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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (13 page)

Por supuesto que todo en la comida era delicioso como siempre en el palacio y la tía Susana, horrible, quería, pero no iba por nada de este mundo, pedir la receta de tanta maravilla. Se había leído una biblioteca en libros de cocina y nunca había preparado nada igual, de cualquier manera sus hijos estaban mejor cuidados que los de Susan. En cambio Juan, su esposo, ya se había enterado de que todo eso venía del hotel Bolívar y, desde ahora en adelante, él también iba a pedir al hotel y que su mujer se fuera al diablo con sus recetas. «Delicioso, my duchesss», y trataba de ganar el primer lugar en la cola de a dos que formaba con el arquitecto. Los igualitos a Juan Lucas y Juan Lucas hablaban de unos terrenos estupendos, no muy lejos de Lima, y de las posibilidades de formar un nuevo club de golf. Al norteamericano también le interesaba el asunto y proponía reunión para mañana en Rosita Ríos, se estaba acriollando el gringo y, además de ser simpático, toleraba muy bien los picantes costeños. Ya en su viaje anterior había regresado a Nueva York con varias botellas de pisco, más unos huacos y, según contaba, dejó cojudos a sus socios allá con el pisco sauer. Todo el mundo quería la receta en Nueva York y todo el mundo quería invertir dinero en el Perú, si el gringo continuaba en ese plan y, además bastante fino, iba a ser uno de los primeros socios norteamericanos del Club Nacional. Y Susan tenía la oportunidad de practicar su exquisito inglés con Virginia, la esposa de Lester Lang III (el gringo pesaba de verdad), y así escapar momentáneamente a la persecución del arquitecto y Lastarria. Ninguno de los dos sabía inglés y no se atrevían a hacer el ridículo frente a la extranjera. Se quedaban esperando mientras Susan hablaba con ella y, si se demoraba, Lastarria partía la carrera hacia el grupo de Juan Lucas y los otros campeones, sonreía al llegar, alzaba y metía su copa entre el círculo para que le hicieran caso, por favor, y les juraba que iba a hacerse socio del Club. Lo terrible era cuando aparecía Susana buscándolo para decirle, por ejemplo, que no bebiera mucho vino blanco y que se cuidara con las espinas del pescado. Él la odiaba porque en los palacios no existen pescados con espinas, ¡qué horrible es, por Dios!, cualquier otro camino hubiera sido bueno para llegar hasta ahí sin ella, pero no había otro camino. Así pensaba Lastarria y por momentos hasta se acordaba de la casa vieja en el centro de Lima, viniéndose abajo, su madre trabajando para pagarle los estudios, pero en eso Susan estaba libre y él se inflaba, sacaba pecho, pechito y partía la carrera. Se tropezó con el arquitecto. Los del golf sintieron que se habían librado de un mal jugador.

Susan estaba pensando que el arquitecto debía tener una novia o algo y que en el futuro mejor que viniera con ella. Estaba muy excitado el muchacho y tal vez sería conveniente que no bebiera más. Hizo la prueba de decirle a Celso y Daniel que no le sirvieran más vino, pero fue inútil: cuando el azafate no venía al arquitecto, el arquitecto iba al azafate. Y volvía corriendo con la copa llena para no perderse un instante de Susan, la pasión de su vida. Y hubo vinos tintos franceses y postres y licores y el joven brillante dale y dale y adorando a Susan, ya no dejaba que Lastarria colocara una sola palabra. Quería bailar además, y pedía que subieran un poco la música, que no se escuchaba bien afuera, mientras iban saliendo todos a la terraza. Juan Lucas se enteraba de esas cosas sin verlas, por costumbre, por osmosis o por lo que fuera. Y tenía sus métodos; tantos años de vuelo le habían enseñado que nada era peligroso en esta vida. Susan vino a decirle que el arquitecto... pero él la cogió del brazo y ella lo adoró y quedó segurísima de que una vez más Juan Lucas resolvería el asunto alegremente cuando llegara el momento. Por ahora estaba hablando de un club de golf en Chile y de un ganado para engordar que traían de la sierra, más unas avionetas para una fábrica de harina de pescado, esto último a Lester Lang III le interesaba mucho. Bobby se había encargado de alzar el volumen del estereofónico y el arquitecto bailaba con Susan, para desesperación de Lastarria. Susana, horrible, trataba de no bostezar entre un grupo de mujeres que tenían o no hijos, pero que habían mantenido la silueta; sabía quiénes eran, sabía quiénes eran sus padres, quiénes sus esposos, pero no las había vuelto a tratar desde la época del Sagrado Corazón. La pobre no sabía qué hacerse entre ellas porque no querían recordar el colegio ni tampoco hablar de hijos que ya deberían estar acostados y no robándose el carro de la casa. Además ella no conocía al profesional argentino, el que había llegado hace poco en remplazo del otro, éste se quedaba más en su lugar, pero así empezó el anterior también y terminó casándose con la socia indicada y ya la gente empezaba a aceptarlo en lugares que no fueran el campo de golf, eran tremendos los profesionales argentinos. Muchas de esas mujeres usaban bikini todavía y se bañaban en la piscina del Club y salían retratadas en los periódicos, los lunes por la mañana. Susana se estaba preguntando quién llevaría esos hogares, quién se ocuparía de esos niños, cuando sabe Dios por qué alzó la cara y divisó a Julius, asomado por la ventana de su dormitorio. Su deber era avisarle a su prima.

El arquitecto de moda llevaba ya tres bailes al hilo con Susan y le estaba describiendo la casa que había soñado construir algún día, por ahí la quería hacer caer el muy ingenuo, despertando en ella el deseo de vivir juntitos en una casa de ensueño. «¿Se la imagina?», le estaba diciendo, cuando Susan notó que su prima la llamaba y aprovechó para sacárselo un rato de encima.

—Susan, Julius está despierto y son más de las once de la noche. Le puede hacer mucho daño trasnochar así.

—Darling, ¿qué haces allá arriba? —preguntó Susan, mirando hacia la ventana por donde se asomaba la cabecita de Julius.

—No puedo dormir, mami; mucha bulla.

Juan Lucas había advertido el asunto.

—Oiga, jovencito —dijo burlonamente—; ¿qué hace usted levantado a estas horas?

—Estoy mirando, tío.

—¿Quiere que le enviemos un whisky?

Julius no contestó, en todo caso no se oyó lo que dijo, pero la tía Susana fue terminante e insistió en que debería acostarse en el acto.

—Darling...

—Déjenlo que disfrute —dijo Juan Lucas—; por una noche qué importa.

La tía Susana, horrible, pensó que eso era todas las noches y ya tenía ganas de irse. El gracioso acento de Lester Lang III la contuvo.

—¿Cuántous fueroun las incas? —preguntó, mirando hacia la ventana donde se dibujaba el rostro de Julius.

Must revise my history. —Se había olvidado de sus presidentes el gringo.

Carcajada general de los que entendían inglés. De Lastarria también, empezaba a gustarle el norteamericano y se colocó a su lado y sacó pecho. Lang III no lo captaba muy bien y miró a Juan Lucas como preguntando quién es el del bigote. Juan Lucas le dijo que era un nuevo socio del Club y pariente suyo, Lastarria casi se derrite, con tal de que no se acerque Susana... Por suerte no se acercó, y pudo empinarse bien y sentir cómo lo iban aceptando, después de todo él también pesaba varios millones. Por matrimonio, claro.

Hacia la una de la mañana, el arquitecto de moda había ya desplazado la casa soñada hacia las playas del sur y la había construido sobre una colina, frente al mar.

—Para ti, Susan.

—Qué cosas dices, darling... Mañana te vas a sentir pésimo.

Pero él dale con bailar más, con tambalearse de un lado a otro, ya no tardaba en empezar a llorar de tanto que la quería a esa señora. Las amigas de Susan contemplaban la escena muertas de risa, aunque consideraban que ya se estaba poniendo un poquito pesado el muchacho y trataban de salvarla inventando cualquier pretexto para llamarla. Pero el arquitecto la seguía, venía también donde ellas y se les tambaleaba ahí delante, cómo harían para llevárselo a casa.

Ya bastante tardecito apareció Santiago y al verlo todos recordaron que se había robado el auto.

—A ver, mi amigo —dijo Juan Lucas, llamándolo.

—¿Qué pasa? —preguntó Santiago, entre sonriente y nervioso.

—Venga usted por acá, mi amigo.

Santiago se acercó atravesando entre los invitados. Juan Lucas lo cogió amistosamente por el brazo y se inclinó ligeramente. La tía Susana era toda expectativa, iba a morir de suspenso.

—¿Qué dictamina el juez? —preguntó uno de los del golf, muerto de risa.

—Tell us all about it, Santiegou. —De todo quería enterarse Lang III.

—Huele a whisky y está ecuánime. Además huele a perfume de muchacha. ¡Este muchacho sabe lo que hace!

Susan adoró a Juan Lucas y le hizo una seña por lo del arquitecto, mientras todos felicitaban a Santiago y le decían que se merecía un auto propio. Lester Lang III le invitó un cigarrillo y le prometió que para el próximo viaje a Lima traería a su hijo, tal vez para entonces quedaría una chica libre, a no ser que Santiegou... ¡Qué gringo simpático! Todo el mundo festejaba tanta simpatía, menos Susana Lastarria que buscaba a su marido para irse ya, mañana le tocaba salida al ama y cosas horribles por el estilo, delante de los del golf, él sacrificaría lo que quedaba de la noche con tal de que no se metiera con los del golf ni con Lester Lang III. Estaba fascinado con lo de III.

Arriba, Julius acababa de cerrar su ventana para volverse a acostar, a pesar de que sabía que el asunto iba a durar hasta las mil y quinientas y que el ruido le impediría dormir. Le extrañaba que Santiago no hubiera subido a acostarse; había desaparecido de la terraza antes de que él cerrara su ventana y sin embargo aún no subía. Hasta su cama llegaban las carcajadas de los hombres y la risa delicada de algunas mujeres. Reconocía la de su madre, se deleitaba escuchándola entre la música, pero poco a poco lo fue venciendo el sueño y ya no llegó a enterarse del fin de la reunión.

—Nos vamos... Nos vamos todos —decía Juan Lucas.

En realidad lo que pasaba es que el arquitecto ya estaba pesadito. Había llegado al estado en que juraba tener la casa sobre la colina, frente al mar, perfectamente amoblada para mañana por la mañana. Se caía, pero dale con bailar. Y Susan muerta de pena por el muchacho. Pero había llegado el momento de hacer algo con él. Juan Lucas, copa en mano y sonriente, se acercó y lo cogió amigablemente por el brazo.

—Amigo artista...

El arquitecto de moda oyó algo que le gustó, y volteó a mirarlo, tenía que hacerle una casa... Ese pensamiento o el que fuere se le mezcló con la casa soñada y quiso bailar de nuevo.

—Sí, sí... todos vamos a bailar, pero vamos a algún cabaret, algún lugar con más ambiente...

Le hizo una seña a Susan para que desapareciera y continuó ocupándose del artista. «Todos nos vamos; allá nos vamos a encontrar todos», le iba diciendo mientras lo conducía hacia la puerta del palacio. Afuera lo esperaba un taxi que Daniel se había encargado de llamar. El arquitecto se tambaleó hasta la puerta del auto, Juan Lucas lo ayudó a subir.

—Allá nos vamos a encontrar todos —le repitió, cerrándole la puerta antes de que preguntara por Susan.

El taxi se puso en marcha mientras el arquitecto se desmoronaba feliz en su asiento, segurísimo de que allá se iba a encontrar con ella.

Empezó a vivirse la última semana de vacaciones escolares. El verano estaba por terminar y no había más remedio que ocuparse del asunto de los uniformes. Como todos los años, por la misma época, Susan se dio cuenta de que había perdido la dirección de la costurera. Le alcanzaron el teléfono y marcó el número de su prima Susana.

—¿A qué hora se acostó Julius la otra noche?

Susan le dijo que se apurara, por favor, Juan Lucas no tardaba en llegar, tenían que salir con Lester y otros amigos. Susana se sabía la dirección de memoria, se la dio inmediatamente.

—Antes de que me olvide —añadió—, Juan quiere invitar a los Lang uno de estos días; ya les avisaremos para que vengan ustedes también.

—Sí... Juan Lucas va a estar encantado.

Susan colgó el teléfono y llamó a Santiago y a Bobby, para decirles que se quedaran en casa hasta que llegara la costurera, Carlos iba a recogerla después del almuerzo. Los dos protestaron.

—Sí, pero hay que quedarse —dijo Susan, con el tono bajísimo y dulce que empleaba cuando tenía que dar una orden que ella no hubiera cumplido por nada de este mundo.

Bajó a despedirse de Julius, que se aprestaba a almorzar, terminada su clase con la señorita Julia. Era su última semana con la señorita velluda. Lo tenía loco, a toda costa quería que llegara al colegio sabiéndolo todo. Estaba harto el pobre. Susan le dijo que tuviera paciencia, que ya no quedaban sino unos diítas; en seguida le dio un beso y desapareció porque Juan Lucas acababa de llegar para llevarla al Golf, allá se iba a reunir con los Lang para pasar el día juntos. Julius se quedó almorzando en compañía de la servidumbre. Desde el gran pleito de Chosica, Nilda y Vilma se habían estado llevando a las mil maravillas; sin embargo, él notó que esa mañana algo no marchaba entre ellas. La Selvática la miraba demasiado y la Puquiana como que no le daba cara. La aparición de Celso, trayendo al bebé de Nilda, lo hizo olvidar momentáneamente el asunto. Le faltaba mucho todavía para caminar, pero el mayordomo-tesorero lo traía sujeto de ambos brazos, obligándolo a dar unos pasitos casi en el aire con sus piernas chuequísimas. Fue la primera vez que el monstruito hizo algo que no fuera berrear, todos lo festejaron y el almuerzo volvió a adquirir su tono normal y diario. Celso y Daniel empezaron a discutir de fútbol. Uno quería que Julius fuera hincha del Municipal y el otro del Sporting Tabaco. Nilda intervenía gritando que no lo influenciaran, que era malo para el cerebro, que lo dejaran escoger sólito.

Por la tarde, Vilma y Julius se instalaron en el pescante de la carroza, para la diaria lectura de Tom Sawyer. Hoy nadie les iba a pedir silencio porque Carlos había ido por la costurera y la carroza estaba vacía. Sin embargo él apenas escuchaba la lectura, andaba muy preocupado con lo del colegio, quería imaginárselo, ¿cómo será?, estaba pensando, cuando el alarido de Nilda lo interrumpió, anunciando la llegada de la señora Victoria, la costurera.

Victoria Santa Paciencia, así la llamaban en el palacio, los saludó como siempre, comprobando que habían crecido un montón desde el año pasado. Continuó, como siempre, diciendo que la habían llamado tarde y que no tendría tiempo para hacerle dos uniformes a cada uno, en menos de una semana. Empezaría, pues, agrandando los del año pasado, para que Santiaguito y Bobby pudieran usarlos mientras tanto. Les rogó, temblorosa, que se pusieran los saquitos y ahí estaban los dos, furiosos, asándose de calor, culebreando porque picaba y ella, tiza en mano, señalando conforme medía.

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