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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (29 page)

—Me vuelvo al lado de la ventana —replicó alejándose de mí—. Tengo que quedarme allí. —Se detuvo para asegurarse de que lo siguiera y retomó el camino por el que había venido.

Sus ropas eran raras, pero familiares para mí. Cuando llegué junto a él, me di cuenta: era el uniforme azul oscuro y celeste de la Confederación.

Tenía un montón de equipo electrónico sobre la mesa. Un cable unía dos o tres ordenadores, un banco de monitores, un generador y sabe Dios cuántas cosas más.

Estaba de pie junto al equipo, con un auricular en una oreja, aparentemente concentrado en las pantallas cubiertas de registradores de pistas, columnas de dígitos y símbolos.

Miró en mi dirección, casi sin verme, señaló una botella de vino tinto, sacó un vaso y me hizo una seña para que me sirviera. Luego sonrió a causa de algo que había visto, depositó el mando en una silla y se dejó caer en otra.

—Soy Matt Olander —dijo—. ¿Qué diablos hace usted aquí?

Era de mediana edad, delgado. Su piel oscura parecía reproducir el color de las paredes como si fuera una antigua escultura.

—Creo que no entiendo su pregunta —respondí.

—¿Por qué no se fue con todos los demás? —Me miraba fijamente y creo que se dio cuenta de que yo estaba confusa—. Ellos se llevaron a todos —agregó.

—¿Quiénes? —le pregunté con énfasis—. ¿Quién se llevó a toda la gente?

Reaccionó como si fuera una pregunta tonta y tomó la botella.

—Imagino que no podíamos pretender evacuar al cien por cien. ¿Dónde estaba usted? ¿En una mina bajo tierra? ¿En la cima de una montaña sin intercomunicador?

Cuando se lo dije, suspiró de tal modo que parecía que yo hubiera cometido una indiscreción. Tenía el cuello del uniforme abierto y usaba una chaqueta liviana que seguramente no tenía regulación contra el frío. Su cabello lacio y sus rasgos le daban aspecto de comerciante o negociador, más que de guerrero. Su voz se suavizó.

—¿Cómo se llama?

—Lee —respondí—. Kindrel Lee.

—Bueno, Kindrel, hemos estado evacuando Ilyanda estas dos semanas. Los últimos se fueron ayer por la mañana. Por lo que sé, solo quedamos aquí usted y yo.

Volvió a prestar atención al monitor.

—¿Pero por qué? —pregunté sintiendo una mezcla de confianza y temor.

Su expresión me desoló. Después de un momento tecleó algo.

—Se lo voy a mostrar.

Una de las pantallas (tuve que mover la botella para ver mejor) mostraba varios anillos concéntricos alrededor de los cuales brillaban unas luces de radar.

—Ilyanda está en el centro. O más bien, la Estación. La extensión es de aproximadamente medio billón de kilómetros. Allí se ve la flota de los mudos. Las naves principales y los cruceros. —Respiró profundamente y exhaló el aire con lentitud—. Lo que está sucediendo, señorita Lee —continuó—, es que la Armada se encuentra a punto de mandar al infierno a esos hijos de puta.

Su mandíbula parecía rígida, y los ojos le brillaron extrañamente.

—Por fin. Hace mucho tiempo que lo esperábamos. Nos han perseguido desde hace más de tres años. Pero hoy es el día. Hoy ganamos. —Levantó el vaso vacío hacia el cielo, como saludando.

—Me alegro de que pudieran evacuar a la gente —dije con timidez.

—Sim no lo habría podido hacer de otro modo —musitó, moviendo la cabeza hacia mí.

—Nunca pensé que la guerra llegaría aquí. —Apareció otra señal en la pantalla—. No lo entiendo —comenté—. Ilyanda es neutral. No creí que fuéramos partidarios de pelear.

—Kindrel, no hay neutrales en esta guerra. Lo único que usted ha hecho es dejar que los demás peleen en su lugar. —Su voz no parecía demasiado amable.

—¡Ilyanda está en paz! —exclamé con énfasis un tanto académico. Lo miré a los ojos esperando que reaccionara, pero solo hubo odio de su parte—. O al menos lo estaba.

—Nadie está en paz —replicó—. Hace tiempo que nadie está en paz. —Hablaba con dureza, con los dientes apretados.

—Están aquí —observé—, porque usted está aquí, ¿no?

—Sí —respondió con una sonrisa—. Nos buscan. —Se apoyó en el respaldo de la silla con la mano bajo el mentón y me miró riéndose—. ¡Usted se atreve a juzgarnos! ¿Sabe? La gente es increíble. ¡La única razón por la que usted no está muerta o encadenada es que durante todo este tiempo nosotros hemos estado muriendo y combatiendo para que usted tuviera la oportunidad de dar una vuelta en su maldito bote!

—¡Dios mío! —exclamé recordando el remolcador perdido—, ¿por eso no llegó el transporte?

—No se preocupe por eso —respondió—. No iba a venir nunca.

—Se equivoca —protesté, meneando la cabeza—. Lo escuché en la radio, en cuanto cayó la medianoche. Estaba previsto que llegara según el horario.

—No iban a venir —me repitió—. Hemos hecho todo lo posible para que las cosas parecieran normales.

—¿Por qué? —pregunté.

—Usted tiene el consuelo de saber que vamos a cambiar el rumbo de la guerra. ¡Vamos a herir de muerte a los mudos por fin! —Le brillaban los ojos, me daba miedo.

—Usted los trajo hasta aquí.

—Sí. —Hablaba con seguridad—. Los trajimos hasta aquí. Los atrajimos al infierno. Ellos piensan que Christopher Sim está en la estación espacial y lo quieren capturar. —Se llenó el vaso de nuevo—. Sim nunca tuvo el suficiente poder de fuego para hacer esta guerra. Todo el tiempo ha estado tratando de sostener una armada con unas pocas docenas de fragatas ligeras. —La cara de Olander se desencajó; tenía un aspecto horrible—. Pero hizo lo que tenía que hacer con esos hijos de puta. Cualquier otro se habría dado por vencido desde el principio, pero Sim no. A veces me pregunto si es humano.

O si lo eres tú
, pensé yo. Mis dedos rozaron el láser.

—Tal vez sería mejor que te fueras —dijo en voz casi inaudible.

No hice movimiento alguno.

—¿Por qué aquí? ¿Por qué Ilyanda?

—Tratamos de elegir un sistema donde hubiera poca gente, así resultaría fácil evacuarlo.

Susurré algo obsceno.

—¿Se hizo por votación o fue solo por cumplir las órdenes de Sim?

—Por todos los diablos —susurró—. No tienes la menor idea de lo que pasa, ¿verdad? En esta guerra ya han muerto más de un millón de personas. Los mudos quemaron Cormoral y se apoderaron de la Ciudad del Peñasco y del Lejano Mordaigne. Han atacado una docena de sistemas y toda la Frontera está al borde del colapso. —Se frotó la boca con el reverso de la mano—. No les gustan los humanos, señorita Lee, y creo que no quieren que sobrevivamos.

—Nosotros comenzamos la guerra —objeté.

—Eso se dice fácil. No sabes lo que pasaba. Pero ahora ya no importa. No es momento de hilar fino. La matanza no se detendrá hasta que hagamos volver a esos hijos de puta al lugar de donde vinieron. —Miró la pantalla que daba información acerca del momento presente—. Ahora están cerrando la Estación. —Se le contrajeron los labios en un gesto de venganza—. Una parte considerable de la flota está a la vista. Y llegan más naves continuamente. —Sonrió con malevolencia. No recuerdo haberme visto frente a frente con nadie tan perverso. Disfrutaba de verdad.

—Has dicho que Sim no tenía suficiente poder de fuego.

—No lo tiene.

—¿Entonces cómo…?

Una sombra cruzó su cara. Dudó y miró hacia los monitores.

—Los que protegían la estación se han ido —dijo—. No, no hay nadie más que nosotros aquí, aparte de un par de destructores automáticos. La estación está abandonada. —El parpadeo de las luces de la pantalla se había incrementado. Algunas se movían en el anillo interior—. Todo lo que ellos pueden ver son los destructores y lo que supondrán que es el
Corsario
en la dársena con su escotilla abierta. Y los hijos de puta mantienen la distancia. ¡Pero no importa!

—¡El
Corsario!
—exclamé—. ¿La nave de Sim?

—Para ellos es un momento importante. Piensan que están a punto de capturarlo y de ganar la guerra. —Se puso a observar los gráficos.

En ese momento pensé seriamente en seguir su consejo de marcharme, tomar el
Meredith
e irme al hemisferio sur. Hasta que las cosas se aclararan.

—Los destructores están actuando —observó—. Pero no para detener a los mudos.

—¿Para qué entonces?

—Tenemos que ofrecer alguna resistencia; no dejarlos pensar demasiado.

—Olander —pregunté—, si vosotros no tenéis naves allí, ¿qué es todo esto? ¿Cómo espera Sim detenerlos?

—No será él quien los detenga, seremos tú y yo, Kindrel. ¡Les vamos a causar tanto daño a los mudos esta noche que los bastardos no la van a olvidar nunca!

De pronto dos monitores se pusieron en blanco. Las imágenes se convirtieron en remolinos de caracteres parpadeando frenéticos. Él se inclinó hacia delante, espantado.

—Han atacado la Estación.

Se me acercó con un gesto amable, pero yo me aparté.

—¿Y qué se supone que vamos a hacer ahora?

—Kindrel, vamos a detener la salida del sol. —Me pareció una expresión confusa y se lo dije—. Vamos a atraparlos a todos. Todo lo que tenemos aquí, todo el espacio exterior al anillo de medio billón de kilómetros será incinerado. Si ellos se percatan de lo que está sucediendo y despegan rápido, tendrán una oportunidad. —Miró hacia el ordenador. Una lámpara roja brillaba en el teclado—. Tenemos un viejo buque tirolés cargado con antimateria. Espera una orden mía.

—¿Para qué?

Como cerró los ojos, no pude leer su expresión.

—Para materializarse en tu sol. —Dejó las palabras flotando en el aire pesado—. Vamos a insertarlo en el corazón del sol. —Un hilo de sudor resbaló por su mejilla—. Creemos que el resultado será… —hizo una pausa y sonrió— moderadamente explosivo.

Yo casi podría haber creído que no había mundo más allá de este bar. Nos habíamos sumido en la oscuridad, Olander, yo, los monitores, la música de fondo y las ninfas de piedra.

Todos.

—¿Una nova? —pregunté. Mi voz era casi inaudible—. ¿Tratáis de inducir una nova?

—No, no es una nova de verdad.

—Pero el efecto…

—Es el mismo. —Se le veía completamente satisfecho—. Es una técnica revolucionaria. Uno de los mayores avances en la navegación. No es fácil lograrlo, ¿sabes? Nunca se ha hecho hasta ahora.

—Vamos, Olander —estallé—, ¡no me querrás hacer creer que un tipo sentado en un bar va a hacer volar un sol!

—Lo siento. —Su mirada se tornó extraña, desconcertada, como si hubiera olvidado dónde estaba—. Puede que tengas razón —dijo—. Nunca se ha probado. Así que realmente no sé si saldrá bien. Era demasiado caro hacer la prueba.

Traté de imaginar Punto Edward envuelto en llamas, entre mares hirvientes y bosques ardiendo. Era la ciudad de Gage, donde habíamos explorado angostas calles y viejas librerías, donde nos habíamos perseguido el uno al otro a través de playas bañadas por la lluvia y confiterías iluminadas con velas. Y desde donde por primera vez fuimos al mar. Nunca olvidaría su aspecto la primera vez que volvimos a casa, un diamante brillante y rígido contra el horizonte. Mi casa. Siempre sería mi casa.

Y fijé la vista en Olander con una mirada de pronto borrosa, tal vez consciente por vez primera de que yo había vuelto a Punto Edward con la intención de abandonar Ilyanda.

—Olander, ¿te dejaron aquí para hacer esto?

—No. —Negó con energía con la cabeza—. Se suponía que se iba a hacer automáticamente cuando los mudos se acercaran lo suficiente. El disparador estaba conectado a los sensores de la Estación. Pero los mudos lograron interrumpir las funciones de control y comando. No podíamos estar seguros…

—¡Por eso te dejaron a ti!

—¡No! Sim nunca lo habría permitido si lo hubiera sabido. Él tiene confianza en los controles y en los ordenadores. Los que sabemos un poco más de aparatos no. Así que me quedé, desconecté el disparador y me lo traje aquí.

—Dios mío, ¿de verdad piensas hacerlo?

—Funciona mejor de esta manera. Podemos capturar a los hijos de puta en el momento más oportuno. Se necesita a un humano para juzgar el momento oportuno. Una máquina no es lo suficientemente buena para hacerlo a la perfección.

—Olander, ¡estás hablando de destruir un mundo!

—Ya lo sé. —Le tembló un poco la voz—. Ya lo sé. —Sus ojos encontraron los míos por fin. Tenía el iris azul y el reborde muy blanco—. A nadie le gusta que sucedan estas cosas, pero estamos entre la espada y la pared. Si no actuamos, no habrá futuro para nadie.

Seguí hablando, pero tenía la atención fija en el teclado del ordenador, en la tecla "ejecutar", más larga que las otras y levemente cóncava. El láser estaba frío y rígido contra mi pierna.

Se bebió lo que le quedaba de vino y arrojó el vaso hacia la oscuridad. Se rompió.


Ciao
—dijo.

—La nova —murmuré pensando en los amplios mares del sur, los bosques inexplorados, las enigmáticas ruinas y en los miles de personas, para quienes, como para mí, Ilyanda era su hogar. ¿Quién la recordaría cuando ya no estuviera?—. ¿En qué os diferenciáis de los mudos?

—Me imagino cómo te sientes, Kindrel.

—No creo que tengas ni idea de cómo me siento.

—Sí, lo sé con exactitud. Yo estaba en Melisandra cuando los mudos quemaron Cormoral. Los vi amenazar Pelian. Estaban irritados con los pelianos; de modo que les dispararon a algunas personas, personas como tú, que no se metían con nadie. ¿Sabes lo que es Cormoral ahora? No habrá nada vivo allí en diez mil años.

La silla de uno de nosotros, la mía, la de él, no sé, rayó el piso; el sonido hizo eco en el bar.

—¡Cormoral y los pelianos fueron aniquilados por sus enemigos! —Me sentía fuera de mí, muerta de miedo, aterrorizada. Bajo la mesa, fuera de la vista, mis dedos trazaban la silueta de un arma—. ¿No se te ha ocurrido pensar —le pregunté del modo más razonable que pude— lo que va suceder cuando los mudos vuelvan a su casa y nosotros a pelearnos unos con otros, como de costumbre?

—Ya lo sé —convino—. Es un riesgo muy grande.

—¿Riesgo? —Señalé con un dedo tembloroso el equipo—. Eso es más peligroso que media docena de invasiones. Por el amor de Dios, vamos a sobrevivir a los mudos. Sobrevivimos a las edades de hielo y a la era nuclear y a las guerras coloniales y nos aseguraremos de deshacernos de esos hijos de puta de una forma u otra. Pero eso que tienes frente a ti, no, Matt, no lo hagas. Sea lo que fuere lo que trates de conseguir, el precio es demasiado alto.

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