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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Un mundo para Julius (14 page)

—O sea que este año te toca a ti —pronunció clarito, al ver ajulius.

No se le cayó ni un solo alfiler de la boca. Julius se quedó cojudo, mirándola mientras seguía habla que te habla con la boca llenecita de alfileres y nada, no se le caía ni uno, como si estuvieran incrustados en las encías. Pidió un café no muy cargadito y con dos cucharaditas de azúcar, y tampoco nada. Al cabo de unos minutos, Vilma apareció trayendo la taza y Santiago la recibió con un Vilma extraño, comiéndose el labio inferior al pronunciar Vil. La Selvática, que andaba por ahí, hizo un ruido con la garganta y se retiró, a Vilma se le derramó un poco de café.

A eso de las seis, Julius subía la escalera de servicio, cuando de pronto se topó con Santiago, se sorprendieron mutuamente, se quedaron parados mirándose.

—¿Qué quieres aquí, mocoso de mierda?

—¿No tienes otro sitio donde estar? —Voy a buscar a Vilma, tiene mi Tom Sawyer... —¡Vilma no está! ¡Lárgate! ¡Lárgate o te rompo el alma!

—¡Julius! ¡Julius! ¡Sube! ¡Sube, Julius!

Era la voz de Vilma y él ya iba a seguir subiendo, cuando una bofetada y un empellón casi lo hacen rodarse la escalera. Bajó corriendo y llorando, no paró hasta llegar a la cocina.

Encontró a la Selvática leyendo su periódico. Acababan de raptarse a un niño y estaba maldiciendo contra los gitanos. «¿Qué te pasa?», le preguntó, al verlo llorando. Julius le contó lo de la escalera y Nilda gritó que eso no podía seguir, esta vez no era culpa de Vilma, el niño Santiago era terrible y no había más remedio que avisar a los señores. Él no comprendió bien qué ocurría, sólo captó que algo malo andaba haciendo su hermano.

Por la noche estalló el asunto; Celso y Daniel escucharon gritos provenientes del cuarto de Vilma y corrieron a ver: lo chaparon en pleno forcejeo. Y no era la primera vez, confesó Vilma. Diario se le metía al cuarto y ella haciendo todo lo posible por que nadie se entere. Hoy se había propasado el niño Santiago. Los mayordomos le cerraron el paso, primero; luego, cuando él los atacó, lo llenaron de bofetadas, le taparon los ojos para que no viera, la boca para que no los maldijera y se lo llevaron cargadito hasta su cuarto. Tenía tres arañones en la cara, uno cerca del ojo, producto del forcejeo. Vilma no podría volver a usar ese uniforme. Así andaban las cosas cuando llegaron Susan y Juan Lucas, agotados después de un largo día con los Lang. Nilda salió gritándoles la historia en la cara, pero ellos tardaron bastante en comprender y por fin decidieron postergar el asunto para el día siguiente.

—Descansen todos, ahora —dijo Juan Lucas—. Ya mañana veremos.

Lo que vieron mañana fue la manera de deshacerse de Vilma, sin que los demás protestaran demasiado. Al menos, eso era lo que aconsejaba Juan Lucas, sentado en su cama-templete, terminando de desayunar. Si no hubiera sido porque eran las diez de la mañana, uno habría pensado que recién se iba a acostar: ni una sola arruga en su pijama. Susan, linda a su lado, hubiera querido encontrar una solución mejor que ésa, sobre todo porque Julius iba a sufrir. Pero él, removiendo el azúcar en el café, una nada más ligero que de costumbre, dijo que ya era hora de que el mocosillo se olvidara de tanta ama y tanta cosa; andaba metido siempre entre la servidumbre o conversando con el jardinero, con cualquiera menos con otro igual a él. Susan le daba la razón, es verdad, darling, pero le daba también tanta pena... Juan Lucas trató de ser terminante: que llamara a Vilma, que le hablara, luego él le daría una buena suma y punto final. Pero ella insistía en tener pena esa mañana, hasta dijo que era culpa de Santiaguito.

—Escucha, Susan: el chico está saliendo con muchachas; es natural que quiera desahogarse... En Lima, a su edad, no es fácil, ¿sabes?... La chola es guapa y ahí tienes... así es...

—Sí, darling, pero ella no tiene la culpa.

—¿De dónde sacas esas ideas, Susan?

—Darling, pero... se... ha... defendido...

—Bien arrepentida debe estar, ¿o tú la crees santa?

—Darling no sé, pero...

—Toca el timbre para que vengan a llevarse el azafate, Susan.

—Darling, Santiago merecería...

—Santiago lo que merece es un poco de golf, esta mañana... Para que se le despeje un poco la mente... eso lo tranquilizará.

—¿ Y Vilma, darling ?

—Ya te he dicho, mujer: habla con ella y luego yo le daré una buena propina. Mis zapatillas de levantarme... Vamos, mujer, levántese... no sea usted floja... ¡uuuup!

De la cama pasaron al baño; cada uno tenía su baño. Juan Lucas se peinó un poco antes de afeitarse; no resistía sino lo perfecto en el espejo y ahora, mientras se afeitaba, iba instalándose en el día al sentir la firmeza de su brazo varonil deslizando hacia arriba y hacia abajo la navaja de afeitar. Iba retirando la crema blanca, espumosa, de su cara bronceada y se iba identificando con la finura de sus colonias, de sus frascos de Yardley For Men, tres, cuatro frascos para usos distintos que yacían elegantes sobre la repisa de porcelana, junto a otros artículos para caballeros, jabones, shampoos, cosas que olían a hombre fino, for men only como la revista

Esquire. De rato en rato tarareaba alguna canción, como para comprobar que su voz seguía siendo para grupos de hombres con whiskys y negocios en la mano, para club, para frases oportunas, pertinentes, para ser respetado por barmans que sabían demasiado. Terminó de afeitarse y ahora el pijama resultaba insoportable, una ducha fresca lo esperaba, donde cantaría un poco antes de envolverse en toallas de vivos colores, también for men only, ya después vendría la camisa de seda italiana, luego lo de escoger la corbata, ninguna mujer sabía hacerlo, cosas de hombres... Poco a poco iría quedando listo para un día más de hombre rico.

En otro baño, uno que tú nunca tendrás, hollywoodense en la forma, en el color, en la dimensión de sus aparatos higiénicos, oriental en sus pomitos de perfume, francés en sus frascos de porcelana de botica antigua, con inscripciones latinas, Susan tomaba feliz una ducha deliciosa. A veces Julius llegaba por esas zonas y escuchaba la voz de su madre pidiéndole una toalla. Corría a alcanzársela y veía aparecer tras la cortina, entre humo, entre vapor, el brazo de su madre que cogía la toalla tarareando. Ahora también tarareaba aunque de rato en rato el nombre de Vilma la asaltaba, obligándola a enmudecer de golpe. Se ocupaba entonces de su cuerpo con el jabón más fino del mundo y era tanto placer comprobar cómo seguía siempre linda, después, mientras se secara, comprobaría una vez más en el espejo que aún podría hacer una escena de desnudo en una película, Vilma también, qué pena, qué pesadilla, pobre Vilma podría hacer una buena escena, medio calata la chola en una película mejicana, las artistas mejicanas son más llenitas, como Vilma, pobre, Juan Lucas va a deshacerse de ella, pobre Julius.

Se iban a un club, al sur de Lima, invitados a almorzar por unos amigos. Se le podía decir al chofer que se tomara el día libre, ellos irían en el sport y le dejarían las llaves del otro carro a Santiago. Todo esto lo había decidido Juan Lucas antes de partir, pero para nada había mencionado lo de Vilma, como si el solo deseo de verla desaparecer hubiese bastado para que la chola se esfumara.

No fue así. Por eso ahora Juan Lucas manejaba bastante irritado e incómodo. El lío con la servidumbre lo había molestado mucho; él no estaba acostumbrado a despedir a nadie, siempre había liquidado a alguien, había despedido a docenas al mismo tiempo pero firmando un papel, como tantos en el día, y eran otros los que se encargaban de su ejecución. Por una vez en su vida había perdido los papeles y Susan, muerta de pena por todo, había sido impotente para ayudarlo. Se moría de pena por Julius, qué tontuela, con cualquier otra empleada todo volvería a ser lo mismo, qué era eso de tomarle camote a la gente. «Qué tontuela eres, Susan», pensaba Juan Lucas, mientras manejaba su Mercedes por la carretera del sur y, de reojo, veía volar los cabellos de amor, cabellos al viento, amor con esos anteojazos negros, no quisiera hablarte de esas cosas, pero me molestan, qué tal si los licenciáramos a todos, los largamos a todos, los has engreído demasiado, ¿es verdad que quieres tanto a esa gente? ¿En qué estará pensando? ¿Le habrá dolido realmente lo de esa mujer? Juan Lucas andaba medio crispado: qué era eso de bajar un día y pedir que te saquen el carro del garaje y encontrarte con toda la servidumbre esperándote frente a la escalera. Uno baja listo para irse donde unos amigos a disfrutar el domingo y toda la servidumbre ahí abajo insolente y todo. No, Susan; por ti no he soltado un ¡váyanse a la mierda! general. Esa mujer, la cocinera con los dientes picados, hablando del sudor de su rostro y de un hijo, enseñándotelo, casi tirándotelo por la cara, utilizando palabras absurdas, ridículas en su boca, derecho, seres humanos, sindicato, queja, cojudeces por el estilo Susan y tú muñéndote de pena, de miedo, diciéndoles que los quieres, diciéndoles que vas a castigar a Santiago, y todavía la chola esa, la cocinera te pregunta que cómo, y tú, Susan, tú ni siquiera sabes responderle, te piden que lo pongas interno y tú te rebajas, tú les das explicaciones, tú les dices que ya es muy tarde, que los colegios abren dentro de tres o cuatro días, que te perdonen, te asustas con los gritos de Nilda, así se llama la del crío, Susan eres tan candida... Te dan la oportunidad, te dicen que se largan juntos y tú les ruegas, tú te mueres de pena, les ruegas que lo hagan por Julius, nada menos que por Julius, tienes un hijito francamente cojudo, Susan, había que verlo ahí escuchando todo y prendido de Vilma, mirándonos como si fuera un enemigo, eres candida, Susan... Juan Lucas quería hablar de eso, sacarse la escena de adentro, no volverse a acordar más de todo eso, olvidarlo por completo antes de llegar donde los amigos, pero Susan dejaba que el viento jugara con sus cabellos y seguía perdida detrás de sus anteojos de sol, completamente ida, como si lo ignorara, ¿en qué pensaba?

—Susan, enciéndeme un cigarrillo, por favor... Están en la guantera... Susan. —Sí, Juan.

—¿Qué piensas de todo eso, Susan? —¡Darling! ¡Ha sido horrible! Me muero de pena, Juan.

—¡Pero mujer!, pareces tonta. Francamente creo que esa mujer ha hecho lo mejor que podía hacer... Si no fuera porque se largó por su propia voluntad aún estaríamos escuchando el discurso de tu cocinera.

—Ahora que sé que se ha ido me siento peor que antes... No tenía la culpa, darling... Por qué crees que todos se quisieron marchar con ella...

—Cosas de momento... ¿Tú crees que van a perder su trabajo como si nada?

—¡Pero darling!... Sabes perfectamente que lo iban a hacer; si nosotros botábamos a Vilma se iban todos... Lo que pasa es que ella ha pedido que la dejen marcharse sola; ella ha dicho que ya no quiere seguir en la casa... por su propia voluntad. ¿No has visto cómo lloraba de pena?

—El que sale ganando es Julius, Susan; se te va a volver maricón de tanto andar entre mujeres...

—¡Darling, por favor! Ése no es el asunto. Has estado muy vivo, te has aprovechado de la situación: primero Vilma les dice que se va por su propia voluntad, claro, los otros se desconciertan y tú aprovechas para decir que Santiago mismo le llevará su indemnización y le pedirá perdón... Has estado muy vivo, darling... Como el otro día con el arquitecto... Sólo que ahora Julius se va a morir de pena... Además, Santiago no irá nunca a pedirle perdón.

—Ya se verá cómo le mandamos su dinero, Susan. Búscame un encendedor que debo haber olvidado en la guantera... Ya estamos llegando... un buen baño de piscina y unos aperitivos, voila, eso es lo que nos falta... Estuvo grotesco el asunto y ahora basta ya.

Susan le alcanzó el encendedor. Hubiera querido decir algo, pero allá al fondo, trazado en el arenal, divisó el desvío que llevaba al club, hubiera querido decir algo pero de pronto como que le faltaban fuerzas.

—Eres una tonta, mujer, si sigues muñéndote de pena.

Como todos andaban medio rebeldes en el palacio, nadie se opuso a que Carlos utilizara el Mercedes para llevar a Vilma a su casa, un cuarto, en un callejón, en Surquillo, donde una tía. Celso y Daniel ayudaron a cargar el baúl tipo pirata, pero de cartón y con bordes de lata, horroroso. Lleno de colorines y de indudable procedencia serrana; uno de esos baúles que se ven sobre techos de ómnibus interprovinciales a la Oroya, Tarma, Cerro de Pasco, etc. O a Puquio, también a cualquiera de esos lugares desde los que se baja a Lima. Vilma besó a Julius. Julius besó a Vilma. Vilma le dio la mano y una palmadita en el hombro a Celso, a Daniel y Anatolio. Después abrazó a Nilda y cargó un ratito el bebé, que inmediatamente se puso a berrear, todo esto en la cocina. La Puquiana se lo devolvió a la Selvática y abrazó a Arminda que había permanecido muda, fatal, durante todo el asunto. Nilda le tapó la boca a su hijo para poder decir cuídese de los hombres, Vilma, fíjese en la casa donde vaya a trabajar que no haigan jóvenes. Todos bajaron la cabeza y permanecieron mudos hasta que Carlos dijo que era mejor marcharse ya. Cruzaron íntegramente el palacio, desde la cocina hasta la puerta principal. Ahí se tocaron nuevamente los hombros, palmadas con la mano bien abierta, brusca, franca, y se hablaron más que nunca de usted. Julius participó en la ceremonia con un silencio total. Vilma subió al Mercedes mientras Nilda pronunciaba una frase digna de Lope de Vega, pero mal dicha y en nuestros días, algo como el honor del pobre ha quedado bien alto en esta casa, y mientras Celso y Daniel clavaban los ojos en el suelo, Carlos se dispuso a arrancar el motor. Todavía un instante antes de partir, Vilma asomó la cabeza por la ventana y le dijo a Julius, bajito, casi al oído: «Tu mami subió a verme a mi cuarto y me ha prometido que te mandará a visitarme con Carlos.» Después el auto empezó a andar y ella soltó unos sollozos enormes. Sacó un pañuelo arrugadísimo de una cartera horrible y se lo llevó a la cara como si quisiera esconderse. El carro llegó a la reja exterior del palacio, atravesó la vereda y tomó la avenida Salaverry hacia abajo. Vilma lloraba a mares y se moría de vergüenza. Por el espejo retrovisor, Carlos lograba ver cómo temblaban sus senos robustos, llenos de fuerza, cómo se marcaban desafiantes, cómo descendían duros y se elevaban sanos, marcándose hasta el deseo, como si fueran a romper la blusita negra, se la había regalado la señora y le quedaba a la trinca. No paraba de sollozar. Pobre Vilma, estaba buena la chola.

Tres semanas después llamó por teléfono a la señora.

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