¿Y qué era lo que de pronto la había hecho tan inolvidable para él? «Esa imagen, cuando te volviste hacia mí, esa película de tres segundos, el movimiento de los hombros, tus cejas levantadas, toda la expresión de tu cara», había dicho, «perdona que use una palabra tan banal, pero me pareciste sencillamente despampanante». Desde luego que era una palabra manida, pero había oído descripciones bastante peores que «despampanante» de sí misma, pensó Judith. Tal vez debería dejarse pisar el talón más a menudo.
Y después él había vivido con ella una película tras otra. Director: el puro azar. Productor: un destino superior. Ella, la mujer en la que él no había dejado de pensar ni un instante, de pronto estaba delante de sus ojos abriendo la tienda de lámparas cercana, frente a cuyo escaparate él tantas veces se había detenido. Ella, la mujer a la que acababa de elogiar ante sus compañeras de trabajo, de repente estaba en la barra del mismo bar, librándose de uno de sus admiradores, sin duda numerosos. Él no podía dejar pasar la oportunidad de acercarse y trabar conversación. (Sí, ella lo comprendía). Por otra parte, tenía mucho miedo de parecer pesado. (Pues hacía bien en tenerlo). Aunque no tenía la sensación de que ella lo hubiera rechazado de plano. (De plano no, en eso tenía razón).
Judith salió de la bañera. El acaloramiento se le había quitado. Ya podía volver a pensar más en frío. Ese Hannes Bergtaler estaba locamente enamorado de ella. Son cosas que pasan. Y que pueden pasarse pronto. Llegado el caso, podrían volver a quedar en el café. Él le caía bien. Le gustaba la punta de su nariz. Parecía sincero, asombrosamente sincero. Decía cosas de lo más agradables. Expresaba sin vueltas lo que sentía. Eso la hacía sentir bien, pues sí, bastante bien.
Y cuando se volvió hacia el espejo imaginando que alguien acababa de pisarle el talón, Judith le lanzó una mirada fulminante como si el espejo fuera el culpable y de golpe vio, en efecto, aun con el pelo mojado y una capa de crema de tres centímetros en la cara, a una mujer despampanante. Y el mérito era de Hannes.
Por primera vez en tres años, en la pequeña azotea de Judith el arbolito de hibisco volvió a llenarse de flores de un rojo intenso. Fueron buenas semanas. Algo estaba naciendo. Nacía de nuevo cada día y arrastraba consigo todo lo que acababa de nacer. Judith intentaba limitar lo más posible el número de encuentros con Hannes, es decir, no cinco veces al día como él habría querido, sino sólo una o dos. Tenía miedo de que para él se perdiera el encanto, de que pronto se hartara de verla, de ver sus giros y las expresiones de su cara, tenía miedo de que él ya no supiera qué flores regalarle, qué mensajes enviarle en forma de misivas o correos electrónicos, qué piropos decirle y con qué palabras desearle «buenos días» o «buenas noches» por SMS.
Judith se hallaba en una situación nueva. Esta vez no era ella la que esperaba de un hombre más de lo que en un principio él parecía dispuesto a darle o capaz de darle. No, esta vez había un hombre que por lo visto estaba impaciente por colmar sus expectativas. Esta vez ella reducía lo más posible sus expectativas para que durara mucho la capacidad que él tenía de colmarlas. Con un poco de suerte, podría pasar el verano así colmada. Colmada de Hannes Bergtaler: un metro noventa, ochenta y cinco kilos, fornido, torpe, cuarenta y dos años, soltero, con ojos llenos de plieguecillos solares, dotado de la magnífica dentadura de su abuela.
Muchas cosas le llamaban la atención de él, ninguna le molestaba. Ni sus chistes, que solían empezar por el final y seguir con el resto. Ni su concepto de la moda de primavera, al que llevaba cierto tiempo habituarse. Ni sus camisetas lavadas hasta la saciedad, que no podían considerarse prendas de calle por mucho empeño que se pusiera. Ni siquiera su expresión favorita, la que repetía a cada rato: «de piedra». Hasta el momento, Judith había evitado preguntarle si por casualidad no seguía viviendo (como un convidado de piedra) con su madre.
Era un tipo distinto a todos los anteriores, no era su tipo, ni el de ninguna de las mujeres que ella conocía. Era tímido y atrevido a la vez, vergonzoso y desvergonzado, se controlaba y se dejaba llevar, era dueño de una torpe determinación. Y sabía lo que quería: quería estar cerca de ella. Es un anhelo más que encomiable, pensó Judith. Se propuso andarse con cuidado y no precipitarse. No quería darle falsas esperanzas. Darle esperanzas sí, pero no falsas. A su debido tiempo, el futuro le sugeriría al presente cuáles eran las legítimas.
De momento, las noches y los fines de semana aún transcurrían sin él, al menos desde el punto de vista físico. Por paradójico que parezca, Judith consideraba los momentos sin él como los momentos más bonitos e intensos con él. Fuera cual fuese la actividad habitual que realizaba, todo pasaba a un segundo plano, todo ocurría como si estuviera bajo los efectos de drogas de la felicidad. Sí, por primera vez, aunque probablemente sólo por poco tiempo, era una mujer soltera sin preocupaciones, completamente feliz. Podía hacer lo que le apetecía: pensar en Hannes Bergtaler. Era maravilloso ver crecer su nostalgia de él. Es posible que tan sólo creciera su nostalgia de la nostalgia que él sentía de ella, pero no dejaba de ser nostalgia, y por fin Judith volvía a sentirla.
El segundo sábado de mayo, Ilse y Roland la invitaron a cenar para devolverle la invitación de Semana Santa. De nuevo estaban Gerd y la pareja que perseveraba en hacer manitas, Lara y Valentin. Hacía bastante calor para sentarse en la terraza. Los baratos y poco originales faroles de jardín no molestaban, cuatro velas gruesas alrededor de la mesa conferían calidez y color a la luz eléctrica.
Sobre las ocho, cuando Roland trajo un aperitivo cubierto de gambas, relleno con aguacate y decorado con cilantro, Mimi (4) y Billi (3), tras haber acaparado y alterado uno por uno a todos los invitados, ya estaban cansados y refunfuñones. A las diez, cuando para terminar Ilse sirvió una «tarta de queso facilísima», receta de Jamie Oliver, los niños por fin se habían quedado dormidos lloriqueando y pudo entablarse algo similar a una conversación de adultos.
—Hay novedades —dijo Judith recurriendo a su tercera copa de Cabernet Sauvignon.
—¿Cómo se llama? —preguntó Gerd, que había estado observándola.
Ella no había ocultado que ocultaba un bonito secreto.
—Se llama Hannes y os gustará —respondió Judith, por desgracia con excesivo énfasis, cosa que habría de pagar de inmediato.
—¿Por qué no está aquí? —preguntó Ilse, casi perpleja.
Roland también parecía molesto. De repente se fue generando un ambiente cargado de fingida indignación, que dio lugar a una absurda idea de Gerd: que Judith enmendara su error y llamase a ese tal Hannes, que les gustaría a todos, para hacerle una invitación espontánea. Tenían mucha curiosidad por conocerlo.
Judith se opuso con todas sus fuerzas. Quería disfrutar un poco más de él a voluntad, con libre disposición en su imaginación, y no tenerlo sentado a su lado, ya inamovible. Además, era casi impensable que un sábado por la noche él estuviera dispuesto a dejarse atraer a la periferia oeste de Viena por anfitriones desconocidos.
Pero finalmente cedió a la presión de sus amigos y, a modo de gesto más que de invitación, le envió a Hannes un SMS, diciendo que se uniera al grupo, que lo estaban pasando muy bien, que lo invitaban de todo corazón, que la dirección era tal y cual. Lo hizo en la certeza de que él no le contestaría, que estaría yendo a alguna parte u ocupado, que probablemente ni siquiera vería el mensaje, al menos no a tiempo para venir, aun cuando no tuviera nada mejor que hacer, cosa que ella daba por descartada. En menos de un minuto llegó al móvil de Judith el siguiente mensaje: «¡¡¡Muchas gracias por la invitación!!! ¡Estoy en veinte minutos! Hannes».
A Judith le habría gustado recordar mejor las siguientes horas. Pero necesitó otras dos barrigudas copas de vino tinto para soportar la espera, para ahogar su gran nerviosismo, inexplicable para ella misma. Así pues, su capacidad de resistencia alcanzó justo para la escena sumamente extravagante del saludo.
La conversación cesó. De repente, lo tenían ahí delante, con pantalón de pana marrón, camisa blanca, abrochada hasta el cuello, y chaleco celeste, cuando menos tan eufórico como el mejor actor principal, recién premiado en la entrega de los Oscar. Su amplia sonrisa empalideció sin dificultad las luces del jardín cuando anunció:
—Soy Hannes.
Judith sintió deseos de esconderse. Él se inclinó sobre la mesa, les estrechó la mano a todos con firmeza, acercándose mucho a sus caras, mirándolos fijamente a los ojos y repitiendo sus nombres, con tanto cuidado como si se dispusiera a escribir un estudio sobre cada uno de ellos.
Todavía nada parecía indicar que para él Judith estuviera presente, y mucho menos para ella misma. De una bolsa de yute sacó dos cajas amarillas: tal vez bombones de plátano.
—Para los niños —dijo.
¿Cómo sabía que los anfitriones tenían dos hijos? ¿Acaso Judith le había hablado alguna vez de Ilse y Roland? ¿Habría mencionado a Mimi y Billi? ¿Era posible que él lo hubiera recordado?
Por arte de magia, hizo aparecer del bolsillo un frasquito de aceite de oliva y se lo entregó a Ilse, comentando de pasada:
—En mi opinión, el mejor de toda Umbría, frutado intenso, espero que os guste.
Por último, le dio a Roland una botella con un líquido dorado, quizá whisky. Y añadió en tono solemne, como si fuera a recitar un poema para el día de la madre:
—Muchísimas gracias de nuevo por la amable invitación.
Se diría que la última vez que lo habían invitado a casa de alguien había sido hacía veinte años y que como mínimo se había preparado tres semanas para reincorporarse a la vida social.
Sólo entonces se volvió de forma ostensible hacia Judith, la sacó de su escondite en la sombra, la tomó con las dos manos. Ella sintió una ligera presión hacia arriba, que la hizo ponerse de pie. Entonces lo tuvo enfrente, a la distancia de un brazo, con las manos sobre sus hombros. Le sacaba casi dos cabezas y la contemplaba con tanta emoción como si ella fuese el primer amanecer del mundo en el mar que pudiera tocarse. Y tras una pausa casi insoportable, durante la cual a Judith se le aflojaron las rodillas de manera alarmante y el alcohol se le empezó a centrifugar en la cabeza, él dijo en un tono bien audible para todos:
—Judith, me alegro de poder verte hoy mismo. ¡Ni te imaginas cuánto!
En ese punto se acababan no sólo todas las nociones de Judith respecto de aquella velada, sino la película entera. A partir de entonces pasaron los créditos hasta la madrugada. Tan sólo tuvo unos pocos momentos de lucidez, que aprovechó para llevarse a los labios la copa de vino. A su alrededor, los rostros fueron desdibujándose y desapareciendo uno a uno. Hannes era el único que reaparecía siempre. Unas veces muy lejos, luego muy cerca de ella de nuevo. Unas veces podía oler su aliento, luego veía brillar en la distancia la dentadura de la abuela. Allí donde resonaba su voz grave, había movimiento, murmullo y risas.
En algún momento se despertó, porque de pronto dejó de percibir ruidos, y Hannes era la pared en la que estaba apoyada. ¿Que si se sentía mal? ¿Cómo saberlo? Estaba demasiado inconsciente para evaluarlo. En algún momento se abrió una ventanilla y un agradable viento fresco le sopló en la cara. Y en algún momento el taxi en el que la habían metido se detuvo frente a su portal. Hannes se bajó con ella, la sostuvo. Era agradable oír su voz. Judith sintió olor a escalera. En el ascensor él pulsó la «A», que llevaba al ático. Ella le dio el bolso, la llave tintineó. Sintió las piernas de su pantalón de pana junto a las suyas, y su mejilla rozó su suave chaleco. La llave giró y la puerta se abrió sin inconveniente, antes de cerrarse tras ella. Todo estaba oscuro y silencioso. Y la cama vino a su encuentro a mitad de camino.
El domingo empezó sobre las once de la mañana. Judith notó que estaba medio desnuda, se levantó tambaleándose de la cama y buscó el móvil, que sonaba con su fastidioso zumbido. El violador de los derechos humanos se llamaba Gerd.
—¿Qué tal estás? —preguntó él.
Judith: —Ni idea.
Él: —¿Llegaste bien a casa?
Ella: —Probablemente.
Él: —¿No estás sola?
Ella: —Sí, creo que sí.
Él: —¿Quieres que llame más tarde?
Ella: —No.
Con lo que quiso decir: ni ahora ni más tarde.
Él: —¿Qué te pasó ayer?
Ella: —¿Cómo?
Él: —Estabas como una cuba.
Ella: —¿Yo?
Él: —En todo caso tenías unas copas de más.
Ella: —Lo siento, no fue con mala fe.
Él: —¿Tan enamorada estás?
Ella: —¿Enamorada? No lo sé.
Él: —¿Quieres que te diga qué me parece Hannes, en la primera impresión?
Ella: —Sí, por mí…
Él: —¿De verdad quieres saberlo?
Ella: —No, mejor no.
Él: —¡Hannes es geniaaal!
Ella: —¿De verdad?
Él: —Sí, estamos todos encantadísimos con él, y sin reservas. Es abierto, simpático, afectuoso, atento. Tiene cosas que decir. Es divertido.
Ella: —¿De verdad?
Él: —Judith, Judith… esta vez has hecho diana.
Ella: —¿De verdad?
Él: —Es que tú no te enteraste de la mitad, pero ¿sabes lo amable que fue contigo?
Ella: —No, pero siempre es así.
Él: —Te idolatra.
Ella: —¿Sí?
Él: —Te digo que es lo mejor que te podía pasar.
Ella: —¿Tú crees?
Él: —Si yo fuera mujer, querría tener un hombre exactamente así como pareja.
Ella: —¿Sí?
Él: —¿Te acompañó a casa?
En ese punto se hizo una pequeña pausa.
Él: — Judith, ¿sigues ahí?
Ella: —Gerd, creo que mejor vuelvo a acostarme.
Ella encontró la tecla con el diminuto teléfono rojo, abandonó el móvil a su suerte, fue al baño, se echó encima el albornoz negro, miró en el retrete, luego en la cocina, en el salón, en el dormitorio… nada. Abrió el armario, echó un vistazo debajo de la cama y palpó el colchón, examinó los pliegues de la sábana antes de quitarse el albornoz, esconderse bajo la manta y respirar hondo. Estaba claro que Hannes no estaba allí. Ni tampoco había estado nunca, ella lo habría olido, lo habría notado, lo habría visto, por muy borracha que estuviera. Ahora podía dormir. Ahora quería soñar con él.