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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (27 page)

El colega de Lee Hartley le devolvió las gafas a Marcus, pero ella a pesar de todo le soltó un sopapo, bien fuerte, que le cayó entre la nariz y el ojo.

—A ver si espabilas —dijo Ellie, y Zoe se rió—. Y ahora largaos antes de que me enfade de veras.

—Zorras —masculló Lee Hartley mientras se alejaba.

—¿Por darle un sopapo a uno me convierto en una zorra? —dijo Ellie—. No lo entiendo. Los chicos la verdad es que son muy raros. No me refiero a ti, Marcus. Tú también eres muy raro, pero de otra manera.

Marcus en realidad no estaba escuchándola. Se encontraba demasiado fascinado por Ellie, por su estilo, su belleza y su capacidad de soltar sopapos, para prestar demasiada atención a lo que ella le dijera.

28

Veinticuatro horas más tarde Marcus todavía estaba como flotando, y a Will le costaba muchísimo trabajo encontrar el tono adecuado a la situación. Sería un tremendo error que el chico considerase la agresión de Ellie al colega de Lee No-sé-cuántos como prueba de una pasión incontrolable: seguramente se trataba de todo lo contrario, de que mientras se fiara de que una adolescente lo defendiese en la calle, era bastante improbable que resultase apetecible para nadie. Sin embargo, tal vez Will estuviera pasándose de tradicional en su manera de pensar. Quizás las cosas hubieran cambiado tanto que ahora hasta que una chica no le ponía a alguien el ojo morado por ti en realidad no merecía que la volvieras a mirar. Comoquiera que fuese, Marcus estaba más colado que antes, y Will empezó a temer por él.

—Tendrías que haberla visto —insistió Marcus.

—Pues me siento como si lo hubiese hecho.

—¡Plaf!

—Sí, plaf. Eso ya lo habías dicho.

—Es fantástica.

—Sí, pero... —Will era consciente de que tendría que explicar su teoría de que a Marcus la condición de víctima no le favorecía sexual ni románticamente, aun cuando no fuese fácil hablar de ello con él—. ¿Tú qué crees que piensa ella de tener que ayudarte cada vez que te encuentras en apuros?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que... Que no es eso lo que suele suceder.

—No. Y por eso me parece tan alucinante.

—Yo no estaría tan seguro. Mira, creo que sería muy difícil que Ellie te considerase su novio si cada vez que va a comprarse una chocolatina alguien te quita las gafas y ella tiene que correr en tu ayuda convertida en una especie de Jean-Claude van Damme.

—¿Quién es Jean-Claude van Damme?

—Da lo mismo. ¿Entiendes adonde quiero llegar?

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Apuntarme a clases de kárate, o algo así?

—Lo único que quiero decir es que a lo mejor la relación que tenéis establecida no es la que esperabas. Según mi experiencia, los romances no suelen desarrollarse de este modo, y tu vínculo con esa chica es más propio de una mascota con su dueño que de un novio con su novia.

—No me importa —dijo Marcus muy animado.

—¿No te importa que te trate como... como a un hámster?

—No. Claro que no. Me parece estupendo. Todo lo que quiero es estar con ella.

Marcus pronunció aquellas palabras con tal sinceridad, y con una ausencia tan absoluta de toda compasión de sí mismo, que por primera vez Will se sintió tentado de abrazarlo.

Will no tenía la menor intención de adoptar con Rachel el modelo Ellie/Marcus/hámster, y si bien era capaz de reconocer la sencillez y la decencia del deseo de Marcus, el suyo no era tan sencillo ni, con toda sinceridad, tan decente. Y pensaba proceder de acuerdo con ello. Al menos Ellie sabía quién y cómo era Marcus, por más que éste no tuviese la menor posibilidad de elegir al respecto: ese chico tan raro, el gafotas al que cualquiera podía putear delante de la tienda de periódicos, y nadie pretendía que fuese de otro modo. El tío que se había presentado a almorzar con su hijo de doce años, en realidad no era Will; alguien —a saber, el propio Will— pretendía en este caso que las cosas sí fuesen de otro modo, y estaba dispuesto a fingir que de hecho lo eran. Un buen día, pensó, tal vez aprendería una lección: mentir acerca de la propia identidad no pasaba de ser una estrategia a corto plazo, útil solamente en aquellas relaciones que tuvieran una extensión muy limitada en el tiempo. A un revisor de autobús o a un taxista se les podía contar toda clase de mentiras siempre y cuando el trayecto fuese corto; en cambio, si uno aspiraba a pasar con alguien el resto de su vida, era más o menos inevitable que tarde o temprano ese alguien descubriese unas cuantas cosas.

Will decidió que iba a corregir de forma lenta y paciente todas las impresiones erróneas que hubiese causado pero entonces se acordó del viejo chiste del Día de los Inocentes, según el cual en Inglaterra se había decidido por fin que los coches circularan por la derecha, aunque el cambio iba a introducirse de modo progresivo. Al parecer, una de dos: o mentías o decías la verdad, y ese estado intermedio era realmente difícil de alcanzar.

—Oh —fue todo lo que dijo Rachel al principio, cuando Will le confesó que no era el padre natural de Marcus. Ella intentaba sin éxito pescar un amasijo de algas con los palillos chinos.

—En realidad no son algas, ¿lo sabías? —dijo Will en un intento fallido de comprobar que lo que acababa de decir no era nada del otro mundo, o que al menos no lo era para él—. Es una especie de lechuga. La cortan en tiras, la fríen, la endulzan y...

—¿Y quién es su padre natural?

—Bien... —dijo Will. ¿Por qué no se le había ocurrido antes que, si no era él su padre natural, alguien tendría que serlo? ¿Cómo era que esa clase de cosas jamás se le pasaran por la cabeza?—. Es un tío que se llama Clive y que vive en Cambridge.

—Ya. ¿Y te llevas bien con él?

—Sí. La verdad es que pasamos juntos la Navidad.

—Ah... Perdona, pero no acabo de entenderlo. Si no eres el padre natural de Marcus ni vives con él, ¿cómo es que Marcus es tu hijo?

—Sí. Ja, ja. Ya sé a qué te refieres. Visto desde fuera debe de resultar bastante confuso.

—Dime cómo es visto por dentro.

—Pues justamente ese tipo de relación. Tengo edad suficiente para ser su padre, y él la tiene para ser mi hijo. Así pues...

—Tú tienes edad suficiente para ser el padre de cualquiera que tenga menos de veinte años. ¿Por qué ese chico en concreto?

—No lo sé. Son cosas que pasan. ¿Quieres que pidamos vino, o prefieres seguir con cerveza china? De todos modos... Háblame de tu relación con Ali. ¿Es tan complicada como la que yo tengo con Marcus?

—No. Me acosté con su padre y nueve meses después estaba de parto. Así de simple. Claro que estas cosas suelen ser así de simples, ¿no?

—Sí. Te envidio.

—Lamento darte la lata con todo este asunto, pero sigo sin entenderlo. Aunque eres el padre adoptivo de Marcus, resulta que no vives con él ni con su madre.

—Supongo que puede interpretarse así, desde luego.

—¿De qué otro modo podrías interpretarlo?

—Ja, comprendo —dijo Will con expresión pensativa, como si en ese instante acabara de entender que no había más que una manera de interpretarlo.

—¿Has vivido alguna vez con la madre de Marcus?

—Define en qué consiste «vivir con alguien».

—¿Has tenido alguna vez un par de calcetines o un cepillo de dientes en su casa?

Pongamos que por Navidad Fiona le había regalado unos calcetines; pongamos que Will se los había dejado en casa de ésta y aún no había ido a recogerlos. De ese modo, y con la conciencia bien limpia, estaría en condiciones de apuntar no sólo que una vez había tenido unos calcetines en casa de Fiona, sino que todavía se encontraban allí. Por desgracia, sin embargo, ella no le había regalado unos calcetines, sino aquel libro absurdo. Y tampoco se lo había dejado en su casa. Así las cosas, la fantasía de los calcetines en casa de Fiona no pasaba de ser eso, pura fantasía.

—No.

—¿No, sin más? —Sí.

Will tomó el último rollito de primavera, lo empapó en la salsa picante, se lo metió en la boca y se comportó como si el bocado fuera demasiado grande, por lo que pasaría unos minutos sin la menor posibilidad de hablar.

Rachel tendría que encargarse de hacerlo, y lo más probable era que quisiera cambiar de tema. Deseó que le hablase del libro que estaba ilustrando en ese momento, o de su ambición de exponer su obra en una galería de arte, o de las muchas ganas que tenía de estar a solas con él. Ésos eran los temas de conversación que él había previsto; estaba harto de hablar de hijos imaginarios, y más harto aún de hablar de por qué se le había ocurrido imaginarlos.

Rachel, no obstante, se limitó a permanecer sentada y esperó a que terminase de masticar. Por mucho que mascase, por más muecas que hiciese, como si estuviera tragando y atragantándose, no conseguiría dar la impresión de que un rollito de primavera de tamaño más bien escueto iba a durarle para siempre. Así, al final le dijo la verdad lo mejor que supo, y ella se mostró abrumada, algo a lo que sin duda tenía todo el derecho del mundo.

—Yo nunca dije que fuera hijo mío —se justificó él—. La frase «Tengo un hijo que se llama Marcus» jamás salió de mis labios. Sencillamente, quisiste creer lo contrario.

—Vaya, de modo que ahora soy yo la fantasiosa. Quise creer que tenías un hijo, así que dejé que mi imaginación se desmandara.

—Ésa sí que es una teoría interesante. Una vez leí en el periódico un artículo sobre un tipo que había salido un par de veces con unas cuantas mujeres de mediana edad y las despojó de todos sus ahorros porque todas ellas estaban convencidas de que era rico. Y lo curioso del caso es que ni siquiera tuvo que mover un dedo para demostrarlo. Todas ellas le creyeron.

—Pero él les dijo que era rico. Les mintió. Eso es diferente.

—Ah. Sí. Sí, ya entiendo lo que quieres decir. Ahí es donde la comparación deja de tener validez, ¿verdad?

—Sí, porque resulta que tú no me mentiste, sino que yo me lo inventé. Me dio por pensar... qué tío más simpático, ojalá tuviera un hijo, un chaval rarito, a ser posible un preadolescente, y entonces te presentas en mi casa con Marcus y... ¡bingo! Pero resulta que fui yo quien, por alguna profunda necesidad psicológica, estableció esa conexión demencial, ¿no?

Las cosas no iban tan mal como Will había temido. Rachel sin duda había querido ver la parte graciosa del asunto, aunque estaba clarísimo que lo estaba tomando por un bicho raro.

—No deberías flagelarte por eso —apuntó él—. Podría haberle ocurrido a cualquiera.

—Eh, no te aproveches de tu buena suerte. Si me apetece ser tolerante y pasarlo bien, es asunto mío. Todavía no hemos llegado a una etapa en la que tú también puedas darte el lujo de hacer chistes.

—Perdona.

—¿Y de dónde sale Marcus? Lo que quiero decir es que obviamente no lo contrataste para hacer el papel por una tarde. Ahí debe de haber alguna clase de relación.

Tenía toda la razón del mundo, por supuesto que sí. Will salió del atolladero de una noche potencialmente desastrosa contándole todo lo que había que contar. O casi todo, pues no le habló de la razón por la cual había conocido a Marcus ni de las reuniones del SPAT, y si no lo hizo fue porque pensó que podría sonar fatal después de una revelación de tales características. No tenía ganas de que Rachel creyera que él tenía un problema grave.

Rachel le invitó a tomar café después de la cena, aunque Will se dio cuenta de que no era el sexo lo que estaba en el aire. O sí, tal vez hubiera un levísimo aroma a sexo, pero ese aroma emanaba de él, de modo que no contaba. Rachel le resultaba tan atractiva que, si estuviera con ella, siempre habría un leve aroma a sexo. Todo lo que parecía salir de ella era una especie de tranquila, moderada diversión y una suerte de tolerancia aturdida; por más agradecido que estuviera Will por semejantes favores, difícilmente podía tomarlos, pensó, por indicios precursores de cualquier clase de intimidad física que sobrepasara una rápida caricia en el pelo.

Rachel sirvió el café en unas espléndidas tazas azules, de diseño, y los dos se sentaron frente a frente, ella medio tendida en el sofá, él rígido en una vieja butaca, tapada con una especie de manta asiática.

—¿Por qué pensaste que Marcus te convertiría en un tío más interesante de lo que eres? —le preguntó ella después de tenderle la taza de café, después de que ambos revolvieran el contenido, soplaran sobre él e hicieran cuanto se esperaba que hiciesen.

—¿Te parecí más interesante?

—Sí, supongo que sí.

—¿Por qué?

—Porque... ¿De veras quieres saber la verdad? —Sí.

—Porque pensé que eras como un espacio en blanco. No te dedicabas a nada, no te apasionaba nada, no parecía que tuvieras gran cosa de que hablar, y de pronto vas y me dices que tienes un hijo...

—Yo en realidad no lo dije.

—De acuerdo, como quieras. Y entonces pensé que me había equivocado contigo.

—¿Lo ves? Tú misma has contestado a tu pregunta.

—Pero es que seguía sin saber cómo eras.

—¿Y cómo lo has averiguado?

—Porque hay algo que no cuadra. Lo de Marcus no te lo inventaste. Estás implicado en su vida, es un chico que te importa, lo entiendes, te preocupas por él... No eres el tipo que yo pensé que eras antes de que lo sacaras a relucir.

Will advirtió que eso en principio tenía que servir para que se sintiera mejor, pero no fue así. Para empezar, sólo conocía a Marcus desde hacía unos meses, de modo que Rachel había planteado unas cuantas preguntas de peso sobre los treinta y seis años que él había dejado correr como si fuesen arena entre los dedos. Y no le apetecía que fuera Marcus quien definiese cómo era él. Quería expresar su propia vida, su propia identidad; quería ser interesante por sí mismo. ¿Dónde había oído antes esa misma queja? En el SPAT, ni más ni menos. De modo inexplicable había logrado convertirse en un padre separado sin tomarse siquiera la molestia de engendrar un hijo.

Pero no tenía ningún sentido quejarse de todo eso. Ya era demasiado tarde; había preferido no hacer caso de sus propios consejos, esos que tan útiles le habían sido durante toda su vida de adulto. Tal como Will veía las cosas, la razón de que algunas de las personas que iban al SPAT estuvieran como estaban no era que tuviesen hijos: sus problemas tenían su origen mucho antes, al enamorarse de otra persona y convertirse en seres vulnerables. Will acababa de hacer justamente eso; por lo que a él se refería, había encontrado su justo merecido. Pronto se pondría a cantar con los ojos cerrados, y no había forma de remediarlo.

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