Stop. Un momento. Recapacitemos. No, en realidad, él no vio a nadie que avisara a una ambulancia. ¿Estás seguro, Montalbano? Repasemos una vez más la escena. No, estoy seguro. Dejémoslo así: alguien debió de avisar a una ambulancia. Del vehículo bajan dos auxiliares sanitarios. Uno de ellos, el delgado y con bigote, tras haber tocado la pierna de la mujer, dice que probablemente está rota. La mujer y los tres pequeños son introducidos en la ambulancia y ésta se pone en marcha con destino a Montelusa.
Volvamos atrás para más seguridad. Gafas. Muelle. Desembarco mujer embarazada. Niño aparece entre las piernas de cuatro inmigrantes ilegales. Niño escapa. Él lo persigue. Niño se rinde. Vuelven al punto de desembarco. Madre los ve y echa a correr hacia ellos. Niño lo mira. Madre tropieza, cae, no puede levantarse. Llega ambulancia. Auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Mujer y niños en la ambulancia. El vehículo se pone en marcha. Final de la primera secuencia.
En resumen: casi con toda seguridad nadie avisó a la ambulancia. Ésta llegó por su cuenta. ¿Por qué? ¿Porque había visto a la mujer caída en el suelo? Era posible. Y después, auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Y estas palabras autorizan el traslado en ambulancia. Si el auxiliar no hubiera dicho nada, algún agente habría avisado al médico, el cual, como siempre, se encontraba allí con ellos. ¿Por qué no consultaron con el médico? No lo consultaron porque no hubo tiempo: la oportuna llegada de la ambulancia y el diagnóstico del auxiliar sanitario hicieron que las cosas discurrieran según los deseos del director. Sí, señor. El director. Aquello había sido una escena teatral dirigida con mucha habilidad. A pesar de la hora, cogió el teléfono.
—¿Fazio? Soy Montalbano.
—
Dottore
, no hay novedades; si las hubiera, yo...
—Ahorra aliento. Te quiero preguntar otra cosa. ¿Mañana por la mañana tenías intención de reanudar las investigaciones?
—Sí, señor.
—Pues primero tienes que averiguar otra cosa.
—A sus órdenes.
—En el hospital de San Gregorio hay un auxiliar sanitario muy delgado y con bigote, de unos cincuenta y tantos años. Quiero saberlo todo sobre él, lo conocido y lo desconocido, ¿me explico?
—Sí, señor, perfectamente.
Colgó y volvió a llamar al San Gregorio.
—¿Está la enfermera Agata Militello?
—Un momento. Sí, creo que sí está.
—Quisiera hablar con ella.
—Está de guardia, tenemos orden de...
—Mire, soy el comisario Montalbano. Es un asunto importante.
—Espere, que la busco.
Cuando ya empezaba a desesperarse, oyó la voz de la enfermera.
—Comisario, ¿es usted?
—Sí. Disculpe que...
—No se preocupe. Dígame.
—Necesito verla y hablar con usted. Lo antes posible.
—Verá, comisario. Trabajo toda la noche y mañana por la mañana querría dormir un poco. ¿Podríamos vernos a las once?
—Por supuesto. ¿Dónde?
—Delante del hospital, por ejemplo.
Estaba a punto de decir que sí, pero lo pensó mejor. ¿Y si por casualidad el auxiliar sanitario de la ambulancia los veía juntos?
—Preferiría que fuera delante del portal de su casa.
—Muy bien. Via della Regione, veintiocho. Hasta mañana.
Durmió como un inocente angelito, sin pensamientos ni problemas. Siempre le ocurría lo mismo cuando, al principio de una investigación, comprendía que había dado con el camino adecuado. Al llegar a su despacho, sonriente y descansado, encontró sobre el escritorio un sobre dirigido a él y entregado en mano. No constaba el nombre del remitente.
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes,
dottori
!
—¿Quién ha traído esta carta?
—Poncio Pilato,
dottori
. La trajo anoche.
Se la guardó en el bolsillo. La leería después. O puede que nunca. Mimì Augello se presentó al poco rato.
—¿Qué tal ha ido con el jefe superior?
—Lo he visto un poco desanimado, no estaba tan soberbio como de costumbre. Está claro que de Roma sólo ha vuelto con buenas palabras. Ha dicho que el flujo migratorio clandestino del Adriático se ha desplazado claramente al Mediterráneo, y que por este motivo será más difícil detenerlo. Pero esta evidencia, al parecer, tardará mucho en ser reconocida por parte de quien corresponda, de la misma manera que costará reconocer que aumenta día a día el número de robos y atracos. En resumen, ellos cantan a coro «sin novedad, señora baronesa», mientras nosotros aquí nos vemos obligados a seguir tirando con lo que tenemos.
—¿Te has disculpado en mi nombre por mi ausencia?
—Sí, claro.
—¿Y qué te ha dicho?
—Salvo, ¿qué esperabas? ¿Que se echara a llorar? Ha dicho: «Muy bien». Y punto. Y ahora, ¿quieres explicarme qué mosca te picaba ayer?
—Tuve un contratiempo.
—Salvo, ¿a quién pretendes engañar? Primero me dices que tienes que ir a ver al jefe superior para presentarle la dimisión, y un cuarto de hora después cambias de idea y me dices que vaya a verlo yo. ¿Qué contratiempo tuviste?
—Si de veras quieres saberlo...
Y le contó toda la historia del niño. Cuando terminó, Mimì permaneció en actitud pensativa.
—¿Hay algo que no te cuadra? —le preguntó Montalbano.
—Me cuadra y no me cuadra.
—¿Qué quieres decir?
—Tú estás estableciendo una relación directa entre el asesinato del niño y el intento de fuga que éste protagonizó en el momento de desembarcar. Y en eso puede que te equivoques.
—¡Anda ya, Mimì! ¿Por qué iba a comportarse de esa manera, si no?
—Te contaré algo. Hace un mes, un conocido mío estuvo en Nueva York, en casa de un amigo norteamericano. Un día fueron a comer por ahí y pidieron un bistec con patatas. La ración era tan grande que mi amigo no pudo terminarlo y lo dejó en el plato. Después de pagar, cuando se disponían a irse, el camarero le entregó una bolsa con las sobras de la comida. Mi amigo la cogió y, al salir del restaurante, se acercó a un grupo de vagabundos para dársela. En ese momento, el amigo americano lo agarró del brazo y le dijo que los vagabundos no la aceptarían. Si de veras quería hacer algo por ellos, sería mejor que les diera medio dólar. «¿Por qué no habrían de aceptarlo?», preguntó mi amigo. Y el otro le contestó: «Porque hay gente que les ofrece comida envenenada, como se hace con los perros vagabundos». ¿Lo entiendes?
—No.
—Tal vez a aquel niño lo arrolló algún hijo de la gran puta por pura diversión, o por racismo... Tal vez no tenía nada que ver con el niño.
Montalbano lanzó un profundo suspiro.
—¡Ojalá! Si las cosas fueran como tú dices, me sentiría menos culpable. Pero, por desgracia, tengo el convencimiento de que todo el asunto obedece a un guión muy concreto.
Agata Militello era una acicalada cuarentona de rostro agraciado, aunque peligrosamente propensa a la obesidad. Era de verbo fácil y, de hecho, ella fue la que habló casi exclusivamente durante la media hora que pasó con el comisario. Dijo que aquella mañana estaba de muy mal humor porque su hijo, estudiante universitario («¿Sabe, comisario?, tuve la desgracia de enamorarme a los diecisiete años de un cornudo miserable que, en cuanto supo que estaba embarazada, me dejó»), quería casarse con una novia que tenía («pero, digo yo, ¿no podéis esperar? ¿Qué prisa tenéis en casaros? Primero, haced lo que os dé la gana, y después ya veremos»). Dijo también que en el hospital había toda una serie de hijos de puta que se aprovechaban de ella, que siempre estaba dispuesta a atender cualquier llamada extraordinaria que hubiera porque tenía un corazón tan grande que no le cabía en el pecho.
—Fue aquí —dijo, deteniéndose de repente.
Se encontraban en una calle muy corta, sin portales ni tiendas, formada prácticamente por la parte posterior de dos grandes edificios.
—¡Pero si aquí no hay ni un portal! —exclamó Montalbano.
—En efecto. Estamos en la parte trasera del hospital, que es este edificio a mano derecha. Yo hago siempre este camino porque entro por Urgencias, que es la primera puerta a la derecha a la vuelta de la esquina.
—Por consiguiente, la mujer que iba con los tres niños salió de Urgencias, giró a la izquierda, entró en esta calle y aquí se reunió con el coche.
—Exactamente.
—¿Vio si el coche venía desde Urgencias?
—No, señor, no lo vi.
—¿Se fijó en cuántas personas iban a bordo?
—¿Antes de que subiera la mujer con los niños?
—Sí.
—Sólo el que conducía.
—¿Observó algún detalle especial en el conductor?
—Señor comisario, ¿cómo habría podido hacerlo? El hombre no bajó del coche... Pero negro no era, eso seguro.
—Ah, ¿no? ¿Era como nosotros?
—Sí, señor comisario. Aunque... ¿sabe distinguir usted entre un tunecino y un siciliano? A mí una vez me ocurrió que...
—¿Cuántas ambulancias tienen ustedes? —la cortó el comisario.
—Cuatro, pero no son suficientes. Haría falta al menos otra..., pero no hay dinero.
—¿Cuántos hombres van normalmente en la ambulancia?
—Dos. Nos falta personal.
—¿Usted los conoce?
—Naturalmente, señor comisario.
Habría querido preguntarle acerca del auxiliar delgado y con bigote, pero no lo hizo porque aquella mujer hablaba demasiado. Puede que inmediatamente después corriera a verlo y le dijera que el comisario había preguntado por él.
—¿Le apetece tomar un café?
—Sí, señor comisario. Aunque no puedo abusar de él. Una vez me tomé cuatro cafés seguidos y...
En la comisaría lo esperaba Fazio, impaciente por reanudar las investigaciones sobre el desconocido hallado en el mar. Fazio era como un perro de caza. Cuando acechaba a una pieza, no cejaba en su empeño hasta que la cobraba.
—
Dottore
, el auxiliar sanitario de la ambulancia se llama Gaetano Marzilla.
Y no dijo más.
—¿Y bien? ¿Eso es todo? —preguntó sorprendido Montalbano.
—
Dottore
, ¿hacemos un trato?
—¿Qué trato?
—Usía permite que desahogue un poco mi complejo de registro civil, como lo llama usía, y después le cuento lo que he averiguado.
—Trato hecho —dijo el comisario, resignado.
Los ojos de Fazio se iluminaron de alegría. Se sacó del bolsillo una hojita de papel y empezó a leer.
—Gaetano Marzilla, nacido en Montelusa el seis de octubre de mil novecientos sesenta, hijo del difunto Stefano y de Antonia Diblasi, residente en Montelusa, Via Francesco Crispi dieciocho. Casado con Elisabetta Cappuccino, nacida en Ribera el catorce de febrero de mil novecientos sesenta y tres, hija del difunto Emanuele y de Eugenia Ricottilli, quien...
—O lo dejas ya o te pego un tiro —dijo Montalbano.
—Vale, vale, lo dejo —dijo Fazio, satisfecho, volviéndose a guardar la hoja de papel en el bolsillo.
—Bueno, ¿podemos hablar ya de cosas serias?
—Por supuesto. Este Marzilla trabaja en el hospital desde que se diplomó como auxiliar sanitario. Su mujer recibió como dote de su madre un pequeño establecimiento de artículos de regalo, el cual fue destruido hace tres años por un incendio.
—¿Intencionado?
—Sí, pero no estaba asegurado. Corren rumores de que la tienda fue incendiada porque Marzilla se hartó de pagar el
pizzo
, el impuesto de la mafia. ¿Y sabe qué hizo?
—Fazio, este tipo de preguntas me atacan los nervios. ¡Qué coño sé yo lo que hizo Marzilla! ¡Eres tú el que tienes que decírmelo!
—Marzilla aprendió la lección y seguramente se puso al día con el
pizzo
. Sintiéndose seguro, compró un almacén contiguo a la tienda y lo amplió y renovó todo. Resumiendo, está cargado de deudas y, como el negocio le va mal, dicen las malas lenguas que los usureros lo están estrangulando. Ahora el pobre hombre se ve obligado a buscar dinero por todas partes como un desesperado.
—Tengo que hablar como sea con este hombre. Y lo antes posible —dijo Montalbano tras permanecer un rato en silencio.
—¿Y qué hacemos? ¡No podemos ir y detenerlo! —dijo Fazio.
—¿Quién habla de detenerlo? Aunque...
—Aunque ¿qué?
—Si llegara a su conocimiento...
—¿Qué?
—Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Tú conoces la dirección de la tienda?
—Claro,
dottore
. Via Palermo treinta y cuatro.
—Gracias. Vuelve a tus caminatas.
Una vez se hubo retirado Fazio, el comisario se pasó un buen rato pensando en lo que debía hacer. Cuando lo tuvo claro, llamó a Galluzzo.
—Ve a la imprenta Bulone y encárgales unas tarjetas de visita.
—¿Mías? —preguntó Galluzzo, sorprendido.
—Gallù, ¿ya empiezas como Catarella? ¡Mías!
—¿Y qué les digo que pongan?
—Lo esencial.
Dott
. Salvo Montalbano, Comisaría de Policía de Vigàta, y abajo, a la izquierda, el número de teléfono. Que te hagan diez.
—Hombre,
Dottore
, ya que se pone...
—¿Qué quieres, que encargue mil? Así podría tapizar el váter... Me basta y me sobra con diez. Las quiero sobre este escritorio antes de las cuatro de la tarde. Y no admito excusas. Corre, antes de que cierren. —Ya era la hora de comer y seguramente estaría cerrado, pero, por probar, no perdía nada.
—¿Dica? ¿Quién habla? —contestó una voz femenina que como mínimo procedía de Burkina Faso.
—Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?
—Tú espera.
Era la tradición: cuando llamaba a Ingrid, siempre contestaba una asistenta procedente de países que no aparecían ni en el mapa.
—Hola, Salvo. ¿Qué ocurre?
—Necesitaría una pequeña ayuda. ¿Estás libre esta tarde?
—A las seis tengo una cita, pero hasta entonces...
—Será sólo un momento. ¿Podemos vernos en Montelusa a las cuatro y media delante del bar Victoria?
—De acuerdo. Hasta luego.
En el horno de casa encontró una tierna y maliciosa pasta
'ncasciata
(le faltaban adjetivos para describirla, no supo definirla mejor) y se la zampó. Después se cambió de ropa, se puso un traje gris, una camisa azul y una corbata roja. Su aspecto oscilaba entre lo burócrata y lo equívoco. Después se sentó en la galería y tomó el café mientras se fumaba un cigarrillo.
Antes de salir, cogió un sombrero verde tipo tirolés, que no se ponía nunca, y unas gafas sin graduar que había utilizado una sola vez, no recordaba por qué motivo. Cuando regresó al despacho, a las cuatro, vio sobre el escritorio una cajita con las tarjetas de visita. Cogió tres y las guardó en la cartera. Volvió a salir, abrió el maletero del coche donde guardaba un impermeable a lo Bogart, se lo puso, se encasquetó el sombrero y se fue.