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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (41 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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—Mi señora está disgustada —le dije al agrimensor. Me enorgullece decir que pareció como si estuviera orgulloso de ella—. La llevaré a casa.

—¡Tiene razón, maldita sea! —proclamó Magno.

—Eso ya lo sé.

XLVII

No había señales de Verovolco ni de sus hombres, y no tenía grandes esperanzas en los resultados de su búsqueda. Encontré nuestro caballo y salí hacia Noviomago con Helena. Ya estábamos cansados. El enojo lo empeoraba. Recorrimos el largo camino casi en silencio, aunque estar juntos lejos de los demás fue refrescante para ambos.

En un momento dado, Helena empezó a adormilarse contra mi espalda, así que, por seguridad, paré y me hice cargo de Favonia. Intercambiarse un bebé a lomos de un caballo, cuando el crío está completamente despierto y quiere imponer su mandato, lleva tiempo y valor.

—Quizá tendríamos que envolverla bien para que no se pudiera mover, después de todo —dije entre dientes. Helena lo había prohibido con nuestras dos hijas. Era partidaria de exponer a las niñas al ejercicio y al peligro; ella lo llamaba «entrenamiento», para que así algún día pudieran lidiar con los hombres. Pero por otro lado decía que, si teníamos niños, los tendría metidos en camisas de fuerza hasta que se marcharan de casa al casarse.

—Envolverte a ti no evitaría que hicieras travesuras —me dijo—. ¿La tienes?

Sujeté como pude al bebé con la estola de Helena y la anudé para que colgara de mi cuello.

—Es ella la que me tiene. —En esos momentos mi retoño se agarraba con fuerza de la parte delantera del cuello de mi túnica. Medio estrangulado, seguí cabalgando.

Cuando llegamos a Noviomago, decidí que seguiría el ejemplo del rey del día anterior: descansaríamos allí y nos quedaríamos a pasar la noche en casa del tío de Helena. Otro kilómetro y medio más hasta el palacio no parecía ser demasiado, pero era un camino que frecuentaban los hombres de la obra. Estaba exhausto y en mala disposición para afrontar problemas. Además, no tenía humor para contenerme con cualquier imbécil que tratara de enfrentarse a mí.

Helena también quería ver a su hermano Justino. Para mi sorpresa, se encontraba en casa; pensé que la vida dura debía de haber remitido. Pero estaba equivocado; sus compinches de mala vida simplemente habían ido hasta él. En cuanto quedó claro que Helena y yo no estábamos de paso sino que íbamos a quedarnos, aparecieron sigilosamente tanto Eliano como Lario.

—Ha sido un largo día con algunos episodios sangrientos —les advertí. No me molesté en reprenderlos por quebrantar las normas y abandonar la base. No habría podido soportar una ruidosa discusión en grupo sobre los últimos acontecimientos. Había estudiado detenidamente las cosas durante el largo viaje hasta allí, pero todavía me quedaban algunas reflexiones por hacer…, de esas que podía realizar mejor estando profundamente dormido.

Con gran cortesía, los tres jóvenes se ofrecieron voluntarios para salir esa noche. Quizás eran hombres hogareños, pero consideraron que podían ir a divertirse a algún lugar respetable para que así Helena y yo pudiéramos tener un poco de paz. El trío prometió volver a casa con extremo cuidado y discreción.

—Y no lleguéis tarde —ordenó Helena. Ellos asintieron con la cabeza, de manera solemne—. ¿Quién cuida de Maya Favonia? —preguntó entonces. Los muchachos le aseguraron que Maya Favonia era perfectamente capaz de cuidar de sí misma.

Tendríamos que esperar que fuera cierto.

XLVIII

No, no lo hicimos.

Atrapé a los muchachos cuando estaban a punto de salir por la puerta. Con Perela todavía suelta, Maya necesitaba tener guardia.

—Eliano y Lario, tenéis que regresar al palacio ahora mismo. Aseguraos de que mi hermana está bien.

—Maya está perfectamente segura… —empezó a decir Eliano en tono insolente. Tras su estancia en los bosques, quería darse un gusto.

Tal vez tuviera razón. Quizás el único objetivo de Perela fuera Marcelino. Pero podía estar equivocado.

—Si le pasa algo a Maya mientras escurres el bulto y te vas de fiesta, te mataré, Aulo. Y lo haré destripándote con una cuchilla de carnicero. —Él seguía mostrando una actitud rebelde, por lo que dije de manera cortante—: A Marcelino le rebanó el pescuezo esa bailarina que pensamos que estaba siguiendo a Maya.

Entonces sí que recapacitó:

—¿Y ahora esa mujer anda suelta otra vez?

—¿Stupenda? —intervino Justino con una rápida mirada a su compinche Lario—. No tendrá energía suficiente para Maya. Estará descansando. Mañana le espera una larga noche.

Lario aclaró:

—Se ha anunciado que mañana por la noche Stupenda realizará su actuación de despedida. —Mientras lo miraba fijamente, añadió de manera poco convincente—: Virginia nos dio el chivatazo.

Ya casi era mañana.

—Estás molido, Falco —dijo Justino calmadamente—. No te quepa duda de que Aulo y Lario volverán ahora mismo al palacio y protegerán a Maya. Yo trataré de averiguar por medio de la dirección de la taberna si saben dónde se aloja la bailarina. Si lo ignoran, podemos unirnos todos al público para ver su última actuación.

—¿Qué? ¿Y arrestarla delante de una multitud vociferante? —Sabía que no hay nada que salga bien tan fácilmente. Pero estaba tan cansado que no podía hacer nada—. No va a aparecer.

—Más vale que lo haga —respondió Justino con gravedad—. Los hombres están todos nerviosos esperándolo. Si no se presenta, habrá disturbios.

Sonreí lánguidamente y dije que bueno, ninguno de nosotros querría perderse eso.

XLIX

Dormí muy mal. Me dolía la muela. Y cuanto más necesitas el descanso, más se niega a venir.

Tenía la sensación de que los acontecimientos o se precipitaban hacia un clímax o, lo que era más probable, se escapaban a mi control. El proyecto del palacio ya estaba dominado. Ya había identificado bastantes asuntos que iban mal, para que los funcionarios volvieran a poner las cosas en su sitio. Se podía hacer sin ningún dolor. Con Pomponio y Marcelino muertos, en los informes se podía culpar conjuntamente a los dos arquitectos de incompetencia y robo de materiales de la obra. La participación de Magno a la hora de tratar de localizar las pérdidas respaldaría mi recomendación para que se le otorgara mayor autoridad. Un nuevo título puede que ayudara; digamos «prefecto de la obra». Cipriano sería el segundo al mando. A Éstrefo se le podía dar la oportunidad de que dirigiera a los diseñadores; se desenvolvería bien. Si Magno estaba en lo cierto sobre que el contable. Cayo, era una persona honesta, él podía ser nombrado superior en su cargo; a los demás se los podía adecentar o reemplazar para que así el control de gastos y la programación volvieran a encauzarse de acuerdo con lo previsto. Eso estaba bien.

Yo aún quería identificar con seguridad a la persona que había matado a los dos arquitectos y averiguar por qué. Las otras muertes ocurridas en la obra habían sido o bien por circunstancias naturales o bien por cuestiones de seguridad; una gestión firme ayudaría a evitar accidentes innecesarios.

Aún quería proteger a mi hermana de alguna forma que disuadiera a Anácrites para siempre.

Aún quería encontrar a Gloco y Cota.

Una muerte espantosa no se te va de la cabeza. Las visiones sangrientas afectan a los sueños. Cuando me dormí, las pesadillas que surgieron a causa de los asesinatos del lugar, combinadas de forma extraña con momentos bajos de mi propio pasado, brotaron de mi cansada imaginación. Me desperté, presa del terror, y tuve que incorporarme y tratar de que no me afectara. Helena, que no estaba acostumbrada a cabalgar largas distancias, dormía profundamente a mi lado. Tuve que permanecer despierto, sabiendo que, si me relajaba, de nuevo acecharían las pesadillas. Por la mañana me encontraba fatal.

Justino apareció fresco como un pájaro mientras yo desayunaba, ya tarde. Estaba incluso lo bastante sobrio como para ciarse cuenta de mi silencio.

—Salí en misión de reconocimiento. Todos creían que Stupenda se alojaba en un antro cercano a la puerta Caleva, Falco. Por lo visto, no es así. Busqué allí, pero no estaba.

—¿Cómo se ponen en contacto con ella para concertar las actuaciones?

—Ella va a verles.

—Entonces, ¿confían en que siga en cartelera esta noche?

—Eso parece.

Me comí el pan del desayuno con melancolía. Helena, que estaba sentada en un diván de cuero dándole de comer al bebé, levantó la vista:

—¿Qué pasa, Marco?

—Hay algo que no va bien. Perela no actúa de esta manera. Si Anácrites la envió específicamente para eliminar a Marcelino, quién sabe por qué, entonces su comportamiento normal sería: vigilar el terreno, entrar en acción para llevar a cabo el asesinato y luego esfumarse.

—Bueno, ha desaparecido —dijo Justino, aunque Helena permaneció callada.

—Me refiero a desaparecer de toda la zona. Probablemente de la provincia.

Justino se echó para atrás el caído pelo oscuro.

—¿Sospechas que Perela todavía no ha completado su misión?

—Ésa es una teoría —respondí con cautela—, en la cual no quiero pensar. No abandonemos la esperanza de que el hecho de prometer que esta noche bailaría para los chicos sea sólo una estratagema para ganar tiempo y espacio para la fuga.

—Quizás esté atrapada. La gente sólo puede marcharse de la provincia por mar —señaló Justino—. Pero está a merced de las mareas y de los barcos que salen, si quiere una salida rápida.

Conseguí esbozar una sonrisa.

—Ni que pensaras en ello.

—¡Cada minuto, desde que llegamos, Falco!

Me bebí un vaso de vino tibio aromatizado y comprobé que Helena estuviera lista para emprender la marcha hacia el palacio.

—Pasaré el día en la obra, Quinto. Puedes venir, si quieres, si no tienes nada que hacer por aquí. Ya no hay mucho que perder si la gente se da cuenta de que estás en mi equipo.

—Después de haber viajado hasta tan lejos, me gustaría ver el palacio.

—Nos podemos tomar las cosas con calma y luego regresar a Novio esta noche, antes de que empiece el espectáculo.

—Estupendo.

Le dirigí una sonrisa burlona a Helena:

—Tu hermano, que tiene unos modales muy elegantes, se las arregla para fingir que estará contento de tener por acompañante a un hombre casto y mayor que él.

—¡Vaya! ¿Y ése quién es? —preguntó Helena secamente—. Yo creía que iba a ir contigo, Falco.

Justino, que sabía cómo parecer inocente, se levantó como si fuera a buscar su ropa de viaje. Entonces se quedó quieto.

—¿Es ahora un buen momento para mencionar a alguien que estás buscando?

—¿No serán Gloco y Cota?

—No. Me contaste lo del supervisor, ese hombre duro al que no tenía que acercarme solo.

—¿Mandúmero? ¿El jefe de cuadrilla que Pomponio quería colgar de un árbol fabricado por el hombre?

Justino asintió.

—Creo que lo vi. Estoy casi seguro de que era él. Encajaba con tu descripción; estaba entre los britanos de la obra, lleno de manchas de tintura azul, un bruto realmente peligroso.

—¿Eso cuándo fue, Quinto? —terció Helena.

—La misma noche que vino Marco y lo mencionó. —Ésa debía de ser la noche en que asesinaron a Pomponio.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No te he visto desde entonces. Salí a tomar una copa después de que te hubieras ido. —Justino se las arregló para parecer despreocupado. Olvidaba a propósito que me había visto la noche anterior. Mis ayudantes cada vez daban menos importancia a las cosas. Podía salir todo mal.

—¿A tomar una copa? ¿O a rondar a la chica de ese bar?

—Bueno, es que me recuerda a mi querida Claudia —mintió.

Entonces explicó lo que había ocurrido. Mientras estaba sentado bebiendo, según decía él, una modesta taza de licor diluido, un hombre que se asemejaba a mi descripción de Mandúmero entró en la taberna.

—¿Es ése tu tugurio favorito? ¿Donde Virgina hace ojitos y más cosas a los hombres mientras Stupenda reparte promesas de cómo es la vida entre los dioses? ¿Cómo se llama…? ¿El Culo del Gusano?

—La Trucha Arco Iris —elijo Justino remilgadamente.

—Muy bonito. Me encanta el pescado.

—¿Quieres saber lo de ése que se parecía a Mandúmero o no?

—Claro que sí. ¿A qué esperas?

—Parecía que acababa de llegar de fuera de la ciudad; no puedo decirte exactamente por qué lo pensé. Quizá por la manera en que se dejó caer, como si estuviera exhausto o realmente entusiasmado.

—¿Qué quieres decir? ¿Algo así como «¡Dame una bebida, estoy desesperado!»?

—Más o menos esas fueron sus palabras, Marco. Los otros hombres se apiñaron a su alrededor. No diré que bajaron la voz, porque no dijeron mucha cosa, pero sí intercambiaron unas miradas bastante significativas.

—¿Te ocultaban las cosas porque eras un extraño?

—Yo diría que fue por precaución en general.

—¿Y es ésa la taberna a la que van a beber los britanos?

—Sí. No es demasiado agradable.

—¡Pero Lario y tú sí que encajáis! —dije con desdén—. Dime, ¿habías visto antes a ese hombre?

—Creo que sí. Lo que me llamó la atención esta vez —explicó Justino— fue un gesto rápido que les hizo a sus amigotes mientras se sentaba.

—Sigue.

—Se puso una mano alrededor del cuello e imitó a alguien que se ahogaba, con los ojos desorbitados y la lengua fuera. —Justino lo remedó: la mímica universal para representar que uno se ahogaba o que se asfixiaba.

O que lo estrangulaban, como le había pasado a Pomponio esa noche.

L

Más tarde, de vuelta al palacio, percibí un ambiente intranquilo. Verovolco y sus hombres debían de haber regresado la noche anterior, sin haber encontrado rastro alguno de Perela. Naturalmente, por las cabañas de la obra corrió la voz de que a Marcelino lo habían matado mientras estaba en la cama. Seguramente, aquellos que se habían beneficiado personalmente de las constantes renovaciones de su casa buscaban entonces otros chanchullos para aumentar sus ingresos. Eso les llevaría algo de tiempo. El resto se dedicaban a sacarle brillo al andamio de la vieja casa, de donde se asomaban en ropa interior o, en la mayoría de los casos, sin ella, al tiempo que silbaban a las mujeres que pasaban.

Se dirigían a una en particular: mi niñera, Camila Hispale.

—¡Oh, Marco Didio, esos groseros me insultan!

—Pues intenta cuidar de Julia dentro de casa para que no te vean.

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