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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (14 page)

—Porque así es como me crece, y porque odio ir al peluquero.

—Se te nota. ¿Cada cuánto sueles ir?

—No voy nunca. Me lo corta mi madre.

—¿Tu madre? Joder. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? Yo diría que estás en edad de ir tú solo a que te corten el pelo.

A Marcus le interesó eso de «estar en edad». No se lo decían a menudo.

—¿Tú crees?

—Pues claro. ¿Doce años? Dentro de cuatro incluso podrías casarte. ¿Seguirás diciéndole entonces a tu madre que te corte el pelo?

Marcus no creía que en cuatro años fuera a casarse, pero sí entendió lo que Will trataba de decirle.

—A ella no le gustaría, ¿verdad que no? —preguntó.

—¿A quién?

—A mi mujer. Eso si tuviera mujer, claro, pero no lo creo. Al menos, no será dentro de cuatro años.

—No, no estaba pensando en eso. Estaba pensando en que lo más probable es que te sintieras un poco imbécil si tu madre tuviera que encargarse de todo eso, de cortarte el pelo y las uñas, de frotarte la espalda en la bañera, de...

—Ah, ya. Sí, entiendo qué quieres decir.

Y sí, entendía lo que Will quería decir. Y sí, Will tenía toda la razón. En semejantes circunstancias se habría sentido como un imbécil. Sin embargo, había otra forma de ver las cosas: si su madre llegaba a cortarle el pelo en los siguientes cuatro años, significaría que entretanto no había ocurrido nada terrible. Tal como estaban las cosas, prefería sentirse un poco imbécil al menos una vez cada dos meses.

Marcus visitó a Will a menudo a lo largo del otoño, y a la tercera o cuarta vez tuvo la impresión de que éste empezaba a acostumbrarse a sus visitas. La segunda vez tuvieron una pelotera: Will no quiso dejarlo entrar y Marcus tuvo que insistir, pero finalmente llegaron a una fase en la que Marcus tocaba el timbre y Will abría la puerta sin tomarse la molestia de ver quién llamaba. Will regresaba al cuarto de estar y daba por sentado que el chico lo seguiría. En un par de ocasiones Marcus no lo encontró en casa, y nunca supo si había salido adrede. En realidad, no quería saberlo, de modo que no se lo preguntó.

Al principio no hablaban mucho. Más tarde, cuando las visitas de Marcus se convirtieron en algo rutinario, Will pareció pensar que al menos deberían charlar como era debido. Sin embargo, no se le daba demasiado bien. La primera vez fue mientras hablaban de un gordo que llevaba varios días consecutivos ganando en
Countdown
. Sin venir a cuento, al menos para Marcus, Will le preguntó qué tal iban las cosas por su casa.

—¿Te refieres a mi madre?

—Pues claro.

Era tan obvio que Will preferiría hablar del gordo de
Countdown
en lugar de referirse a todo lo que había ocurrido, que por un instante Marcus sintió deseos de enojarse, porque él no tenía esa misma posibilidad de elección. Si hubiese dependido de él, se habría pasado todo el rato pensando en el gordo de
Countdown
. Lo malo era que no podía, pues había otros asuntos en los que pensar. Sin embargo, su enfado no duró mucho. No era culpa de Will, y al menos lo había intentado, por más difícil que le resultara.

—Está bien, gracias —dijo Marcus, en un tono que sugería que siempre lo estaba.

—No, ya sabes...

—Sí, ya sé. No, no tiene nada que ver.

—¿Todavía te fastidia?

No había vuelto a hablar de aquello desde la noche en que ocurrió, y ni siquiera entonces llegó a explicarle a nadie lo que sentía. Lo que sentía a todas horas del día y todos los días de la semana era un miedo espantoso. De hecho, la razón principal de que visitara a Will después del colegio era que de ese modo demoraba un poco su vuelta a casa. Ya no podía subir por las escaleras sin mirarse los pies y acordarse del Día del Pato Muerto. Cuando llegaba el momento de introducir su llave en la cerradura, el corazón le latía desbocado, hasta el punto de que notaba cada latido en los brazos y en las piernas, y cuando veía a su madre cocinar, o preparar algún trabajo en la mesa del comedor, o ver las noticias por la tele, sólo lograba contener por los pelos el llanto, las ganas de vomitar o lo que fuera.

—Un poco, si me paro a pensarlo.

—¿Y con qué frecuencia piensas en eso?

—No lo sé.

A todas horas, a todas horas, a todas horas. ¿Podría decirle eso a Will? No tenía ni idea. A su madre desde luego que no, a su padre tampoco, ni a Suzie. Todos armarían demasiado jaleo. A su madre la alteraría, Suzie querría hablar con él del asunto, su padre querría que se volviera a vivir con él en Cambridge... y Marcus no necesitaba nada de todo eso. Así pues, ¿por qué iba a decírselo a nadie? ¿Qué sentido tenía? Sólo deseaba una promesa de alguien, de quien fuese, y la garantía de que nunca más volvería a ocurrir. Y eso no podía dárselo nadie.

—Me cago en Dios —soltó Will—. Perdona, no debería decir eso delante de ti, ¿verdad?

—No importa. En el colegio hay gente que no para de decirlo.

Y eso fue todo. Eso fue todo lo que dijo Will: «Me cago en Dios.» Marcus no entendió por qué había pronunciado Will una blasfemia como aquélla, aunque le gustó, hizo que se sintiera mejor. Se trataba de algo serio, aunque no demasiado, y le hizo ver que no era un tipejo patético por haberse asustado tanto.

—Quédate si quieres a ver
Vecinos
—propuso Will—. Si no, te perderás el principio.

Marcus nunca veía
Vecinos
, no entendía cómo se le había ocurrido a Will que podía gustarle esa serie, pero de todos modos se quedó. Pensó que debía hacerlo. Vieron el episodio sin abrir la boca, y cuando sonó la melodía de la serie para indicar el final, Marcus le dio las gracias cortésmente y volvió a su casa.

16

Con el tiempo, Will comenzó a considerar las visitas de Marcus parte integral de su vida cotidiana, y lo hizo casi sin darse cuenta. No le resultó difícil, ya que el tejido de sus días era más bien andrajoso y tenía abundantes agujeros, agujeros de tamaño considerable, en los que cabía de todo, aunque también podría haberlos llenado de otros asuntos más llevaderos y apetecibles, como ir más de compras, ir más tardes al cine, lo que fuera; nadie podría discutirle que Marcus venía a ser como el equivalente de una de esas lamentables películas de Steve Martin y una bolsa de chucherías. No era que se portara mal cuando iba a verlo, porque no lo hacía. Y tampoco que resultase fatigoso hablar con él, porque no lo era. Ocurría, sencillamente, que Marcus parecía difícil porque daba la impresión de que sólo había hecho un alto en este planeta camino de quién sabe dónde, de algún lugar en el que tal vez encajase mejor. A sus periodos de total ausencia, cuando se comportaba como si hubiese desaparecido por completo dentro de su mente, seguían otras fases en las que al parecer trataba de compensar tales ausencias, y entonces se ponía a disparar preguntas a bocajarro.

En un par de ocasiones Will decidió que no iba a ser capaz de afrontarlo, y salió para ir de compras o al cine. Sin embargo, por regla general estaba en casa a las cuatro y cuarto, a la espera de que sonase el timbre, a veces porque no le apetecía demasiado salir, y otras porque de algún modo se sentía en deuda con Marcus. No tenía ni idea de qué le debía ni por qué, pero advirtió que en la vida del chico estaba al servicio de cierto propósito, al menos por el momento, y eso era algo que no le ocurría con la vida de nadie más, así que difícilmente moriría de fatiga por exceso de compasión. En cualquier caso, seguía siendo un verdadero coñazo eso de tener a un chico que se le imponía a la fuerza cada tarde. Sería un gran alivio para Will el que un buen día Marcus encontrase en otra parte el verdadero propósito de su vida.

A la tercera o cuarta visita de Marcus, Will le preguntó por Fiona, y terminó deseando no haberlo hecho, porque estaba claro que el chico seguía bastante perturbado por lo ocurrido. Will no iba a culparlo por ello, pero tampoco se le ocurrió nada que decir, nada que tuviese el menor valor, que sirviera de consuelo, así que terminó por proferir una blasfemia solidaria y, considerando la edad de Marcus, inapropiada. Will no volvería a cometer ese error. Si Marcus deseaba hablar de las tendencias suicidas de su madre, que lo hiciera con Suzie, con un tutor o con alguien capaz de algo más que soltar una obscenidad.

Lo cierto era que Will se había pasado toda su vida rehuyendo las cosas que de verdad cuentan. Al fin y al cabo, era hijo y único heredero del hombre que había escrito «Santa's Super Sleigh». Santa Claus, de cuya existencia casi todos los adultos dudaban con razón de sobra, le traía por su cara bonita todo lo que vestía, comía y bebía, los sillones en que se sentaba, hasta la casa en que vivía. Podría sostenerse, y no sin razón, que la realidad no estaba inscrita en su código genético. Le gustaba ver las cosas que de verdad cuentan en series televisivas como
EastEnders
o
The Bill
, y escuchar a Joe Strummer, a Curtis Mayfield y a Kurt Cobain cantar canciones acerca de las cosas que de verdad cuentan, aunque nunca había tenido una cosa que de verdad contara sentada en el sofá de su casa. No era de extrañar, por tanto, que una vez hubo preparado una taza de té y le hubo ofrecido unas galletas, no supiera en realidad qué hacer con aquello.

A veces lograban iniciar una conversación sobre la vida de Marcus, que sin embargo eludía los desastres gemelos de su casa y el colegio.

—Mi padre dejó de tomar café —dijo Marcus de pronto, una tarde, después de que Will se hubiera quejado de las intoxicaciones por cafeína (riesgo laboral, supuso, de los desempleados).

Will nunca se había parado a pensar en el padre de Marcus. El chico parecía a tal extremo un mero producto de su madre que la sola idea de que pudiera existir un padre resultaba casi una incongruencia.

—¿A qué se dedica tu padre?

—Trabaja en los Servicios Sociales de Cambridge.

Eso tenía su lógica, pensó Will. Todas aquellas personas eran de otro país, un país del que Will no sabía prácticamente nada, y que encima carecían de la menor utilidad: musicoterapeutas, funcionarios y asistentes sociales, tiendas de alimentación integral con tablones de anuncios de contactos y ventas varias, aceites de aromaterapia, jerséis de brillantes colores, complicadas novelas europeas y sentimientos a flor de piel. Marcus era al cien por cien de tal palo tal astilla.

—¿Exactamente en qué?

—Pues no lo sé, aunque no gana demasiado.

—¿Lo ves con frecuencia?

—Sí, bastante. Algunos fines de semana. En vacaciones. Tiene una novia que se llama Lindsey. Es muy guapa.

—Ah.

—¿Quieres que sigamos hablando de él? —preguntó Marcus—. Si te apetece, sigo.

—¿Tú quieres hablar de él?

—Sí. En casa no tengo muchas ocasiones de hacerlo.

—¿Y qué te apetece decir?

—No lo sé. Podría contarte qué coche tiene, y si fuma o no.

—De acuerdo. ¿Fuma? —A Will ya no le desconcertaba el modo un tanto excéntrico en que Marcus estructuraba su conversación.

—No. Lo ha dejado —respondió Marcus en tono triunfal, como si acabara de llevar a Will a una encerrona.

—Ah.

—Pero le costó mucho.

—Seguro. ¿Echas de menos a tu padre?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes. No sé... ¿No lo echas de menos? Seguro que entiendes lo que quiero decir.

—Lo veo bastante. ¿Cómo iba a echarlo de menos?

—¿Querrías verlo más de lo que lo ves?

—No.

—Ah, pues qué bien.

—¿Puedo tomar otra Coca-Cola?

Al principio Will no comprendió por qué Marcus había introducido a su padre como tema de conversación, aunque estaba claro que no dejaba de tener cierto valor hablar de algo que al chico no le recordase el espantoso lío en que estaba metido a cada instante. La victoria sobre la adicción a la nicotina no constituía exactamente una victoria de Marcus, aunque en una vida como la suya, por el momento completamente ajena a las victorias, era lo que más cerca había estado de una victoria desde hacía algún tiempo.

Will pensó que eso debía de ser muy triste, pero también comprendió que no era su problema. De hecho, ningún problema era suyo. Pocas personas estaban en situación de afirmar que no tenían problemas, pero es que eso tampoco era problema suyo. A Will no le parecía que ésa fuese razón para avergonzarse, sino motivo, más bien, de una sonora y salvaje celebración. Llegar a su edad sin haberse encontrado con ninguna dificultad seria le parecía un récord digno de mantenerse a toda costa, y aunque no le importaba ofrecer a Marcus una lata de Coca-Cola de vez en cuando, tampoco pensaba embrollarse en la penosa comida para perros que era de hecho la vida de Marcus. ¿Por qué iba a querer hacerlo?

A la semana siguiente, la cita acostumbrada de Will con
Countdown
se vio interrumpida por lo que sonó inequívocamente como un puñado de gravilla arrojado contra la ventana del cuarto de estar, seguido de inmediato por una serie de continuos, urgentes y molestos timbrazos. Will supo que aquello anunciaba complicaciones —a nadie le llueve una andanada de gravilla en la ventana, además de una serie de frenéticos timbrazos, sin que eso signifique problemas, dedujo—, y su primera reacción fue subir el volumen del televisor y hacer caso omiso de las molestias, pero al final triunfó cierto sentido de su propia dignidad que además expulsó
ipso facto
a la cobardía, y se levantó del sofá a toda prisa para abrir la puerta.

Marcus estaba a la entrada, aguantando un chaparrón de caramelos con el que alguien lo bombardeaba, proyectiles en forma de piedra, e igual de duros, que podrían haber causado tanto daño como las mismas piedras. Si Will lo supo, fue porque varios de esos proyectiles también le alcanzaron. Hizo pasar a Marcus y localizó a los dos bombarderos, dos adolescentes malcarados, con el pelo cortado a la moda.

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—¿Y tú quién eres?

—A ti eso no te importa. ¿Quiénes sois vosotros? —Will no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido ganas de darle una paliza a alguien, pero a esos dos deseó darles una buena—. Largo de aquí.

—Bah —soltó uno de ellos. Will supuso que trataba de manifestar que no tenían miedo, pero su valentía quedó en entredicho cuando se marcharon a toda prisa. Fue una sorpresa y un alivio. Will jamás habría echado a correr al ver a Will, ni siquiera en un millón de años (mejor dicho, en el improbable caso de que Will se hubiera encontrado consigo mismo en un callejón a oscuras, los dos Will habrían salido por piernas a idéntica velocidad, muy deprisa, en direcciones opuestas). Sin embargo, era un adulto, y aunque por supuesto era verdad que los adolescentes habían perdido todo el respeto a sus mayores, aunque fuese necesario reimplantar el servicio militar y todo eso, sólo los peores entre los malos o sólo los que fueran armados estarían dispuestos a afrontar el riesgo de verse las caras con alguien más grande y mayor que ellos. Will entró en su casa sintiéndose más grande y más viejo, si bien no del todo descontento consigo mismo.

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