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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (24 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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—Nada de esto merece asumir el riesgo de ser asesinado —dije.

Jacob permanecía en silencio.

—Es lo más seguro. —Chase asintió después de un largo intervalo. Parecía decepcionada.

—Bueno, ¿qué quieres que haga? —pregunté—. Ni siquiera sé quiénes son los hijos de puta. ¿Cómo puedo protegerme de ellos?

—No puedes.

Todo quedó en silencio después de eso.

Chase se puso a mirar por la ventana y yo me llevé la mano a la cabeza tratando de parecer agobiado.

—Es una lástima que esos bastardos se salgan con la suya —comentó ella.

—Alguien —agregó Jacob— debe de pensar que estás sobre la pista correcta. —Sonaba un poco reprensor.

—¿Alguien sabe algo de esto? —pregunté señalando el cristal donde estaban cargados los simuladores—. ¿Cómo se reprograma uno de esos escenarios? ¿Qué clase de experiencia hay que tener?

—Moderada, creo —respondió Jacob—. No solo se necesita reescribir el programa básico sino también efectuar una disyunción que bloquee el paquete primario de respuestas del monitor, que apunta a garantizar la seguridad del participante. Y sería también necesario desconectar una serie de sistemas de precaución grabados. Un equipo casero apropiado podría hacerlo.

—¿Tú podrías?

—Oh, sí, con bastante facilidad.

—De modo que alguien, probablemente de la biblioteca, supo qué escenarios habíamos copiado. Después adquirió un equipo de duplicación, lo reprogramó en este cristal y lo sustituyó.

Chase cruzó las piernas y mantuvo los ojos entornados.

—Podríamos investigar en la biblioteca y averiguar quién más está interesado en esta clase de escenarios. Nadie tendría por qué enterarse.

—No es mala idea —agregué yo.

—Yo me he adelantado, Alex. Un conjunto idéntico de escenarios fue solicitado hace dos días.

—Bueno —dije yo malhumorado—. ¿Por quién?

—El registro decía que por Gabriel Benedict.

A la mañana siguiente, Jacob me comentó que había estado leyendo sobre Wally Candles, y que había encontrado cierta información durante la noche.

—Él escribía los prólogos de todos sus libros. ¿Lo sabías?

—Tenemos, o teníamos, los cinco libros aquí-observé—. No recuerdo ningún prólogo.

—Eso se debe a que son extremadamente largos, casi tanto como los mismos libros, por lo que nunca se los incluye con los propios volúmenes. Pero fueron compilados y anotados por Armand Jeffries, un estudioso de Candles.

Disfrutaba en ese momento de la tibieza de las vendas termales de mis costillas.

—¿Qué es lo que has encontrado? —pregunté.

—Me crucé con la descripción que había de la reacción en Khaja Luan después de la ocupación de la Ciudad del Peñasco. Hay un retrato interesante de Leisha Tanner en acción. Se ve que era una mujer de gran coraje.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas que ella menciona las multitudes? Aparentemente ella no fue una mera espectadora. Tengo el material dispuesto, si quieres verlo.

—Por favor.

—¿En pantalla?

—Léemelo, Jacob.

—Sí. —Hizo una pausa—. Hay bastante sobre la situación política.

—Eso lo veremos luego. ¿Qué dice de Tanner?

—La noche después de que se enteraran de que la Ciudad del Peñasco había sido tomada, Candles estaba observando una manifestación intervencionista en el campus, a una prudencial distancia.

Usaban el pórtico de enfrente del comedor como escenario. Siete u ocho personas estaban sentadas en ese lugar, todas se sentían ultrajadas y todas se preparaban a conciencia para hacer rodar cabezas en nombre de una causa justa. Marish Camandero hablaba. Es la jefa del departamento de Sociología. Es atractiva, de buena constitución, inteligente. La persona indicada para enseñar sociología.

Había unos doscientos manifestantes reunidos en la plaza. Eran ruidosos y activos. Habían traído su propia música, que era esencialmente estruendosa y chillona, y se empujaban sin cesar unos a otros. Hubo algunas peleas. Un joven parecía tratar de copular con un cerezo. Había botellas tiradas por todas partes.

Camandero estaba arengando sobre el tema de los mudos. La multitud estaba bastante enardecida.

En medio de esto, llegó Leisha. Se había dejado el sentido común en casa. Llegó junto a la retaguardia de esa multitud justo en el momento en que Camandero hacía el comentario de que la historia está repleta de los cadáveres de quienes no habían querido o no habían podido pelear.

La multitud lanzó un gruñido de aprobación.

Ella continuó en esa línea. Hablando de cómo la gente escondía la cabeza en la arena esperando que los mudos se fueran por arte de magia.

—Ahora es el momento —dijo— de unirnos a Christopher Sim.

Ellos repitieron el nombre y lo corearon; indefensa multitud cuyo mundo poseía poco más que un par de lanchas cañoneras.

Alguien reconoció a Leisha y gritó su nombre. Eso atrajo la atención de todos y el ruido se apaciguó. Camandero la miró directamente. Leisha, de pie junto a la multitud, sonreía de manera extraña. Camandero señaló en dirección a Leisha.

—La doctora Tanner entiende a los mudos mejor que nosotros —anunció con afabilidad burlona—. Ella ha defendido a sus amigos en público en otras ocasiones. Creo que aseguró hace menos de un año que nunca llegaría este día. Tal vez le gustaría decirnos que no tenemos nada que temer, ahora que ha caído la Ciudad del Peñasco.

El gentío todavía no la había localizado. Era su oportunidad: podría salir de allí, pero en cambio se quedó firme donde estaba. Era peligrosísimo lo que hacía: afrontar sola ese horrible sentimiento colectivo. Un contable enérgico los habría convencido de incendiar el Capitolio.

Leisha miró a Camandero, observó a su alrededor con cierta compasión, se encogió de hombros y caminó con paso firme hacia el pórtico. Creo que fue menos el acto mismo que su determinación lo que me estremeció. Aunque la multitud se apartaba a su paso, alguien arrojó una botella de cerveza en dirección suya.

Camandero levantó sus brazos en un gesto pacífico, solicitando a los espectadores calma y generosidad, aun con aquellos faltos de coraje.

Leisha caminaba con aristocrático desdén, digno de ver, pero daba algo de miedo. Subió los escalones que llevaban a la plataforma y se puso frente a frente con Camandero. Se hizo un silencio profundo.

Pude oír voces en el viento y el ruido de tránsito más lejos. Camandero era con mucho la más alta de las dos. Se miraron cara a cara. Entonces Camandero desenganchó el micrófono que tenía en el cuello y lo sostuvo en la mano de tal modo que Leisha debía estirarse para tomarlo.

El acto rompió cualquier ligazón física que las hubiera conectado.

—Estoy de acuerdo —dijo Leisha de modo claro y sorprendentemente amigable— en que estos son tiempos peligrosos. —Sonrió con dulzura y se dirigió a la audiencia. Camandero dejó caer el micrófono sobre la plataforma. Luego abandonó el escenario y pasó entre la multitud hasta llegar a la plaza. El micrófono quedó donde había caído. Leisha se adelantó—. La guerra está muy cerca —prosiguió—. Todavía no somos parte de ella, pero ha llegado el momento inevitable. —Se escucharon esporádicos hurras, que enseguida se apagaron—. Esta noche la ciudad se halla repleta de reuniones como la de aquí. Deberíamos detenernos a pensar… —Se escuchó una detonación en algún lugar y se oyeron más hurras—. A pensar en lo que significa la guerra. Hay fuera otras especies similares a la nuestra… —Eso produjo una reacción. Una persona gritó que no había nada en el universo que pudiera compararse a ellos; otros dijeron que los demás eran salvajes. Leisha, de pie, en silencio, esperaba para continuar. Cuando se callaron, habló con frialdad—. Piensan.

La multitud reaccionó de nuevo. Yo miraba alrededor buscando ayuda y preguntándome qué pasaría si ellos la sacaban de allí.

—Tienen un sistema ético —continuó ella—, ¡tienen universidades donde los estudiantes se reúnen en asambleas como esta y claman venganza sobre nosotros!

—¡Hoy se han vengado! —gritó alguien, y el aire se llenó de amenazas contra el Ashiyyur, contra las universidades y contra Leisha.

—Sí. —Leisha estaba visiblemente deprimida—. Supongo que sí. Perdimos unas pocas naves con sus tripulaciones. Sé que los mudos dispararon a alguna gente en tierra. Y ahora, por nuestra parte, no tenemos más remedio que derramar sangre.

La multitud elevó las antorchas.

—¡Zorra! —gritó alguien.

—¡Muy bien!

—Ya ha muerto un montón de gente. ¿Qué pasa con ellos?

Yo sabía la respuesta. Ya la había escuchado: «No le debemos nada a los muertos. Ellos no sabrán si nosotros permanecemos o no, si honramos o no sus nombres o si los olvidamos». Pero fue lo suficientemente prudente como para no decirlo.

—Todavía hay tiempo —dijo— para detener todo esto si realmente queremos hacerlo. O, si no, al menos podemos permanecer al margen. ¿Por qué la Resistencia no obtiene ayuda de Rimway? ¿O de Toxicón? ¡Esos son los sistemas que tienen flotas de combate! Si el Ashiyyur quiere de verdad asustarnos, ¿por qué no viene?

—Yo te voy a decir por qué no nos apoyan —tronó un hombre grueso que estaba haciendo el doctorado en literatura clásica—. Ellos quieren un compromiso real por nuestra parte. Nosotros estamos dentro del área de combate y, si no nos ayudamos a nosotros mismos, ¿por qué iban a arriesgar ellos a su gente?

La multitud lo secundó ruidosamente.

—Podrías tener razón —reconoció Leisha—. Pero la verdad lisa y llana es que Rimway y Toxicón desconfían mutuamente uno del otro mucho más que del Ashiyyur.

Yo me había acercado. No creo haber estado nunca más muerto de miedo que en esos momentos. Aunque había localizado alguna gente de seguridad entre el gentío, si esa muchedumbre se movía según su instinto, no había nada que hacer.

—Si verdaderamente quieren comprometerse en esta guerra —continuó Leisha—, deben saber a quién van a enfrentarse. Según lo que sé, Khaja Luan tiene un solo destructor. —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Esto es, compañeros, un destructor. Hay tres o cuatro fragatas que no combaten desde hace un siglo. Y hay unos pocos transbordadores, pero tendrán que pelear con piedras, ya que no cuentan con armamento. Como no tenemos posibilidad de fabricar buques de guerra, habrá que comprárselos a alguien. Vamos a tener que implementar un impuesto adicional hasta el final de la legislatura. Y vamos a tener que eliminar el presupuesto educativo. —Hizo una pausa y contempló al grupo de gente sentada detrás de ella. El más prominente de todos era Myron Marcusi, del departamento de Filosofía—. Estoy segura —dijo ella, sonriéndole furtivamente— de que el doctor Marcusi estará entre los primeros en apoyar todas las medidas que se tomen para recaudar dinero.

—¡Estupendo! —gritó alguien entre la muchedumbre.

Marcusi se puso en pie.

—No nos importa el dinero, doctora Tanner —aclaró, tratando de hablar fuerte sin lograrlo del todo—. Hay mucho más en juego que unas becas estudiantiles. Estamos hablando de vidas, y tal vez de la supervivencia humana, a menos que nos unamos contra el peligro común.

Finalizó con una especie de gruñido, pero fue aplaudido rabiosamente. Alguien comenzó a cantar, y otras voces se fueron agregando a la melodía. Leisha se quedó de pie observando, desolada. La canción crecía y llenaba la plaza. Era el antiguo himno de batalla de la Ciudad del Peñasco. El
Cóndor-ni.

Pasé los días siguientes en contacto con los archivos y las bibliotecas universitarias, buscando cualquier información disponible sobre Tanner. Por la noche, leía los libros de Rashim Machesney. Concerté una cena con Quinda y disfruté mucho. Por primera vez no pasamos la noche discutiendo acerca de la Resistencia. Varias noches después de mi paseo en el
Kudasai
, Chase me llamó para contarme que había encontrado algo. No podía decirme lo que era, pero parecía entusiasmada. No eran exactamente buenas noticias: yo tenía la secreta esperanza de ir a parar a un callejón sin salida para poder abandonar con la conciencia tranquila. Llegó una hora después trayendo un cristal; se la veía inmensamente complacida consigo misma.

—Aquí tengo —dijo sosteniendo el cristal— las cartas compiladas de Walford Candles.

—Es una broma.

—Hola, Chase —saludó Jacob—. La cena estará lista en media hora. ¿Cómo te gusta el bistec?

—Hola, Jacob. Vuelta y vuelta.

—Muy bien. Me alegro de volver a verte. Estoy ansioso por examinar lo que has traído.

—Gracias. He estado conversando con gente de los departamentos y bibliotecas de literatura de todo el continente. Esto estaba en los archivos de una pequeña escuela de Masakan. Fue compilado en el lugar, pero el editor murió y nadie lo publicó formalmente. Incluye un holo de Leisha Tanner enviado desde Milenio.

Milenio: la última entrada en las
Notas
de Tanner.

Inserté el cristal en el lector de Jacob y me senté. Se oscureció la sala y se formó la imagen de Tanner. Vestía una blusa fina y pantalones cortos. Era obvio que estaba en un lugar cálido.

—Wally —dijo ella—,
tengo malas noticias.
—Su mirada denotaba preocupación; parecía aterrada. La mujer que se había mantenido de pie en medio de la multitud de Khaja Luan estaba ahora casi abatida—.
Teníamos razón: Matt estuvo aquí después de la pérdida del Straczynski. Pero los dellacondanos están tratando de ocultarlo. He hablado a un par de personas que lo conocieron, y ninguna de ellas quiere hablar de él; o, si lo hacen, mienten. No les gusta, Wally, pero dicen que sí. Estuve hablando con una especialista en ordenadores, una mujer cuyo nombre es Monlin o Mollin o algo así. Cuando pude captarla, ya había bebido demasiado. Para entonces yo ya sabía que no debía sacar el tema de Matt directamente porque, cuando lo hacía, todo el mundo fingía no saber nada. De modo que llevé poco a poco la conversación con Monlin hacia un amigo común que ambas teníamos y que me la había mencionado alguna vez. Ella se mostró interesada pero, cuando nombré a Matt, perdió toda su compostura y se puso tan mal que rompió el vaso y se cortó la mano. Gritó, literalmente, que era un traidor y un hijo de puta y que ella misma lo hubiera matado con mucho gusto de haber podido. Nunca había visto una reacción así. Entonces, de pronto, como si alguien hubiera tocado un botón, ella enmudeció.

»A la mañana siguiente, desayunamos juntas. Me dijo que el alcohol le había hecho decir despropósitos. Dijo que le gustaba Matt, pero que en realidad no lo conocía demasiado. Que sentía lo de su muerte, etcétera. Esa noche se fue. Uno de los oficiales me dijo que había sido enviada a una misión temporal. No sabía adónde.

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