—¿Por qué lo dejasteis?
—Lo dejé yo. Había algo en él que me inquietaba, no conseguía estar completamente relajada con él... a pesar de que no me daba motivos...
—¿Tenía alguna exigencia... especial?
—¿En la cama?
—Sí.
Ingrid se encogió de hombros.
—No más que cualquier otro hombre.
¿Por qué, al oír aquellas palabras, sintió una absurda punzada de celos?
—Pues entonces, ¿qué era?
—No sé, Salvo, es una sensación que no puedo explicar con palabras...
—¿A qué se dedicaba?
—Había sido capitán de un petrolero, pero recibió una herencia y... prácticamente no hacía nada.
—¿Cómo os conocisteis?
Ingrid soltó una carcajada.
—Por casualidad. En un surtidor de gasolina. Había cola y nos pusimos a hablar.
—¿Dónde fue eso?
—En Spigonella. ¿Sabes dónde está?
—Sí, lo conozco.
—Perdona, Salvo, ¿me estás sometiendo a un interrogatorio?
—Más bien sí.
—¿Por qué?
—Después te lo explico.
—¿Te molestaría que fuéramos a otro sitio?
—¿No te encuentras a gusto aquí?
—No, aquí dentro, haciéndome todas esas preguntas..., me pareces otro.
—¿Cómo otro?
—Sí, un extraño, alguien a quien no conozco. ¿Podemos ir a tu casa?
—Como quieras. Pero nada de whisky. Por lo menos, no antes de terminar.
—A sus órdenes, señor comisario.
Se dirigieron a Marinella cada uno en su coche y, naturalmente, la sueca llegó mucho antes que él.
Montalbano fue a abrir la puerta vidriera de la galería.
La noche era muy suave, tal vez demasiado. Olía a una mezcla de sal y ajedrea. El comisario respiró hondo y sus pulmones lo aspiraron con deleite.
—¿Nos sentamos en la galería? —propuso Ingrid.
—No, mejor dentro.
Se sentaron frente a frente a la mesa del comedor. La sueca lo miraba perpleja. El comisario dejó a un lado el sobre con las fotografías de Lococo que se había llevado de la comisaría.
—¿Puedo saber el porqué de todo este interés por Ninì?
—No.
A la sueca no le gustó la respuesta y Montalbano se dio cuenta.
—Si te lo dijera, probablemente influiría en tus respuestas. Me has dicho que lo llamabas Ninì. ¿Diminutivo de Antonio?
—No. De Ernesto.
¿Era una casualidad? Los que modificaban sus datos personales solían conservar las iniciales del nombre y del apellido. ¿El hecho de que tanto Lococo como Errera se llamaran Ernesto significaba que eran la misma persona? Mejor ir despacio y con cuidado.
—¿Era siciliano?
—No me dijo de dónde era. Lo único que sé es que se había casado con una joven de Catanzaro y que la muchacha murió dos años después de la boda.
—¿Te dijo exactamente de Catanzaro?
Ingrid parecía dudar. Sacó la punta de la lengua.
—¿O quizá de Cosenza?
Unas adorables arrugas se le dibujaron en la frente.
—Me he equivocado. Dijo exactamente Cosenza.
¡Ya eran dos coincidencias! El difunto señor Ernesto Lococo seguía ganando puntos de coincidencia con el no menos difunto señor Ernesto Errera. De repente, Montalbano se incorporó en la silla y besó a la sueca en la comisura de la boca. Ella lo miró con ironía.
—¿Haces siempre esto cuando el interrogado te da la respuesta que quieres escuchar?
—Sí, sobre todo si son varones. Dime una cosa: ¿tu Ninì cojeaba?
—A veces sí, cuando hacía mal tiempo. Pero casi no se le notaba.
El doctor Pasquano había hilado fino. Sólo que no se sabía si Errera también cojeaba o no.
—¿Cuánto duró vuestro romance?
—Poquísimo, un mes y medio o dos. Pero...
—Pero ¿qué?
—Fue muy intenso.
¡Zas! Otra punzada de celos injustificados.
—¿Y cuándo terminó?
—Hace casi dos meses.
Por consiguiente, poco antes de que alguien lo matara.
—¿Cómo fue que lo dejaste?
—Un día lo llamé para decirle que esa noche iría a verlo a Spigonella.
—¿Siempre os veíais de noche?
—De noche, muy tarde, sí.
—¿Nunca ibais..., no sé..., a algún restaurante?
—No, jamás nos vimos fuera del chalet. No parecía que le apeteciera mucho que lo vieran por ahí, ni conmigo ni sin mí. Y ésa era otra cosa que me preocupaba.
—Continúa.
—Como te decía, lo llamé para proponerle que nos viéramos en su casa por la noche. Pero él me dijo que no podía ser. Había llegado alguien y tenía que hablar con él. Eso ya había ocurrido un par de veces. Acordamos vernos a la noche siguiente. Sólo que a la noche siguiente yo no fui. Por voluntad propia.
—Ingrid, sinceramente no consigo comprender por qué tú, de repente...
—Intentaré explicarme. Yo llegaba con mi coche. Encontraba la primera verja abierta. Recorría el caminito que conducía al chalet. La segunda verja también estaba abierta. Introducía el coche en el garaje, y Ninì, mientras tanto, en medio de la oscuridad, iba a cerrar las verjas. Subíamos juntos la escalera...
—¿Qué escalera?
—El chalet tiene dos plantas, ¿no? Ninì tenía alquilada la de arriba. Se subía por una escalera exterior.
—A ver si lo entiendo. ¿No tenía alquilado todo el chalet?
—No, sólo el piso de arriba.
—¿Y no estaba comunicado con la planta baja?
—Sí. Había una puerta que daba a una escalera interior. Pero las llaves de esa puerta las tenía el propietario de la casa.
—Por consiguiente, ¿tú sólo conoces el piso de arriba?
—Exacto. Como te decía..., subíamos por la escalera exterior y nos íbamos directamente al dormitorio. Ninì era un maniático: antes de encender la luz, se cercioraba de que las ventanas estuviera bien cerradas. Todas tenían postigos y cortinas gruesas.
—Sigue.
—Luego nos desnudábamos y hacíamos el amor. Largo rato.
¡Zaaaaas! No fue una punzada, sino una verdadera puñalada.
—Aquel día que no pudimos quedar, empecé a pensar, no sé por qué, en mi historia con Ninì. Lo primero de lo que me di cuenta fue de que ni una sola vez había deseado quedarme a pasar toda la noche con él. Después de hacer el amor, nos quedábamos mirando al techo, mientras nos fumábamos un cigarrillo. No hablábamos, no teníamos nada que decirnos. Además, aquellos barrotes de las ventanas...
—¿Hay barrotes?
—En todas las ventanas. También en las de la planta baja. Aquellos barrotes que yo veía, sin verlos, al otro lado de las cortinas, hacían que me sintiera como en una cárcel... A veces, él se levantaba y se ponía a hablar por la radio...
—¡¿Qué?! ¿Qué radio?
—Era radioaficionado. Decía que la radio le hacía mucha compañía cuando navegaba, y que desde entonces... Tenía un equipo muy sofisticado en el salón.
—¿Oías lo que decía?
—Sí, pero no entendía nada... Casi siempre hablaba en árabe o en una lengua de ésas. Yo entonces me vestía y me iba. No sé, el caso es que aquel día empecé a hacerme preguntas y llegué a la conclusión de que aquella historia había durado demasiado. Y no fui a reunirme con él.
—¿Tenía tu número de móvil?
—Sí.
—¿Te llamaba?
—Sí, claro, para decirme que retrasara o adelantara mi llegada.
—¿Y no te sorprendió que no se pusiera en contacto contigo?
—Pues la verdad es que sí. Pero, como prefería que no lo hiciera, no le di más vueltas.
—Vamos a ver, trata de hacer memoria. Mientras estabas con él, ¿jamás oíste ningún ruido en el resto de la casa?
—¿Qué significa el resto de la casa? ¿Quieres decir en las demás habitaciones?
—No, quiero decir en la planta baja.
—¿Qué clase de ruidos?
—No sé, voces, sonidos... la llegada de un coche...
—No. La planta baja estaba deshabitada.
—¿Lo llamaban a menudo?
—Cuando estábamos juntos, apagaba los móviles.
—¿Cuántos tenía?
—Dos. Uno era vía satélite. Cuando volvía a conectarlos, enseguida comenzaban a sonar.
—¿Hablaba siempre en árabe... o en la lengua que fuera?
—No, a veces también en italiano, pero entonces se iba a otra habitación, aunque a mí no me importaba demasiado saber lo que decía.
—¿Y qué explicaciones daba?
—¿Acerca de qué?
—De esas llamadas.
—¿Por qué habría tenido que darme explicaciones?
Eso también era verdad.
—¿Sabes si tenía amigos por aquí?
—Jamás lo vi con nadie. No creo. No quería tener amistades.
—¿Por qué?
—Una de las raras veces que habló de sí mismo, me contó que el petrolero en el que navegaba había provocado un gran desastre ecológico. Había una causa pendiente contra él y la compañía naviera le había aconsejado que desapareciera durante un tiempo. Y eso explicaba que estuviera siempre en casa, el solitario chalet, etc.
«Aun dando por bueno todo lo que ha contado Ingrid —pensó el comisario—, no se entiende por qué Lococo-Errera acabó como acabó. ¿Cabe pensar que su armador ordenó asesinarlo para evitar que declarara? ¡Venga, hombre! Aquel homicidio se había debido sin duda a turbias razones, y la descripción que Ingrid había realizado de aquel hombre no era la de alguien que no tiene nada que ocultar, pero, aun así, las razones tenían que buscarse en otro sitio.»
—Creo que me merezco un poco de whisky, señor comisario —dijo Ingrid al llegar a este punto.
Montalbano se levantó y abrió la puerta del pequeño armario donde guardaba las bebidas. Por suerte, Adelina se había encargado de renovar las provisiones y había una botella sin estrenar. Fue a la cocina a por dos vasos, regresó, se sentó y los llenó hasta la mitad. Ambos lo tomaban solo. Ingrid cogió el suyo, lo levantó y miró fijamente al comisario.
—Ha muerto, ¿verdad?
—Sí.
—Asesinado. De lo contrario, no te encargarías tú del asunto.
Montalbano asintió con la cabeza.
—¿Cuándo ocurrió?
—Yo creo que no te llamó, después de que tú no acudieras a la cita, porque ya no estaba en condiciones de hacerlo.
—¿Ya estaba muerto?
—No sé si lo mataron enseguida o lo mantuvieron un tiempo prisionero.
—¿Y... cómo lo mataron?
—Lo ahogaron.
—¿Cómo lo has descubierto?
—En realidad, se hizo descubrir él mismo.
—No entiendo.
—¿Recuerdas que me dijiste que me habías visto desnudo en la televisión?
—Sí.
—El muerto con el que me tropecé era él.
Sólo entonces se acercó Ingrid el vaso a los labios y no los apartó hasta que no quedó ni una gota de whisky. Después se levantó, se fue a la galería y salió fuera. Montalbano tomó el primer sorbo y encendió un cigarrillo. La sueca volvió a entrar y fue al cuarto de baño. Regresó con la cara lavada, volvió a sentarse y se llenó nuevamente el vaso.
—¿Hay más preguntas?
—Todavía unas cuantas. ¿Hay algo tuyo en el chalet de Spigonella?
—No te entiendo.
—Quiero decir si dejaste algo allí.
—¿Qué quieres que dejara?
—Yo qué sé. Alguna muda de ropa interior...
—¿Unas bragas?
—Bueno...
—No, no hay nada mío. Ya te dicho que nunca me quedé a pasar la noche con él. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque tarde o temprano tendremos que ir a registrar el chalet.
—Puedes ir tranquilo. ¿Alguna pregunta más? Estoy un poco cansada.
Montalbano sacó las fotografías del sobre y se las pasó a Ingrid.
—¿En cuál de ellas se parece más?
—Pero ¿es que no son todas suyas?
—Son reconstrucciones hechas con ordenador. El rostro estaba muy desfigurado, casi irreconocible.
La sueca las examinó. Después eligió la del bigote.
—Ésta. Aunque...
—¿Aunque qué?
—Hay dos cosas que no están bien. El bigote lo tenía mucho más largo y era de otra forma, tipo tártaro...
—¿Y la otra?
—La nariz. Las ventanas de la nariz eran más anchas.
Montalbano sacó del sobre la ficha del archivo.
—¿Como en esta foto?
—Éste sí es él —dijo Ingrid—, aunque no lleve bigote.
Ya no cabía la menor duda: Lococo y Errera eran la misma persona. La descabellada teoría de Catarella había resultado ser una verdad concreta.
Montalbano se levantó, le tendió la mano a Ingrid y la ayudó a levantarse. Cuando la sueca estuvo de pie, la abrazó.
—Gracias.
Ingrid lo miró.
—¿Eso es todo?
—Llevemos la botella y los vasos a la galería —dijo el comisario—. Ahora empieza la diversión.
Se sentaron muy juntos en el banco. La noche olía a sal, ajedrea, whisky y albaricoque, justamente el olor de la piel de Ingrid. Una mezcla que ni un perfumista podría imitar.
No hablaron, satisfechos de permanecer así. Ingrid no pudo terminar el tercer vaso.
—¿Permites que me tumbe en tu cama? —murmuró de repente.
—¿No quieres regresar a casa?
—No me atrevo a conducir.
—Te llevo en mi coche y mañana...
—No quiero volver a casa. Pero si no te apetece que me quede, me tumbo sólo unos minutos y después me voy. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Ingrid se levantó, le dio un beso en la frente y abandonó la galería. «No quiero volver a casa», había dicho. ¿Qué representaba para Ingrid su casa y la de su marido? ¿Tal vez una cama aún más extraña que aquella en la que estaba tumbada en ese momento? Y, si hubiera tenido un hijo, ¿no le habría parecido su casa más cálida, más acogedora? ¡Pobre mujer! ¿Cuánta melancolía, cuánta soledad escondía detrás de aquella aparente alegría de vivir? Sintió que crecía en su interior una nueva sensación con respecto a Ingrid, una sensación de profunda ternura. Se bebió unos cuantos tragos más de whisky y después, como empezaba a refrescar, entró en la casa con la botella y los vasos. Echó un vistazo al dormitorio. Ingrid dormía vestida, sólo se había quitado los zapatos. Se sentó a la mesa, le concedería otros diez minutos de sueño.
«Entre tanto, haremos un pequeño resumen de los capítulos anteriores», se dijo en su fuero interno.
Ernesto Errera es un delincuente habitual nacido tal vez en Cosenza, o que al menos actúa en esa zona. Tiene un largo historial delictivo, que va desde el robo con violencia al atraco a mano armada. Actualmente vive en la clandestinidad. Hasta aquí, ninguna diferencia con otros cientos y cientos de delincuentes como él. En determinado momento, aparece de nuevo en Brindisi.