más irascible con los desgraciados que se mudaban a nuestro vecindario. Y dudo que muchos se entristecieran cuando él se marchó.

El altillo estaba en la parte superior de la casa, en el cuarto piso. Las persianas de las ventanas gemelas estaban cerradas. Las ramas más altas de los árboles las alcanzaban; una de ellas semejaba un trono; me gustaba escalarla y darle así un susto de muerte a Gabe. O al menos eso me hacía creer él.

Abrí la cabina y salí del vehículo. La nieve continuaba esparciéndose desde el cielo. En alguna parte, fuera de mi vista, había niños jugando. Se escuchaba el eco de ruidos provenientes de una avenida iluminada. Unas pocas casas más allá, pude escuchar el jadeo suave de unos corredores que atravesaban los patios y las calles.

Un poste de luz de sodio debajo de una encina arrojaba una blanda claridad sobre el vehículo y contra las melancólicas ventanas de enfrente. Una voz familiar dijo:

—Hola, Alex. Bienvenido a casa.

La lámpara de la puerta de la entrada parpadeó.

—Hola, Jacob —contesté.

Jacob no era en verdad una ia. Era una sofisticada base de datos, cuya principal responsabilidad, al menos en los viejos tiempos, había sido mantener cualquier nivel de conversación que Gabe quisiera sobre el tema que deseara en cualquier momento. Eso habría sido un tratamiento poco frecuente y cruel para una ia. Pero a veces costaba tener en mente la verdadera naturaleza de Jacob.

—Me alegro de verte —añadió—. Lamento lo de Gabe.

La nieve tenía más de un palmo de grosor. No estaba vestido para la ocasión y todavía tenía restos en los pies.

—Sí, yo también.

La puerta del frente se abrió y la habitación se llenó de luz. En alguna parte cesó la música. Cesó. Era el tipo de cosas que le daba vida a Jacob.

—Fue inesperado. Lo voy a echar de menos.

Jacob estaba en silencio. Entré. Pasé junto a un demonio de piedra que había estado en la casa desde mucho antes de que yo llegara, me quité la chaqueta y fui a la sala, el lugar donde Gabe había grabado su mensaje final. Oí un crujido, como una rama quebrándose, y vi el fuego crepitando en la chimenea. Hacía mucho tiempo. Rambuckle había sido un mundo cilíndrico donde nunca hubo madera para quemar. Ni tampoco necesidad de ella. (¿Cuánto hacía que yo no veía la nieve o que no experimentaba las inclemencias del tiempo?)

Había vuelto, y, de pronto, me parecía que nunca me había ido.

—¿Alex? —Había cierta tristeza en su voz.

—Sí, Jacob. ¿Qué pasa?

—Hay algo que es necesario que sepas. —Se oía el tictac de un reloj en la parte trasera de la casa.

—¿Sí?

—No me acuerdo de ti.

Estaba a punto de sentarme en el sillón que había ocupado en el vídeo de la despedida.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te informaron los abogados de que hubo un robo aquí?

—Sí, me lo dijeron.

—Aparentemente el ladrón trató de copiar mi unidad central. La memoria base. Debe de haber sido algo concerniente a Gabriel. El sistema estaba programado para efectuar un borrado completo ante tal eventualidad. No tengo registros de nada anterior a la reactivación por parte de las autoridades.

—¿Entonces cómo…?

—Brimbury y Cía. me programó para reconocerte. Lo que trato de decirte es que sé lo referente a nosotros, pero no tengo información directa.

—¿No es lo mismo?

—Hay algunas lagunas.

Pensé que iba a decir algo más, pero no lo hizo.

Jacob había estado allí durante veinte años. Desde que yo era un niño. Jugamos al ajedrez, revivimos las más grandes campañas de media docena de guerras y hablamos del futuro mientras la lluvia resbalaba en las ventanas. Planeamos viajar juntos alrededor del mundo y, más tarde, cuando mi ambición creció, hablamos de las estrellas.

—Te acuerdas de Gabe, ¿no es verdad?

—Sé que debo haberle resultado simpático. Su casa indica que se interesaba por muchas cosas, y estoy seguro de que sabía apreciar lo que es valioso. Me consuelo sabiendo que sí lo conocí, pero no, no me acuerdo de él.

Permanecí sentado algunos minutos escuchando el fuego y el sonido de la nieve en las ventanas. Jacob no estaba vivo. Los únicos sentimientos involucrados eran los míos.

—¿Y los archivos de datos? Entiendo que extrajeron algo de allí.

—Yo revisé el índice. Es bastante extraño, realmente. Se llevaron un cristal de datos. Pero no puede haberle sido de ninguna utilidad al ladrón. Necesita saber el código de seguridad para tener acceso.

—El archivo Tanner —exclamé con rápida certeza.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo adiviné.

—Parece muy torpe robar algo que uno no puede usar.

—El resto de lo que se llevaron, las cosas de plata y todo lo demás, fue para despistar —dije—. Sabían lo que buscaban. ¿Cuántos eran? ¿No reconociste a ninguno?

—Cuando llegaron cortaron la energía, Alex. Yo no estaba en funcionamiento.

—¿Cómo lo hicieron? —pregunté.

—Fue fácil. Simplemente rompieron una ventana, entraron dentro del área de suministros y seccionaron algunos cables. Yo no tengo control sobre esa zona.

—¡Carajo! ¿No había ninguna alarma contra ladrones? ¿Algo para prevenir?

—Oh, sí. ¿Pero sabes cuánto hace que no hay delitos en esta área?

—No.

—Décadas. Literalmente, décadas. La policía pensó que era un desperfecto. Tardaron en responder. Y aunque lo hubieran hecho enseguida, un simple ladrón que estuviera familiarizado con el edificio, y que supiera con precisión lo que buscaba, habría perpetrado el robo en tres minutos.

—Jacob, ¿en qué estaba trabajando Gabe cuando murió?

—No sé si alguna vez tuve tal información, Alex. De verdad, no lo sé.

—¿Es bueno el sistema de seguridad del archivo Tanner? ¿Estás seguro de que el ladrón no puede acceder a él?

—Quizá en veinte años. Requiere tu voz, y usar un código de seguridad que está en posesión de Brimbury y Cía.

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