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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (32 page)

—¿Me puede decir dónde se encuentra el deslizador? —Y después de una pausa—: Señor, no se permite a los huéspedes ir al área de los hangares.

—Desde luego —dije.

Había una advertencia en la puerta: «Únicamente personal autorizado». Empujé la puerta y entré en una amplia cueva que creo que no me habría parecido tan grande de haber visto alguna pared. Estaba iluminada tan solo por una hilera de lámparas amarillas que ardían tenuemente en la penumbra.

Mientras trataba de situarme se abrió una puerta en el techo y entró un vehículo al hangar. Sus luces de navegación se deslizaron a través de varias filas de vehículos estacionados. Tuve una visión panorámica breve antes de que las luces se apagaran. Pero los magnetos del deslizador siguieron activos y el bulto oscuro se deslizó a nivel del suelo y aceleró. Sentí una ola de aire frío cuando pasó por mi lado a alta velocidad.

Mi propio vehículo aéreo era verde y amarillo, una combinación odiosa, pero fácil de ver a corta distancia.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, di unos pasos cautelosos hasta la puerta y doblé a la izquierda hacia un lugar que tenía un poco más de iluminación en esa dirección.

Llegó otro deslizador a la pista, con sus luces encendidas. Traté de aprovecharlas para mirar alrededor, pero las lámparas se apagaron casi inmediatamente. Luego aceleró y se ubicó en uno de los corredores formados por máquinas estacionadas. Pasé junto a un pequeño bus aéreo y me interné en el hangar.

Allí parecía haber tres pistas. Los vehículos llegaban a una velocidad alarmante. Nunca había suficiente tiempo para organizar mi búsqueda durante los pocos segundos de iluminación que cada uno me proporcionaba. Esa noche me hice experto en la localización de luces móviles y formulé la ley de Benedict: «No hay dos vehículos seguidos cuyas luces señalen la misma dirección». Al final, solamente me confundían.

Además, una vez que habían llegado a tierra, los deslizadores, perdidos en la oscuridad, se movían a alta velocidad. Pasé un mal rato: me tropecé con los vértices de las alas y las junturas de las colas, me lastimé una rodilla y caí de bruces.

Un rato después estaba arrodillado frente a un deslizador cuando escuché que sus magnetos se activaban. Me lancé violentamente hacia un costado mientras el aparato salía hacia delante.

Un ala me rozó y me derribó.

Para entonces empezaba a sentir cierto recelo, y seguía sin distinguir la salida. Pensé en llamar a la oficina de servicios. Ya iba a hacerlo, a mi pesar, cuando vi un fuselaje amarillo y verde.

Agradecido, me introduje aprisa en la cabina y llamé a Chase para decirle que el transporte llegaría unos minutos más tarde.

—Bueno —respondió—. ¿Algún problema?

—No —mascullé—. Estoy muy bien. Hubo un problema con el deslizador. No cortes hasta que esté seguro de que funciona.

—¿«Seguro de que funciona»? —dijo escépticamente—. Mejor tomo un taxi.

He pensado muchas veces, desde entonces, que esa fue mi oportunidad de solucionarlo todo. Lo que debí haber hecho desde el principio. Lo que ni tuve en cuenta. Pero para entonces ya había hecho demasiado como para decidirme por lo obvio.

Hay que trabajar de firme para desconectar el sistema de respuestas de un deslizador sin ser advertido. En ese aparato odioso que yo tenía, era necesario quitar una cubierta de plástico y teclear en una pantalla. Bastante simple, pero había que hacerlo conscientemente, con intención.

¿Cómo había sucedido?

Descuido de los empleados, presumiblemente. Un poco raro, ya que los empleados no entraban en los vehículos a menos que hubiese algún problema; lo que significaba que había un problema. Me juré a mí mismo no darles propina.

Encendí los sistemas, disfruté de la súbita corriente de aire tibio en el compartimento, verifiqué las instrucciones en el tablero y controlé el encendido de los magnetos. El vehículo se elevó del piso, esperó a que pasara otro, tomó el corredor, aceleró, se detuvo, haciendo que sufriese una sacudida y me incrustase el arnés, y subió verticalmente por una pista de salida.

Trepé hasta la cima y bajé hasta el área de aterrizaje. Salí y reencendí el sistema de teleguía en la parte alta del hotel de Punto Edward.

—Va en camino —le dije a Chase por el intercomunicador. Lo vi elevarse más y acelerar hacia el mar.

—Muy bien —me respondió—. Tengo hambre.

Subió con sus luces fulgurantes contrastando con el cielo cubierto de nubes grises. Giró hacia el sur y se lo tragó la noche.

—Va a haber tormenta —informé a Chase media hora más tarde desde el bar del hotel—. A lo mejor quieres vestirte adecuadamente.

—No querrás que camine a través de un montón de nieve.

—No, pero el Peñasco está alejado, desprotegido.

—Bueno.

Estaba sentado en una silla acolchada. El piso estaba tapizado de alfombras gruesas y la ventana que daba al océano tenía pesadas cortinas de color gris oscuro. Las paredes estaban decoradas con patrióticas obras de arte de la era de la Resistencia. Las fragatas y las naves se recortaban sobre superficies lunares y las madres valquirias se yuxtaponían a los retratos de sus hijos.

—Está hermoso afuera.

—Bien. —Pausa—. ¿Alex?

—¿Sí?

—Me he pasado el día pensando en la antimateria, en las unidades armstrong y demás. Pensamos que el relato de Kindrel podría ser cierto porque podría haber un arma solar. Pero hay otra posibilidad. Tal vez el relato fuera cierto, y el mentiroso fuera Olander.

Lo consideré. No había razón por la que pudiera rechazar la idea. Aunque me incomodaba un poco.

—Sabes cómo era Kindrel Lee —continuó Chase—. Imagínate a Olander sentado en el bar, probablemente deprimido, y que de pronto llega ella. ¿Qué mejor para un hombre que darse una importancia exagerada?

—No conocía esa parte de ti —observé.

—Lo siento. No es un insulto feminista. Es más o menos como son las cosas. Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

—Claro.

—Acaba de llegar el deslizador. Te veo en un momento. —Cortó.

El viento soplaba ahora más fuerte, y los copos golpeaban la ventana.

Llegó por fin la tormenta, que se hacía cada vez más intensa. Llamé a la oficina y reservé dos habitaciones para esa noche. No porque el tiempo representara algún inconveniente serio para los viajeros. Los deslizadores eran vehículos resistentes y, mientras el piloto estuviera en automático, no había nada que temer. Pero yo estaba entusiasmado con la idea de pasar una noche en el Peñasco de Sim.

Disfrutaba del vino tinto de Ilyanda, perdido en mis pensamientos, cuando una mano me tomó del hombro y una voz conocida exclamó:

—¡Por Dios, Alex!, ¿dónde estabas? —Era la voz de Quinda Arin, que se hacía más reconocible a medida que hablaba—. Te he buscado por todas partes. —Tenía nieve en el cabello y en los hombros de la chaqueta. Le daban escalofríos y le temblaba la voz. Se hallaba conmocionada.

—Quinda —le dije—, ¿qué
diablos
haces aquí?

Palideció.

—¿Dónde está tu deslizador?

—¿Por qué? —Me levanté, tratando de ayudarla a sentarse, pero me apartó impaciente.

—¿Dónde está el deslizador? —preguntó enfáticamente en un tono de amenaza.

—En algún lugar sobre el océano, creo. Va a traer a Chase Kolpath desde Punto Edward.

Dijo una palabrota.

—¿Esa es la mujer que te has traído? —Me miró a los ojos con gesto salvaje, atemorizador—. Tienes que ponerte en contacto con ella. Decirle que salga del deslizador. Y mantener a todos alejados de él también. —Tenía problemas para hablar y para respirar. Se le desorbitaban los ojos y se limpiaba el sudor con la palma de la mano.

—¿Por qué? —le pregunté con una frialdad creciente—. ¿Qué es lo que está mal? ¿Qué pasa con el deslizador?

—No te aflijas. —Meneó la cabeza, se levantó como para irse, miró alrededor y se volvió a sentar—. Hay una bomba a bordo.

Apenas pude oírla. Pensé que la había entendido mal.

—¿Cómo?

—¡Una bomba! Sácala de allí, por el amor de Dios. Llámala. Sácala de ese artefacto. Envíalo a cualquier lado, lejos de todos.

—Quizá ya sea demasiado tarde. —Yo reaccionaba con lentitud: no acababa de comprender el alcance de la situación. Quinda estaba de pie, ansiosa por ir a algún lado, queriendo hacer algo—. ¿Cómo sabes lo de la bomba?

Su cara se había demudado. Era una máscara blanca, helada.

—Yo la puse allí. —Miró su intercomunicador—. ¿Cuál es el código de ella? La llamaré yo misma. ¿Por qué no te registraste en la red al venir aquí para que se te pudiera encontrar?

—Nadie nos conoce en este mundo —respondí—. ¿Por qué diablos íbamos a firmar? —Abrí el canal y susurré el nombre de Chase en mi propia unidad.

Inmediatamente escuché el ulular del viento contra el aparato. Chase me saludó.

—Alex, te iba a llamar. Pídeme una chuleta y patatas. Llegaré en veinte minutos.

—¿Dónde estás?

—A mitad de camino —respondió con divertido aire de misterio—. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Ha llegado alguien?

—Aquí está Quinda.

—¿Quién?

—Quinda Arin. Dice que hay una bomba a bordo.

Más viento.

—Al diablo con lo que dice.

—Es cierto —insistió Quinda, que estaba en la línea—. Está adherida a uno de los patines. Puede explotar en cualquier momento.

—Joder. ¿Quién eres, querida?

—Escucha, lo siento. No suponía que fuera a suceder esto. —Yo pensé que se estaba volviendo loca. Se le saltaron las lágrimas, pero se le fue el temblor—. Está ahí, Kolpath. ¿Puedes verla?

—¿Estás de broma? ¿En esta cosa? Hay tormenta de nieve. Escucha, estoy a veinte minutos. ¿Esto va a explotar ya o tengo tiempo?

Quinda indicó que no con la cabeza. No que no hubiera peligro inmediato, pero tampoco ninguna certeza, ninguna promesa.

—Tendría que haber explotado hace una hora. ¿No hay posibilidad de que bajes y te deshagas de ella?

—Un momento. —Oí que Chase se movía en la cabina, chocaba con la cubierta, decía palabrotas por lo bajo. La abrió y el viento entró de lleno. Volvió al intercomunicador sin aliento—. No voy a bajar ahí. —La voz denotaba pánico—. ¿Cómo la pusieron? —interrogó en tono áspero.

Traté de imaginarme el deslizador. Había un trecho largo desde la cabina hasta las alas. Por lo tanto ella habría tenido que bajar quizá dos metros hasta los patines. Y hacer todo esto en medio de una tormenta.

—¿Y qué pasa si detienes el deslizador? ¿Puedes mantenerlo derecho?

—¿Y qué tal si tú subes hasta aquí y trepas a los patines? Por otra parte, ¿quién es esa mujer? ¿A quién de los dos quería matar?

—Tiene que deshacerse de la bomba —intervino Quinda—, o salir del deslizador.

—Escuchad —dijo Chase—. Voy a usar el control manual y a dirigirme a la cima. Tendréis que ir a buscarme. Pero rápido. Cuando baje, trataré de alejarme lo más posible de este artefacto. Por si eso fuera poco, me muero de frío.

—¿A qué distancia de la costa estás?

—A tres kilómetros aproximadamente.

—Está bien, Chase. Hazlo. Pero mantén tu intercomunicador encendido. Vamos de camino.

—No puedo creer que hayas hecho esto —le recriminé.

Quinda daba órdenes a su deslizador para que nos viniera a buscar. Se contuvo hasta que hubo terminado. Después se volvió hacia mí, furiosa.

—Tú, imbécil malnacido, te lo has buscado. ¿Qué derecho tenías de husmear y tratar de llevártelo todo? ¿Y de ir a parlotear con los malditos mudos? Tienes suerte de estar vivo. Ahora vamos. Ya tendremos tiempo de discutir. —Estábamos los dos de pie—. ¿Quieres hacer algo constructivo? —continuó—. Llama a la patrulla. Y dile a Kolpath que active su señal. —Le costaba controlar la voz—. Nunca quise que nadie resultara lastimado, pero creo que me equivoqué.

Notifiqué la situación a la patrulla. No me creían.

—¿Quién coño —dijo la voz del oficial en la radio— ha puesto una bomba en el transporte? —Quinda me miraba—. En camino —murmuró—. No tenemos nada inmediato. Tardaremos un rato; quizá cuarenta minutos.

—No disponemos de cuarenta minutos —le informé.

—Alex —comentó Quinda mientras íbamos con rapidez hacia el punto de encuentro—, lamento no haberme dirigido directamente a ti. Lamento también que seas tan idiota. Pero ¿por qué diablos no te ocupaste de tus propios asuntos? ¡Voy a terminar matando a alguien antes de que esto termine!

—Eras tú todo el tiempo, ¿no? Tú la que te llevaste el archivo, tú la que dejaste la simulación cargada, ¿no?

—Sí —respondió—. ¡Qué vergüenza que no te hayas dado cuenta antes!

Era demasiado. Creo que, de haber tenido tiempo, la habría estampado contra una pared. Pero tal como iban las cosas teníamos mucho que hacer.

—¿Dónde está tu deslizador?

—En camino.

—Dios nos ampare, Quinda. ¡Si le pasa algo, te voy a arrojar al océano!

Llegamos enseguida al lugar. Había una sala de baile acordonada en el límite norte. La cuerda era flexible, de unos doce metros de longitud. Tiré de ella y la enrollé mientras ascendíamos por la pista hacia la cima.

La nieve caía pesadamente sobre los senderos. Nos detuvimos frente a una línea. La gente estaba allí de pie, con la cabeza baja por la tormenta y las manos hundidas en los bolsillos de sus sacos térmicos.

Quinda se alzó el puño de la chaqueta y miró el reloj.

No había rastro del hangar desde las pistas de aterrizaje. Vimos que una nave se elevaba por encima de los árboles y flotaba en dirección nuestra. Más arriba se desplazaba un grupo de deslizadores que llegaban, esperando su turno para bajar.

Un bus aéreo aguardaba.

—Esto no va a ir bien —aseguró mirando ansiosamente alrededor.

—¿Dónde se suponía que iba a estallar?

—En el hangar. Pero algo salió mal.

—¿Otra advertencia? —Me miró. Es la única vez en la vida en que recuerdo haber visto violencia en los ojos de una mujer—. Quinda, ¿por qué desconectaste el automático?

—Para evitar que alguien lo usara —respondió con suavidad—. ¿Quién se iba a imaginar que irías allí a tocarlo todo?

—¿Qué hace detonar la bomba?

—Un temporizador. Pero o no fue bien instalado o está fallando. No lo sé.

—Maravilloso.

La tormenta nos golpeaba. De pronto, me sentí completamente cansado.

—¿No tienes idea —me preguntó Quinda— del riesgo que estás corriendo? ¿Del riesgo que nos estás haciendo correr?

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