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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

Siempre tuyo

 

Judith conoce accidentalmente a Hannes en el supermercado. Unos días después, él se presenta en su pequeña y exclusiva tienda de lámparas. Hannes es arquitecto, está en su mejor momento y es el yerno con el que cualquier suegra soñaría. También los amigos de Judith quedan seducidos de inmediato. Pero ¿por qué ella no es capaz de dejarse llevar y disfrutar de su nueva situación?

Daniel Glattauer

Siempre tuyo

ePUB v1.2

Mística & Enylu
18.07.12

Agradecimientos a preferido

Título original:
Ewig Dein

Daniel Glattauer, 2012

Traducción: Macarena González

Editor original: Mística & Enylu (v1.0 v1.2)

Corrección de erratas: Enylu

ePub base v2.0

Siempre tuyo

Fase
uno
1.

Cuando él entró en su vida, Judith sintió un dolor agudo que se pasó enseguida.

Él: —Perdón.

Ella: —No ha sido nada.

Él: —Con este gentío…

Ella: —Ya.

Judith le echó un vistazo a su cara como si fueran los titulares deportivos de cada día. Sólo quería hacerse una idea del aspecto que tiene alguien que le cercena a uno el talón un Jueves Santo, en la atestada sección de quesos. No se sorprendió mucho, era un hombre normal. Uno más, como todos los que estaban allí, ni mejor, ni peor, ni más original. ¿Por qué toda la ciudad tenía que comprar queso para Semana Santa? ¿Y por qué en el mismo supermercado y a la misma hora?

En la caja, él —otra vez él— estaba a su lado, depositando la compra sobre la cinta. Ella lo percibió gracias a la manga de una chaqueta de nobuk marrón rojizo, con su olor correspondiente. De su rostro se había olvidado hacía rato. No, ni siquiera lo había retenido, pero le gustaron los movimientos hábiles, precisos y a la vez ágiles de sus manos. En el siglo XXI aún sigue siendo un milagro que un hombre de cuarenta y tantos llene el carrito del súper, lo vacíe y embolse la compra como si ya lo hubiese hecho antes alguna vez.

En la salida ya casi no fue casualidad que él volviera a estar ahí, para sujetarle la puerta y brillar por su memoria fisonómica a largo plazo.

—Disculpas de nuevo por el pisotón.

—¡Ah!, ya lo había olvidado.

—No, no…, si yo sé que esas cosas pueden hacer un daño tremendo.

—No ha sido para tanto.

—Bueno, bueno.

—Ya.

—Pues entonces nada.

—Ya.

—Felices Pascuas.

—Igualmente.

A ella le encantaba aquella clase de conversaciones en el supermercado, pero con aquélla ya sería suficiente para siempre.

De momento, sus últimos pensamientos sobre él giraron en torno a aquel gigantesco racimo amarillo de entre cinco y ocho plátanos, que lo había visto guardar en una bolsa. Alguien que compra entre cinco y ocho plátanos seguro que tiene en casa dos, tres o cuatro niños hambrientos. Debajo de la chaqueta de cuero debía de llevar un chaleco, con grandes rombos de todos los colores. Era un auténtico padre de familia, pensó ella, uno de esos que lava la ropa de cuatro, cinco o seis personas, y la ponen a secar, probablemente todos los calcetines en hilera, ordenados por pares, y cuidadito con que alguien desordene la colada tendida.

Cuando llegó a casa, Judith se puso una tirita gruesa en el talón enrojecido. Por suerte no se había roto el tendón de Aquiles. De todos modos, se sentía invulnerable.

2.

La Semana Santa fue como siempre. Sábado por la mañana: visita a mamá.

Mamá: —¿Cómo está tu padre?

Judith: —No lo sé, voy a verlo esta tarde.

Sábado por la tarde: visita al padre.

Padre: —¿Cómo está mamá?

Judith: —Bien, he ido a verla esta mañana.

Domingo por la mañana: visita a su hermano, Ali, que vivía en el campo.

Ali: —¿Cómo están mamá y papá?

Judith: —Bien, fui a verlos ayer.

Ali: —¿Están juntos de nuevo?

El lunes de Pascua, Judith invitó a unos amigos a su casa. En realidad vinieron a cenar, pero ella había estado preparándolo todo desde que se levantó. Eran seis: dos parejas y dos solteros (uno eterno, el otro… ella misma). Entre plato y plato hubo charlas de alto nivel, principalmente sobre métodos de cocción sin pérdida de vitaminas y sobre los últimos avances en la lucha contra la precipitación del tártaro en los vinos. El grupo era homogéneo, a ratos incluso confabulado (contra la guerra, la pobreza y el foie-gras de oca). La araña modernista recién colgada proporcionaba una luz cálida y rostros afables. The Divine Comedy había puesto a la venta su nuevo disco justo a tiempo para la ocasión.

Ilse hasta le sonrió una vez a Roland, él le frotó el hombro derecho durante dos segundos (y eso después de trece años de casados y dos hijos en el carcaj del que cada día se disparaban flechas contra la pasión). La otra pareja, más joven, Lara y Valentin, aún se hallaba en el periodo de hacer manitas. De vez en cuando ella le estrechaba los dedos con las dos manos, quizás para retenerlo con más fuerza de lo que conseguiría a la larga. Como es natural, Gerd fue de nuevo el más divertido, toda una fiera social, que se superaba en la labor de animar a las personas reservadas a expresarse con soltura. Por desgracia no era gay, de lo contrario a Judith le habría gustado encontrarse a menudo con él a solas, para confiarle cosas más personales de lo que era posible en un grupo con parejitas.

Al término de estas veladas, una vez que los invitados ya se habían marchado y tan sólo quedaban vahos de ellos, Judith siempre examinaba cómo se sentía, en la intimidad consigo misma y con montañas de platos sucios. ¡Ah…!, aquello sí que era una calidad de vida claramente superior: cumplir un turno de una hora de faena en la cocina, abrir las ventanas de par en par y dejar entrar aire fresco en el salón, respirar hondo, tragar deprisa una pastilla preventiva contra el dolor de cabeza y luego, por fin, abrazar su adorada almohada y no soltarla hasta las ocho de la mañana. Aquello era claramente mejor que tener que penetrar en la psique de un «compañero» quizás (también) borracho —que padece mutismo crónico, no ha nacido para las horas de cierre privadas y es reacio a participar en las tareas de orden y limpieza— para sondear si él abriga esperanzas o temores de que todavía pueda surgir sexo. Judith se evitaba ese estrés. Sólo a veces, por la mañana temprano, faltaba a su lado aquel hombre bajo la manta. Pero no debía ser cualquier hombre, ni siquiera cierta clase de hombre, sólo uno concreto. Y por eso, lamentablemente, no podía ser ninguno de los que conocía.

3.

A Judith le gustaba ir a trabajar. Y cuando no, como casi siempre le ocurría después de los días de fiesta, hacía todo lo posible por convencerse. Al fin y al cabo era su propia jefa, aunque varias veces al día deseara tener otra, una más negligente, como su aprendiza Bianca, por ejemplo, que no necesitaba más que un espejo para trabajar a tiempo completo. Judith dirigía una pequeña empresa en la Goldschlagstraße, en el distrito quince de Viena. Eso sonaba más empresarial de lo que era, pero ella adoraba su tienda de lámparas, no la cambiaba por ninguna otra. Desde niña le parecían los sitios más bonitos del mundo, llenos de estrellas titilantes y esferas resplandecientes, siempre muy iluminados, permanentemente de fiesta. En el refulgente museo de luces de su abuelo se podía celebrar la Navidad cada día.

A los quince, Judith se sentía como en una jaula dorada, vigilada por lámparas de pie mientras hacía los deberes, alumbrada por apliques y arañas hasta en sus ensueños más íntimos. Para su hermano Ali, aquel ambiente era demasiado luminoso, él rechazaba la luz y se retiraba al cuarto oscuro. Mamá luchaba encarnizadamente contra la quiebra y su abrumadora apatía emprendedora. Papá ya prefería los locales menos iluminados. Ambos se habían separado en buenos términos. «Buenos términos» era la expresión más cruel que conocía Judith. Significaba dejar que las lágrimas se secaran y petrificaran en la comisura de los labios, forzados en una sonrisa. Llegaba un día en que las comisuras de la boca resultaban tan pesadas que se hundían y quedaban hacia abajo para siempre, como le había sucedido a mamá.

A los treinta y tres, Judith se hizo cargo de la arruinada tienda de lámparas. En los últimos tres años el negocio había empezado a brillar de nuevo, si bien no con el esplendor de la época del abuelo, pero la venta y la reparación marchaban lo bastante bien para pagarle a mamá por quedarse en casa. Aquéllos eran, sin duda, los mejores términos en que Judith se había separado de alguien hasta el momento.

Dada la excepcional calma de los negocios, pasó la mayor parte del martes después de Pascua en la trastienda, bajo la tenue luz de la lámpara de oficina, limitándose a cumplir con los deberes que le imponía la contabilidad. De Bianca no se supo nada entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde, probablemente habría estado «maquillándose un momento». Para demostrar que de todos modos aquel día había estado presente, poco antes de la hora de cerrar exclamó de pronto:

—¡Jefaaaa!

Judith: —¡Por favor, no grite así! Venga aquí si quiere decirme algo.

Bianca (ya a su lado): —Allí hay un hombre para usted.

Judith: —¿Para mí? ¿Qué quiere?

Bianca: —Decirle buenas tardes.

Judith: —¡Ah…!

Era el hombre de los plátanos. Judith no lo habría reconocido de no ser por el contenido de sus palabras.

Él: —Sólo quería darle los buenos días. Soy el que le pisó el talón antes de Pascua en el Merkur. La he visto entrar aquí esta mañana.

Judith: —¿Y ha estado esperando usted hasta ahora a que yo vuelva a salir?

Sin querer, Judith rio por lo bajo. Tenía la sensación de haber estado bastante graciosa. El hombre de los plátanos también rio, es más, lo hizo de un modo muy bonito, con dos ojos radiantes, rodeados de cientos de arruguillas, y alrededor de sesenta dientes de un blanco resplandeciente.

Él: —Tengo mi despacho a dos calles de aquí. Por eso he pensado…

Ella: —Decirme buenas tardes. Muy amable. Me sorprende que me haya reconocido.

Lo dijo muy en serio, no por coquetería.

Él: —La verdad es que a usted no debería sorprenderle.

Entonces él la miró de manera extraña, extrañamente radiante para un padre de familia con ocho plátanos. No, no eran ésos los momentos en que Judith sabía qué hacer. Sintió calor en las mejillas. Al mirar las agujas de su reloj, advirtió que aún le faltaba hacer una llamada urgente.

Él: —Pues nada.

Ella: —Ya.

Él: —Ha sido un placer.

Ella: —Ya.

Él: —Quizás nos volvamos a ver.

Ella: —Si alguna vez necesita usted una lámpara.

Ella rio para encubrir lo trágico de su comentario. Entonces llegó Bianca, esta vez en el momento más oportuno.

—¿Me permite, jefa?

Quería decir que era hora de irse a casa. También fue la señal de partida para el hombre de los plátanos. En la puerta se volvió una vez más y saludó con la mano como si estuviera en una estación, pero no como diciendo adiós, sino como quien ha ido a recoger a alguien.

4.

Por la noche, Judith pensó fugazmente en él un par de veces. No, fugazmente no, pero pensó en él. ¿Cómo era que había dicho? «A usted no debería sorprenderle.» ¿O incluso había dicho: «La verdad es que a usted no debería sorprenderle»? ¿Y no había subrayado el «usted»? Sí que lo había subrayado. Había dicho: «La verdad es que a USTED no debería sorprenderle». USTED, en el sentido de «a una mujer como usted». No deja de ser bonito, pensó Judith. Es más, tal vez había querido decir: «La verdad es que a USTED, a una mujer como usted, una mujer tan guapa, interesante», había querido decir «a una mujer tan hermosa, tan imponente, a una mujer que parece tan inteligente, tan lista, tan estupenda, pues a una mujer como USTED», había querido decir «a una mujer así no debería sorprenderle» que la haya reconocido. No deja de ser muy bonito, pensó Judith.

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