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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (44 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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Los hermanos de Helena y mi sobrino Lario todavía creían que la reina de la danza aparecería esa noche en la Trucha Arco Iris. Para prepararse para la diversión, pasaron un rato en los baños, para lo cual tuvieron que echar a un lado las herramientas y demás equipo que habían dejado los contratistas en el vestuario; los obreros, por supuesto, lo habían dejado todo hecho un desastre y luego habían abandonado el lugar. Nadie termina un contrato para una casa de baños de la noche a la mañana. No tendría gracia…

Helena se quejó de que nuestras habitaciones eran como una casa en la que fuera a haber una boda por la mañana. Como me gustaba estar solo, el espectáculo de la juventud moderna preparándose para pasar una gran noche fuera me horrorizó. Petronio y yo nunca nos acicalamos como esos tres. Eliano, tercamente, se afeitó con una meticulosa vanidad que parecía habitual. Creo que también se repasó las piernas y los brazos. La visión de Lario y Justino raspándose simultáneamente uno a otro las barbillas mientras Eliano mantenía la posesión de un espejo de mano me ponía nervioso. Entonces Lario se cortó mientras se podaba las puntiagudas uñas de los pies e improvisó una pasta astringente con los polvos dentífricos de Justino. Poco después, se salpicaron con lociones extra en remotos recovecos anatómicos para que les diera suerte.

Nuestras habitaciones se llenaron de ungüentos masculinos incompatibles; cardamomo, narciso y ciprés parecían ser los preferidos de esa temporada. Entonces Camila Hispale también empezó a llamar la atención de nuestro olfato desde su habitación. Se había chamuscado bien los rizos y su rostro estaba pintado al fresco con una gruesa capa de yeso blanco y pintura artística. Cuando sus aplicaciones trajeron un hedor de fuerte bálsamo femenino, Maya hizo rechinar los dientes y después me dijo mascullando:

—¡Ése es mi Tufo de Sésamo! Me servía para mantener alejado a Famia cuando se había tomado unas cuantas… ¿Has consentido que Hispale pueda salir con su amado?

—Aunque parezca mentira, todavía estoy esperando que me pida permiso…

Decidido a no dar el primer paso, sino a obligar a Hispale a que se dirigiera a mí con su petición, me encaminé como si tal cosa de vuelta a la habitación de los muchachos. Me desternillé al ver sus tres torsos brillantes, entonces desnudos, mientras ellos empezaban con fervor a intentar elegir las túnicas. Cualquier mujer que accediera a magrear a una de esas bellezas se encontraría con que se le escurriría de las manos como si fuera un salmonete. Se lo tomaban totalmente en serio. Hasta para seleccionar la ropa interior adecuada era necesario un simposio. La longitud, la amplitud, el color, el estilo de las mangas y la abertura del cuello, todo tenía que satisfacer unos estrictos criterios, además de verse bien con su prenda exterior favorita. No podría soportar ver la etapa del cinturón. Salí a tomar un poco el aire.

Así, por casualidad, me encontré con una pequeña figura que había estado llamando a nuestra puerta sin que la oyéramos.

—¡Igiduno! —Yo todavía sonreía a causa de las escenas del interior—. ¿Qué quieres?

—Un mensaje para ti, Falco. —El chico del
mulsum
estaba menos atractivo que nunca. Manchado de barro, hosco y chorreando por todos los orificios de una manera poco saludable. Al menos no me había traído algo de beber.

—¿Quién me busca?

—Tu hombre, Cayo. —Levanté una ceja. Al estar rodeado de jóvenes idiotas, me sentía sensato, tolerante y afable. Igiduno receló de mi cordialidad. Se sorbió los mocos de una manera tremenda y farfulló:

—Ha encontrado algo en el almacén de seguridad. Me ha pedido que viniera a buscarte rápidamente.

Yo pensaba que habíamos descubierto todos los fraudes de la obra, pero si todavía había algunos sin revelar. Cayo era el hombre adecuado para acabar con ellos. Igiduno me estaba metiendo prisa pero, después de todas las veces que me había caído por las rampas embarradas, entré un momento para cambiarme las botas. Nadie me prestó la menor atención. Dije en voz alta:

—¡Me necesitan en el almacén, no tardaré!

Fue una pérdida de tiempo.

Cuando salí a la galería, el chico pareció sorprenderse de que llevara una capa echada por encima de mi lado derecho y anudada de manera informal por debajo de mi brazo izquierdo. Le confesé que a los romanos nos afectaba mucho el frío. Adoptó un aire despectivo.

Igiduno y yo rodeamos la obra por el camino. La débil luz del sol iluminaba la enorme extensión. Bordeamos la gran zona abierta que iba a convertirse en el jardín formal y dimos la vuelta a la esquina. El camino que rodeaba el recinto nos llevó a una puerta en la alta verja del complejo cerrado.

Me detuve.

—¿Dónde están los perros guardianes?

—En las casetas o dando un paseíto.

—Bien. —No se oía a esos feroces sabuesos. Normalmente aullaban hasta quedarse afónicos si alguien pasaba por el camino—. ¿Cómo entramos?

Igiduno señaló la puerta. Estaba cerrada, lo cual era bastante sensato. Cipriano guardaba las llaves y no había regresado de ayudar a Magno con los materiales de la villa de Marcelino.

—¿Y dónde esta Cayo, Igi?

—Iba a entrar trepando.

—¡No sabía que fuera tan tonto! —No era el único. Apoyé la punta del pie en una grieta de la cerca y subí. Cuando estuve encaramado en la baranda superior vi a Cayo dentro, tendido en el suelo—. Ha ocurrido algo. Cayo está ahí abajo. Debe de estar herido. Igiduno, vete corriendo y encuentra a Alexas. Yo voy a entrar…

Pasé al otro lado y me dejé caer. Fue una estupidez. Tendría suerte si volvía a ver de nuevo a Igiduno. Nadie más sabía que me encontraba allí.

Me quedé quieto un momento y examiné el escenario. El almacén era un recinto de tamaño mediano, organizado con extremo cuidado, con los depósitos colocados en filas y separados lo suficiente como para permitir el paso de una carretilla. Unos soportes de madera sostenían grandes placas de mármol. Bloques enteros de piedra descansaban sobre unos bajos palés. La madera de primera calidad se exhibía en grandes cantidades bajo una zona techada. Cerca de la entrada, una sólida choza cerrada con llave debía de estar ocupada durante las horas de trabajo por el empleado especial del almacén. Podría ser que los lujos poco comunes, como las bases de piedras preciosas para los selectos pigmentos de pintura o incluso las hojas de oro, se guardaran ahí dentro bien custodiados a la espera de los profesionales de los acabados. Los clavos y los objetos de hierro (bisagras, cerraduras, pestillos y demás accesorios) también debían de estar a cubierto bajo llave. Una hilera de toscas barracas bajas que había junto a la choza probablemente eran las casetas de los perros.

Cayo seguía tendido sin moverse al lado de la casucha. Lo reconocí por la ropa y el pelo. Me quedé agachado a la sombra, a cubierto, observando. No hubo ningún movimiento. Al cabo de unos instantes me dirigí al otro lado con una leve carrera, hacia la figura tendida boca abajo. Esa zona debió de haberse utilizado una vez como depósito para trabajar el mármol; se levantaba un polvo blanco que me cubría las botas.

—¡Cayo! —Estaba tan quieto porque lo habían atado y amordazado. También parecía estar inconsciente. Me agaché a su lado al tiempo que recorría rápidamente con la mirada la zona más próxima. Nada. Me quité la capa y lo cubrí con ella. Con el cuchillo que llevaba en la bota empecé a cortar sus ataduras—. ¡Cayo, despierta; soy yo!

Dejó escapar un quejido. Lo examiné mientras le hablaba en voz baja. Debían de haberle golpeado unas cuantas veces. Había visto cosas peores. Probablemente la experiencia fuera nueva para él.

—¿Qué ha ocurrido?

—Vinieron a por mí…, pero iban detrás de ti —masculló, atontado. Lo dijo con un buen equilibrio. Me gusta un hombre que mantiene su retórica incluso después de ser maltratado—. Britanos.

Le pasé el brazo por encima de mi hombro.

—¿Te golpearon? —Tiré de él para levantarlo.

—Soy un contable; me rendí. —Empecé a llevarlo trabajosamente hacia la cerca. Dejó que lo empujara y tirara de él pero no colaboró demasiado.

—¿Cuántos eran?

—Unos dieciocho.

—Entonces salgamos de aquí. —Traté de ocultar mi preocupación. Ese «unos» era algo coloquial; como administrativo de facturación, seguro que Cayo los había contado.

Nos encontrábamos junto a la cerca. Yo estaba de espaldas al complejo. Eso era tremendamente peligroso. Miré por encima del hombro tanto como pude.

—No puedo hacerlo, Falco.

—Es la única salida que hay, chico. —Para entonces ya estaba muy tenso. Me habían traído hasta allí por alguna razón. Me sorprendía que todavía no hubiera ocurrido nada—. Pon el pie ahí, Cayo. Agárrate a la cerca y trepa. Yo te empujaré desde abajo.

Pero él estaba desesperado por decirme algo:

—Alexas…

—Ahora no te preocupes por Alexas.

—Tiene familia en Roma, Falco.

—Estupendo. Ojala estuviera allí. Bien hecho.

Estaba aturdido. Conseguir que pasara por encima de la cerca costó unos cuantos intentos. En realidad parecieron varias horas de esfuerzo. No podía decirse que Cayo fuera un hombre atlético. No se lo pregunté, pero me imaginé que no se le daban bien las alturas. Fue como hacer de cariátide de varios sacos de arena empapada. Cuando lo hube empujado hasta mitad de camino, me metió su maldito pie en el ojo.

Por fin estaba por encima de mí, aferrado, sentado a horcajadas en la baranda superior. Me agaché para coger la capa.

—Me estoy mareando —oí que decía. Entonces debió de soltarse, porque oí cómo hacía un aterrizaje forzoso…; afortunadamente, en el otro lado.

Yo tenía mis propios problemas. Si me hubiera quedado en posición vertical, estaría muerto. Porque, tal como me incliné, una pesada lanza golpeó la cerca con un ruido sordo, justo donde yo había estado de pie. Recuperar la capa me había salvado la vida. De dos maneras distintas: me había traído algo útil escondido bajo ella. Así que, cuando el villano que había tirado la lanza se abalanzó sobre mí, yo estaba preparado. Vino directo hacia mi cuchillo…, que sin duda va se esperaba. Al tiempo que esquivaba el puñal, le abrí las tripas con mi espada.

LIII

No me echéis a mí la culpa. Culpad al ejército. Una vez que las legiones te entrenan para matar, cualquier atacante recibe una buena. Él tenía intención de eliminarme. Yo lo maté primero. Así es como funciona.

Me alejé unos pasos. El corazón me latía con tanta fuerza que apenas podía escuchar si venía alguien más. Uno menos, ¡diecisiete por venir! Las probabilidades eran espantosas incluso para mí.

Se trataba de un complejo abarrotado. Si estaban allí, estaban bien escondidos. Había algunos en el exterior: cuando me di la vuelta para trepar detrás de Cayo, aparecieron unas cabezas rojizas por encima de la cerca. Agarré un largo trozo de madera y las golpeé con él. Uno de los hombres cayó hacia atrás. Otro se hizo con el tablón y me lo arrancó de las manos. Me hice a un lado de un salto justo a tiempo, porque lo volvió a arrojar hacia mí. Aparte de eso, si estaban armados, guardaban las armas para más tarde. Me alejé con la impresión de que había más hombres dentro del almacén conmigo; me fui corriendo por un pasillo y me escondí entre algunos soportes para el mármol. Unos gritos provenientes de la cerca estaban informando de mi paradero. Me eché al suelo y fui arrastrándome con rapidez hacia un largo túnel de madera cortada.

¡Suicidio! El camino estaba bloqueado. Atrapado, tuve que retroceder retorciéndome. A cada segundo esperaba que me atacaran por detrás de forma espantosa, pero quienes vigilaban no se habían dado cuenta de que volvía atrás de nuevo. Unos hombres examinaban el otro extremo del túnel de madera, por el cual pensaban que saldría. Tumbado y sudando a causa del terror, me coloqué lentamente bajo un caballete. Uno de los hombres vino para investigar el lugar por donde había entrado. Estaba demasiado cerca para dejarlo. Agazapado en mi escondite, conseguí darle de revés con la espada entre las piernas. Era una incómoda manera de guadañar, pero le alcancé en una arteria. Ahora, cualquiera que no soporte la sangre puede ponerse histérico. Yo no tenía tiempo para permitirme ese lujo.

Sus gritos trajeron a otros, pero yo ya había salido de allí. Me subí de un salto a las placas de mármol y esta vez salí corriendo por encima. Las láminas crujían y se tambaleaban con mi peso. Una lanza pasó silbando junto a mi cabeza. Otra cayó allí cerca con un ruido sordo. La tercera casi me rozó el brazo. Entonces, las placas de mármol empezaron a desplomarse. Volví a caer al suelo, pero la hilera de materiales inclinados que había detrás de mí cedió y se derrumbó estrepitosamente; cada una de esas costosas placas raspó la superficie de su vecina y algunas de ellas se hicieron pedazos contra mis asaltantes.

Mientras saltaban, blasfemaban y atendían sus pies aplastados, yo volví sobre mis pasos sin que me vieran. Me divertí un poco tratando de trepar por una pila de tuberías de agua. Luego me golpeé contra un pequeño montón de lingotes de plomo; eso me trajo malos recuerdos de Britania.

La choza del guarda estaba cerrada con llave. El único escondrijo abierto era la caseta del perro.

Mala jugada, Falco. El hedor era espantoso. Los sabuesos no estaban, pero sus excrementos permanecían. Yesos no eran unos perritos falderos. Debían de alimentarlos con despojos crudos sin hacer uso de cuencos para la comida. Ni siquiera habían intentado educarlos.

A través de una grieta de la puerta de la caseta vi un hormiguero de siluetas. Se creían que me había vuelto a escabullir entre la madera. Decidieron hacerme salir con humo. Estupendo. Prefería sobrevivir que salvar esas valiosas existencias. Tal vez las habían importado de todo el imperio para fabricar zócalos, puertas plegables y enchapados de lujo, pero mi vida significaba mucho más que eso. Los daños producidos por el fuego serían una nueva excusa en mi informe financiero. ¿Quién quiere ser predecible?

Les costó un poco encender una llama, y luego la madera noble no quería prender. No podía hacer otra cosa que tratar de pasar inadvertido mientras por mi cabeza corrían ideas desesperadas. Si intentaba contraatacar, no tenía ninguna oportunidad. Los hombres se estaban divirtiendo. Pensaban que me tenían ahí, pillado en una trampa; uno de ellos atravesaba la madera apilada con un largo palo con la esperanza de pincharme o ensartarme. Al final dejaron escapar unos gritos de entusiasmo; pronto oí el crepitar y noté el olor a madera quemada.

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