Casi al límite del agotamiento, mientras nada en el mar con la furia de quien quiere liberarse de una noche de pensamientos obsesivos, el comisario Salvo Montalbano se topa, literalmente, con la investigación más difícil de cuantas ha llevado a cabo hasta la fecha. En efecto, su hallazgo de un cadáver medio descompuesto, con unos profundos cortes en las muñecas y los tobillos, desencadenará una serie de reacciones que harán que se sienta más aislado y superado por las circunstancias que nunca. La realidad política, la actitud de la policía hacia los inmigrantes, todo conspira contra su natural deseo de que se haga justicia con el cadáver anónimo, destinado si no, como tantos casos de clandestinos ahogados, a ser archivado sin más trámite y a perderse en un anonimato que, de un modo extrañamente macabro, parece armonizar con la acuciante sensación de soledad que padece Montalbano. Sin embargo, la iniquidad sacude por fin al comisario, borra del mapa cualquier intención de abandonar su profesión y lo empuja hacia el arriesgado camino de una doble investigación sobre unos delitos aparentemente independientes y sólo equiparables por la infame violencia que se adivina. Dos misterios que, a pesar de estar destinados a confluir en un punto determinado, se niegan a hacerlo, conformando un enigma inquietante que desbarata una y otra vez el rompecabezas. Al final del camino, la verdad que aguarda a Montalbano es de esas cuyo horror inconmensurable transforma para siempre a una persona, incluso a alguien tan curtido en mil batallas como Salvo Montalbano.
En esta novela de su famoso personaje, Andrea Camilleri ha dejado traslucir, con la profunda dimensión humana que lo caracteriza, su enfado con un mundo que le disgusta, pero también con quienes se acomodan, entre falsamente resignados y ocultamente satisfechos, a una realidad que casi siempre está sujeta a la voluntad del hombre.
Andrea Camilleri
Un giro decisivo
(Montalbano-10)
ePUB v1.0
Kytano22.10.11
Título original: Il giro di boa
Publicación: 2003
Traducción: María Antonia Menini Pagès
Noche cochina e infame, un torbellino de vueltas en la cama, un constante dormir y despertarse, levantarse y volverse a acostar. Y no por culpa de un atracón de pulpos a la sal o de sardinas rellenas con pan rallado, anchoas, cebolla, perejil, pasas y piñones al horno preparadas la víspera, porque al menos, en tal caso, el angustioso insomnio habría tenido un motivo; no señor, ni siquiera podía darse esa satisfacción. La víspera había tenido el estómago tan encogido que no le habría pasado ni una brizna de hierba. La culpa había sido de los negros pensamientos que lo habían asaltado después de oír una noticia en el telediario.
All'annigatu, petri di 'ncoddru
. «Al que se ahoga, piedras al cuello.» Era el dicho popular que se utilizaba cuando una serie insoportable de desgracias se abatía sobre algún desventurado. Y para él, que desde hacía unos meses navegaba a la deriva en un mar embravecido y a veces se sentía tan perdido como un náufrago, aquella noticia había sido como una auténtica pedrada; más aún, como una pedrada que le hubiera dado justo en la cabeza, dejándolo medio aturdido y haciéndole perder las últimas y debilísimas fuerzas que le quedaban.
Con expresión de absoluta indiferencia, la presentadora del telediario había señalado que la Fiscalía de Génova tenía el convencimiento de que los dos cócteles molotov que habían descubierto en la escuela Diaz durante las reuniones del G8 habían sido colocados por la propia policía para justificar la dureza de su intervención. Al parecer —había añadido la presentadora—, el agente que había declarado haber sido víctima de un intento de apuñalamiento por parte de un manifestante antiglobalización, había mentido: el desgarrón en el uniforme se lo había hecho él mismo para demostrar lo peligrosos que eran aquellos jóvenes, quienes, a juzgar por los datos que iban aflorando, lo único que hacían en la escuela Diaz era dormir tranquilamente. Tras escuchar la noticia, Montalbano se pasó media hora sentado en el sillón, delante del televisor, incapaz de pensar, abrumado por una mezcla de rabia y vergüenza y empapado de sudor. Ni siquiera tuvo fuerzas para levantarse a contestar al teléfono, que estuvo sonando un buen rato. Bastaba con reflexionar un poco sobre la información que tanto la prensa como la televisión facilitaban con cuentagotas —cumpliendo las directrices gubernamentales— para hacerse una idea de la situación: a la chita callando, sus colegas de Génova habían perpetrado un acto de violencia ilegal, una especie de venganza a sangre fría y, por si fuera poco, presentando pruebas falsas. Aquello evocaba momentos pasados y olvidados de la policía fascista o de la del ministro del Interior Mario Scelba. Finalmente, decidió irse a la cama. Mientras se levantaba del sillón, el teléfono volvió a darle la lata con sus timbrazos. Casi sin darse cuenta, descolgó el auricular. Era Livia.
—¡Dios mío, Salvo! ¡Llevo horas llamándote! ¡Estaba empezando a preocuparme! ¿Es que no oías el teléfono?
—Sí, lo he oído, pero no me apetecía contestar. No sabía que eras tú.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada. Estaba pensando en lo que han dicho en la televisión.
—¿Sobre los acontecimientos de Génova?
—Exacto.
—Sí, yo también lo he visto.
Pausa. Y a continuación:
—Me gustaría estar ahí contigo. ¿Quieres que mañana coja el avión y vaya para allí? Podríamos hablar con calma de todo este asunto. Ya verás como...
—Livia, no hay mucho que decir. Ya hemos hablado demasiado de este tema. Esta vez he tomado una decisión muy seria.
—¿Cuál?
—Dimito. Mañana iré a ver al jefe superior y le presentaré mi dimisión. Bonetti-Alderighi estará encantado.
A Livia le costó reaccionar, hasta el punto de que Montalbano pensó que se había cortado la comunicación.
—¿Livia? ¿Estás ahí?
—Estoy aquí. Salvo, creo que cometes un gravísimo error al irte de esta manera.
—¿De qué manera?
—Enfadado y decepcionado. Tú quieres dejar la policía porque te sientes traicionado. Es como si te hubiera traicionado la persona en la que más confiabas y entonces...
—Livia, no es que «me sienta traicionado», es que «he sido traicionado». No se trata de sensaciones. Yo siempre he realizado mi trabajo con honradez. Siempre me he comportado como un caballero. Siempre que le he dado mi palabra a un delincuente, la he cumplido. Ésa ha sido mi fuerza, ¿comprendes? ¡Pero ya estoy hasta las narices! ¡No aguanto más!
—No grites, por favor... —le rogó Livia con voz trémula.
Montalbano no la oyó. En su interior percibía un extraño rumor, como si su sangre hubiera alcanzado el punto de ebullición. Siguió adelante.
—¡Yo jamás me he inventado una prueba! ¡Ni siquiera contra el peor delincuente! ¡Nunca! De haberlo hecho, me habría puesto a su nivel. ¡Entonces sí que mi trabajo de policía se habría convertido en algo sucio! Pero ¿te das cuenta, Livia? El asalto a la escuela y la presentación de pruebas falsas no ha sido cosa de ningún agente ignorante y violento, sino que están implicados altos cargos de la policía, de la Brigada Móvil y demás fuerzas de seguridad.
De pronto se dio cuenta de que el extraño ruido que oía a través del auricular eran los sollozos de Livia. Respiró hondo.
—¿Livia?
—Sí.
—Te quiero. Buenas noches.
Colgó y se fue a dormir. Así empezó la noche infame.
La verdadera verdad era que la sensación de incomodidad de Montalbano se había iniciado tiempo atrás, cuando la televisión mostró al presidente del Consejo de Ministros colocando macetas de flores por las callejuelas de Génova, no sin antes haber ordenado retirar las bragas y los calzoncillos que hubiera tendidos en los balcones y en las ventanas. Mientras tanto, su ministro del Interior adoptaba medidas de seguridad más propias de una inminente guerra civil que de una reunión de jefes de Estado: vallas que impedían el acceso a ciertas calles, precintado de alcantarillas, cierre de fronteras y de algunas estaciones, patrullas marítimas vigilando la costa e incluso la instalación de una batería de misiles. El excesivo despliegue de fuerzas —pensó el comisario— constituía en sí mismo una provocación. Después ocurrió lo que ocurrió: hubo un muerto entre los manifestantes, pero tal vez lo más grave fue la conducta de algunos miembros de las fuerzas del orden, que se cebaron contra unos pacíficos manifestantes, lanzándoles gases lacrimógenos, mientras dejaban que los violentos, los llamados black bloc, camparan a su antojo. Después se produjo el desagradable incidente del colegio Diaz, que no pareció una operación policial, sino un triste y violento atropello destinado a desahogar unos reprimidos instintos de venganza.
Tres días después del G8, mientras arreciaba la polémica en toda Italia, Montalbano llegó tarde a su despacho. Cuando se detuvo y bajó del coche, vio a dos pintores que estaban dando una mano de cal a la pared de la comisaría.
—¡Ah,
dottori
,
dottori
! —exclamó Catarella al verlo entrar—. ¡Barbaridades han escrito aquí esta noche!
Montalbano no entendió lo que decía:
—¿Quién ha escrito qué?
—No sé quién lo ha escrito en persona personalmente.
Pero ¿qué coño quería decir Catarella?
—¿Se trata de una carta anónima?
—No, señor
dottori
, anónima no, mural. Precisamente por esa muralidad Fazio ha mandado llamar esta mañana a los pintores para borrarla.
El comisario entendió finalmente la presencia de los dos pintores.
—¿Qué han escrito?
Catarella se ruborizó y trató de salirse por la tangente.
—Con unos frasquitos de espray negro han escrito palabrotas.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que han escrito?
—«Policías canallas» —contestó Catarella mirando al suelo.
—¿Eso es todo?
—No, señor. Bueno, habían escrito también «asesinos». «Canallas y asesinos.»
—No te preocupes, Catarè, no te lo tomes tan a pecho...
—Aquí dentro no hay nadie que sea canalla ni asesino, empezando por usía,
dottori
, y terminando por mí, que soy el último mono.
Montalbano le apoyó una mano en el hombro para consolarlo y se dirigió a su despacho. Catarella lo volvió a llamar.
—¡Ah,
dottori
! Se me había olvidado. También han escrito «cornudos de mierda».
¡Como si en Sicilia, en un escrito ofensivo, pudiera faltar la palabra «cornudo»! Aquella palabra era una denominación de origen, una expresión típica de la llamada «sicilitud». Acababa de sentarse cuando entró Mimì Augello. Estaba fresco como una rosa y tenía el semblante relajado y sereno.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó.
—¿Sabes lo que han escrito esta noche en la pared?
—Sí, me lo ha dicho Fazio.
—¿Y eso no te resulta novedoso?
Mimì lo miró perplejo.
—¿Estás de broma o qué?
—No, hablo en serio.
—Oye, contéstame con la mano en el corazón. ¿Tú crees que Livia te pone los cuernos?
Esta vez fue Montalbano quien miró perplejo a Mimì.
—Pero ¿a qué coño viene eso?
—O sea, que no eres un cornudo... Y yo tampoco creo que Beba me los ponga. Pasemos ahora a la otra palabra, «canalla». A mí, dos o tres mujeres me han dicho que soy un canalla. En cuanto a ti, no creo que nadie te lo haya dicho jamás; por consiguiente, no estás incluido en esta palabra. Asesino, ni soñarlo. ¿Entonces?
—¡Estás muy ocurrente, Mimì, con esos razonamientos de crucigrama de periódico!
—Perdona, Salvo, ¿acaso es la primera vez que nos llaman hijos de putas y asesinos?
—No, aunque esta vez tienen razón, al menos en parte.
—Ah, ¿así que les das la razón?
—Sí, señor. Explícame, si no, por qué hemos actuado de esta manera en Génova, después de tantos años sin que ocurriera nada semejante.
Mimì lo miró con los ojos entornados y no abrió la boca.
—Contéstame con palabras, no con esa mirada de policía que pones —dijo el comisario.
—Está bien. Pero quiero dejar clara una cosa. No tengo ninguna intención de pelearme contigo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Comprendo tu resquemor, pues todo eso ha ocurrido con un gobierno que te provoca desconfianza y aversión. Tú crees que el gobierno ha intervenido en el asunto.
—Perdona, Mimì. ¿Has leído los periódicos? ¿Has visto la televisión? Han dicho más o menos claramente que en las salas genovesas de toma de decisiones había gente que no debería estar. ¡Ministros y diputados, todos del mismo partido! Del partido que siempre ha apelado al orden y a la legalidad, pero, claro, ¡a su orden y a su legalidad!
—Y eso ¿qué significa?
—Significa que una parte de la policía, la más frágil aunque se crea la más fuerte, se ha sentido protegida y avalada. Y se han pasado. Eso en la mejor de las hipótesis.
—¿Hay alguna peor?
—Por supuesto. Que nosotros hemos sido manipulados como títeres de un teatro de marionetas por unas personas que querían llevar a cabo una especie de test.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo reaccionaría la gente ante una acción de fuerza. Por suerte, no les ha ido muy bien.
—¡En fin!... —dijo Augello, en tono dubitativo.
Montalbano decidió cambiar de tema.
—¿Cómo está Beba?
—Pues no muy bien. Su embarazo está siendo difícil. Tiene que pasar más tiempo tumbada que de pie, pero el médico dice que no hay por qué preocuparse.
A fuerza de kilómetros y más kilómetros de solitarios paseos por el muelle, de permanecer largo rato sentado en la roca habitual, pensando en los acontecimientos genoveses hasta echar humo por la cabeza, a fuerza de comerse hasta una tonelada de cucuruchos de semillas de calabaza saladas y de garbanzos tostados, a fuerza de conversaciones telefónicas nocturnas con Livia, la herida que el comisario tenía abierta estaba empezando a cicatrizar..., cuando recibieron la noticia de otra «oportuna» intervención de la policía, esta vez en Nápoles. Varios agentes habían sido detenidos por haberse llevado a unos presuntos manifestantes violentos del hospital en el que estaban ingresados. Una vez en la comisaría, la habían emprendido con ellos a patadas y guantazos en medio de un diluvio de palabrotas, ofensas e insultos. Pero lo que más había desconcertado a Montalbano había sido la reacción de algunos policías ante la noticia de la detención de sus compañeros: unos se encadenaron a la verja de la Jefatura Superior en gesto de solidaridad, otros organizaron manifestaciones en la calle, los sindicatos de la policía se pronunciaron de manera vehemente sobre el caso, y un oficial que en Génova la había emprendido a patadas con un manifestante que estaba caído en el suelo había sido aclamado en Nápoles como un héroe. Los mismos políticos que se encontraban en Génova durante el G8 habían encabezado aquella curiosa —aunque no tan curiosa para Montalbano— rebelión de una parte de las fuerzas del orden contra los magistrados que habían ordenado su detención. Y Montalbano ya no pudo más. Este nuevo amargo bocado ya no se lo pudo tragar. Una mañana, nada más entrar en el despacho, llamó al doctor Lattes, el jefe de gabinete de la Jefatura Superior de Montelusa. Al cabo de media hora, éste hizo saber a Montalbano, a través de Catarella, que el jefe superior estaba dispuesto a recibirlo a las doce en punto del mediodía. Los hombres de la comisaría, que sabían cuál era el humor de su jefe cuando se encerraba en su despacho, comprendieron que el horno no estaba para bollos. Por eso, desde el despacho de Montalbano, la comisaría parecía desierta, no se oía el menor ruido. Catarella, que montaba guardia en la entrada, en cuanto veía aparecer a alguien abría enormemente los ojos, se acercaba el dedo índice a la nariz y le advertía:
—¡Chist!
Y todos entraban en la comisaría con cara de ir a velar a un muerto.
Hacia las diez, Mimì Augello, tras haber llamado discretamente a la puerta con los nudillos y haber recibido permiso, se presentó ante su jefe. Montalbano, al verlo, se preocupó.
—¿Cómo está Beba?
—Bien. ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto.
—¿Puedo fumar?
—Claro, pero que no te vea el ministro.
Augello encendió un cigarrillo, dio una calada y retuvo el humo un buen rato.
—Oye, puedes soltarlo —dijo Montalbano—. Te doy permiso.
Mimì lo miró perplejo.
—Esta mañana pareces un chino —continuó el comisario—. Pides permiso para todo. ¿Qué pasa? ¿Se te hace difícil decirme lo que me quieres decir?
—Sí —reconoció Augello.
Apagó el cigarrillo, se removió en el asiento, respiró hondo y se lanzó:
—Salvo, tú sabes que yo siempre te he considerado mi padre...
—¿Quién te ha contado a ti eso?
—¿Qué?
—Eso de que soy tu padre. Si te lo ha dicho tu madre, te ha contado una trola. Sólo te llevo quince años y, por más precoz que haya sido, a los quince años no...
—Pero, hombre, Salvo, no he querido decir que tú seas mi padre, sino que te considero como un padre.
—Pues ya has empezado con mal pie. Déjate de esas chorradas de padres, hijos y espíritus santos. Dime lo que tengas que decirme y quítate de mi vista, que hoy no tengo el día.
—¿Por qué has pedido ser recibido por el jefe superior?
—¿Quién te lo ha dicho?
—Catarella.
—Después tendré unas palabritas con él.
—Él no tiene la culpa. Yo le ordené que me informara en caso de que te pusieras en contacto con Bonetti-Alderighi. Tarde o temprano, sabía que lo harías.
—¿Y qué tiene de extraño que yo, un comisario, quiera conversar con mi jefe?
—Pues que tú no tragas a Bonetti-Alderighi. Si fuera un cura que viniera a administrarte la extremaunción, te levantarías de la cama y lo echarías a patadas. ¿Puedo hablar con claridad?
—Habla como te salga de las narices.
—Tú quieres irte.
—Bueno, creo que unas pequeñas vacaciones me sentarían muy bien.
—Salvo, me das pena. Tú quieres dimitir.
—¿Acaso no soy libre de hacerlo? —replicó Montalbano, desplazándose hasta el borde de la silla como si fuera a levantarse de un salto.
Augello no se impresionó.
—Eres muy libre. Pero antes quiero terminar una conversación que tenemos pendiente. ¿Recuerdas cuando dijiste que tenías una sospecha?
—¿Cuál?
—La de que los acontecimientos de Génova habían sido provocados por cierta clase política, la cual había avalado de alguna manera la actuación de la policía. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Pues bien, lo que yo te quería decir es que lo de Nápoles ocurrió con un gobierno de centro-izquierda, antes del G8. Sólo que se ha sabido después. ¿Cómo interpretas eso?
— Lo interpreto peor que antes. ¿Crees que no lo he pensado, Mimì? Significa que las cosas que están ocurriendo son mucho más graves de lo que parece.
—¿Qué quieres decir?
—Que toda esa porquería la tenemos dentro.
—¿Y ahora te enteras, tú que lees tanto? Si quieres irte, vete, pero no ahora. Vete por cansancio, por haber alcanzado la edad, porque te duelen las hemorroides, porque el cerebro ya no te funciona, pero no te vayas ahora.
—¿Por qué?
—Porque sería una ofensa.
—¿A quién?
—A mí, por ejemplo, que, aunque reconozco que soy un mujeriego, soy una persona de bien. A Catarella, que es un ángel. A Fazio, que es un caballero. A todos los de la comisaría de Vigàta. Al jefe superior Bonetti-Alderighi, que es un pelmazo y un formalista, pero una buena persona. A todos los compañeros a los que aprecias y que son tus amigos. A la inmensa mayoría de la gente que pertenece a la policía y que no tiene nada que ver con algunos sinvergüenzas tanto de abajo como de arriba. Tú te vas dándonos con la puerta en las narices. Piénsalo bien. Adiós.
Se levantó, abrió la puerta y salió. A las once y media, Montalbano le pidió a Catarella que lo pusiera en contacto con la Jefatura Superior y le comunicó al dottor Lattes que no iría a ver al señor jefe superior: lo que le quería decir no tenía la menor importancia, ninguna en absoluto.
Después de colgar, sintió la necesidad de ir a respirar el aire del mar. Cuando pasó por delante de la centralita, le dijo a Catarella:
—Y ahora corre a chivarte al dottor Augello.
—¿Por qué quiere ofenderme,
dottori
?
¡Ofender! Todos se sentían ofendidos por él, y él no tenía ningún derecho a sentirse ofendido por nadie.