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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (19 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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Se había dado cuenta de que mi túnica también estaba mugrienta, así que le dije:

—Ahora ya somos dos que estamos agarrotados como tablas. Yo también me he caído hace un minuto. ¿Qué te traías entre manos, Magno?

—Comprobaba una remesa de mármol —soltó con tono despreocupado—. ¿Y tú? —Teniendo en cuenta que era él quien se había comportado de forma más bien extraña, me miraba con dureza.

—He estado intentando sacarle más de dos palabras seguidas al mosaiquista.

—¿A Filocles? ¡Oh, es todo palabras! —Magno se rió.

—Sí. Ni siquiera me dijo que se llamaba Filocles. ¿Qué me dices del otro? Es su hijo, ¿no?

—Filocles hijo.

—¡Sorpresa! —¿Por qué malgastar imaginación pensando en un nombre diferente?

Empezamos a caminar despacio hacia la obra principal. Magno había recibido una sacudida mucho peor que la mía, pero se estaba recuperando. En general, debía de estar en buena forma. Resistiéndose a que le dieran largas, insistió:

—¿Volvías a tu oficina por la ruta escénica?

Irónicamente, pensé que me recordaba a cuando yo acosaba a algún sospechoso.

No había ninguna necesidad de relacionar mi persona con Eliano, así que le conté a Magno que el día anterior había conocido al hombre que vendía estatuas móviles; le di la lata con lo del interés de mi tío abuelo Escaro por los autómatas y sólo le dije que tenía curiosidad.

—El hombre no está ahí. Debe de estar dando su discurso ante Planco y Éstrefo.

—Le deseo buena suerte —dijo Magno con una sonrisa burlona—. Sí, yo también encontré su carreta.

Entonces tuve que comprobarlo:

—¿Y el ayudante que roncaba? —Me sentí incómodo de que alguien más inspeccionara a Eliano sin que éste lo supiera—. ¡Parece un tipo duro!

—Yo no lo creo, Falco —replicó Magno con recato—. Pensé que era bastante extraño… ¿No te diste cuenta? Llevaba una túnica de muy buena calidad y tenía hecha la manicura.

—¡Vaya! —Me preocupé con razón. Intenté quitarle importancia—. ¿No será uno de esos juguetes con los que algunos van por ahí? Quizá Sextio lo emplea para modelar las partes móviles.

De alguna manera conseguí desviar la conversación hacia las estatuas engañosas. Acabamos discutiendo sobre Hornero. Eso fue otro golpe. Según Magno, había una escena de
La Ilíada
en que aparecía Hefesto, el dios de los infiernos, con un conjunto de mesas de bronce de tres patas, que se movían sobre ruedas.

—Lo siguen como si fueran perros, perros que hasta se dan la vuelta y se van a casa solos cuando él se lo ordena.

—Resultaría un buen juego de mesas nido para poner las bebidas en las reuniones…

—Cuando tus invitados ya han tenido suficiente, silbas y las mesas se van solas.

Magno me caía bien. Tenía sentido del humor. Pero me sorprendió descubrir que leía a Hornero, y se lo dije.

—Los agrimensores nos interesamos por el mundo. La mayoría de nosotros somos personas muy leídas —alardeó—. Además, pasamos mucho tiempo solos. Hay gente que piensa que somos unos taimados asquerosos.

No hice ningún comentario. Y Magno pasó a engrosar mi lista de personas a las que tenía que vigilar. Para empezar, la comprobación de remesas importantes debería hacerla Cipriano, el jefe de obras. Y no me imaginaba que el mármol lo guardaran en un campamento sin vigilancia lleno de excéntricos vendedores ambulantes e intrusos, sino en ese almacén de la obra bien cercado.

Cubierto de barro apenas causaba ninguna impresión. Volví a la vieja casa y me desvestí. Helena me vio cuando hurgaba en un arcón lleno de ropa.

—¡Marco! ¿Qué ha pasado?

—Me caí. —Sonó como si lo hubiera dicho un niñito triste.

—¿Alguien te empujó? —No es que Helena fuera maternal; es que le preocupaba que me metiera en peleas serias.

—¿Quién, algún matón rudo y corpulento? No, me caí yo solo. Iba soñando despierto sin mirar dónde ponía los pies. Estuve viendo el trabajo de unos artistas de frescos; debía de estar pensando en Lario.

Lario, mi sobrino favorito, se había escapado para aprender el oficio de pintor en la bahía de Neápolis, allí donde los ricos tenían sus fabulosas villas y había trabajo de primera clase. Hacía tres años que no lo veía. Traté de atraerlo a Roma para que me ayudara a pintar la casa de mi padre en el Aventino, pero mi carta quedó sin respuesta. Lario siempre había sido un hombre de negocios, demasiado sensato para comprometerse a hacer favores que no iba a cobrar. Por otra parte, en Roma estaban sus terribles padres. Gala y su espantoso marido eran razón suficiente para empujar a cualquier hijo a realizar un aprendizaje en cualquier lugar remoto.

—Hum… ¡Mira dónde está! —de pronto Helena pasó por mi lado rozándome para hacerse con un vestido suyo. Era un modelo color crema, con unas anchas bandas de color azul en los dobladillos. Aunque era sencillo, había costado un dineral; la tela era de un tejido precioso mezclado con seda. Al tiempo que lo levantaba para sacarlo con un frufrú seductor y lo sostenía cogido por los hombros, se dio cuenta de mi cara de escepticismo.

—Hispale continúa probándose mis vestidos. No tiene sentido. Yo soy mucho más alta, de manera que a ella le quedan arrugados. —No dije nada—. Sí, lo hace para molestarme.

Otro problema con la maldita niñera. Di un suspiro:

—Sabes…

—¡Ya lo sé!

Guardé silencio.

—Cuando volvamos a casa —prometió Helena—. Se lo plantearé en Roma. Mi madre volverá a acogerla.

—Y no se sorprenderá.

Helena me miró:

—¿Estás criticando a mi madre?

—No.

Era cierto. Podía ser mi suegra, pero yo había observado suficiente a la familia de los Camilos como para saber que había tenido una gran influencia en el desarrollo de Helena. Yo a eso le tenía verdadero respeto. Además, el que un senador no se divorcie de su mujer cuando ésta ya le ha dado el número adecuado de hijos y él ya se ha gastado el dinero de la dote, por regla general significa algo. Yo no me metía con Julia Justa.

—La ropa interior también la llevas asquerosa, Marco. Tendrás que quitártela y darte un baño.

Me encontraba a mitad del movimiento de bajarme la ropa y quedarme en cueros cuando me di cuenta de que Hispale había entrado en la habitación.

Helena se puso roja:

—¡A ver si llamas a la puerta, Hispale, por favor! —Yo me aseguré de estar decente. Puedo soportar la admiración de un público más amplio y diverso, pero me gustaba mucho que Helena Justina decidiera que mi cuerpo era su territorio personal. Sacudía el vestido color crema y azul—. ¿Cambiaste esto de sitio? A ver si nos entendemos, Hispale… No le permitiría ni a mi hermana, ni a mi madre siquiera, que cogiera mis vestidos sin pedírmelo primero.

Hispale me fulminó con la mirada como si creyera que era yo el causante de su reprimenda.

—¿Dónde están las niñas? —le pregunté con frialdad. Hispale salió de la habitación precipitadamente. En realidad, yo ya había visto que las niñas estaban a salvo bajo los cuidados adorables de unas mujeres de pelo rubio y piel blanca que formaban parte del personal del rey, que estaban embelesadas con los ojos oscuros y el buen aspecto extranjero de mis hijas. La pequeña estaba dormida. Julia siempre se comportaba perfectamente bien con los extraños.

Helena y yo nos miramos.

—Voy a ocuparme de ello —repitió Helena—. Al menos, no pega a las niñas ni deja que se mueran de hambre. Hemos llegado a esa fase en la cual nuestros sirvientes son regalos inútiles de otras personas. Más adelante los elegiremos nosotros mismos y sin duda meteremos la pata a causa de nuestra inexperiencia, Y algún día llegaremos a conseguir exactamente lo que queremos para nuestro hogar.

—Me gustaría saltarme algunas fases.

—Te gusta hacerlo todo con prisas.

Yo esbocé una sonrisa lasciva.

Encontré mi frasco de aceite y la almohaza, seleccioné ropa limpia y salí para explorar las termas del rey. Entonces Helena salió corriendo detrás de mí, mascullando entre dientes y con la necesidad de relajarse en el vapor. En una casa de baños privada cuyo propietario es un monarca, siempre hay agua caliente. Fuera de las horas punta, casi tenías la garantía de que no aparecería nadie que se escandalizara por un baño mixto.

Nos encontramos con que las salas de baño eran de la mejor calidad. A un lado de la entrada había una habitación con una piscina de agua fría. El agua nos llegaba más arriba de la cintura y teníamos espacio de sobra para darnos un buen chapuzón, como demostró Helena con energía.
Yo
no sabía nadar. Ella seguía amenazando con enseñarme; una piscina congelada en Britania no me animó a empezar con las lecciones. Me senté en el banco rosa de argamasa y observé a Helena un rato; incluso a ella se le cortaba la respiración por la temperatura. Un poco encogido de frío, me fui por ahí para disfrutar de no sólo una, sino tres salas calientes distintas, cada una de ellas con la temperatura más alta que la anterior. Ella dejó de hacer alarde de su resistencia y se unió a mí.

—¿Has encontrado a los pintores de frescos esta manaría?

—He encontrado su cabaña. He visto al mosaiquista. —Mi solemne falta de lógica hizo que Helena soltara una risita.

—No fastidies, Falco.

Le ofrecí una sonrisa descarada.

Helena se acercó con languidez a una pileta y usó un cazo para echarse agua por encima de los hombros. Fue bajando por…, bueno, por donde la gravedad tenía que llevársela. Volvió y se sentó a mi lado. Eso me dio la oportunidad de trazar con los dedos los caminos que seguían las gotas de agua.

—Así —me preguntó obstinadamente—, ¿hasta dónde has llegado?

—¿Me supervisas?

—No me atrevería. —Mentira—. Consultamos las cosas entre nosotros, ¿no es verdad?

—Tú consultas y yo confieso… —Me dio un puntapié para animarme a ser sincero. Me puse serio para salvar mis espinillas—. Ya me he hecho una idea del proyecto desde el punto de vista arquitectónico. Es una buena construcción y los acabados que planean hacer son asombrosos. Estoy estudiando al personal; eso ya está en marcha. Ahora tengo que encontrar una oficina…

—He ordenado una habitación para ti cerca de nuestros aposentos.

—¡Gracias! Eso está bien, no demasiado cerca de los encargados de la obra. Así que lo próximo que haré será llevar a mi nueva oficina todos los documentos sobre el proyecto y quedarme allí para inspeccionarlos. Sé a qué granujas estoy buscando. Cuando esté listo, haré que tus hermanos me ayuden. Mientras tanto, ambos están en buenas posiciones para espiar. —No mencioné las sórdidas condiciones. Su protectora hermana podría salir corriendo a rescatarlos.

Entre las gruesas paredes de los baños, nos encontrábamos completamente aislados del mundo exterior. Nadie sabía que estábamos allí. Desnudos y tranquilamente juntos, con la posibilidad de ser nosotros mismos. En cuanto tienes hijos, los momentos de intimidad como ésos son escasos.

Miré a Helena en silencio.

—Britania —la tomé de la mano y entrelacé mis dedos entre los suyos—. ¡Aquí estamos de nuevo! —Ella esbozó una leve sonrisa y no dijo nada. La conocí en esa sombría provincia; en ese tiempo ambos estábamos en un punto bajo…—. Tú eras una tipa estirada y enojada, y yo un insensible de cara avinagrada.

Helena sonrió más todavía, esa vez fue por lo que había dicho.

—Ahora tú eres un tipo de la clase ecuestre estirado pero manchado de barro y yo soy… —se quedó callada.

Me preguntaba si estaba satisfecha. Creía saberlo. Pero le gustaba tenerme en vilo.

—Te quiero —le dije.

—¿Y eso a que viene? —Se rió, temía que fuera un soborno.

—Vale la pena decirlo.

Noté que el sudor me bajaba por el cuello. Me froté de manera imprecisa con la almohaza. Me había traído mi preferida, que era de hueso. Firme, pero agradable al tacto…, como muchas cosas buenas de la vida.

Cuando me quejé del dolor de mi espalda dislocada, Helena lo alivió con un interesante masaje.

—También tengo dolor de muelas —gimoteé de forma patética. Ella se inclinó hacia un lado desde detrás de mí y me dio un suave beso en la mejilla. Lacio a causa del vapor, su pelo largo y liso cayó hacia delante y me hizo cosquillas en partes de mi cuerpo a las que sin duda les gustaba notar el cosquilleo.

—Esto está muy bien. Que no haya nadie más que nosotros utilizando estas elegantes instalaciones… Quizá debamos aprovecharlo al máximo, mi vida… —atraje a Helena más cerca de mí.

—Oh, Marco, no podemos…

—¡Apuesto a que sí!

Nosotros también podíamos. Y lo hicimos.

XXI

En cuanto tienes sirvientes, incluso esos escasos momentos de intimidad peligran. Aunque engañé a esa mujer. Cuando Hispale nos fue a buscar a los baños, Helena Justina estaba en los vestuarios secándose el pelo. Yo salía por el porche, recién vestido con otra túnica. Con una madre como la mía, hacía tiempo que dominaba el arte de parecer inocente. Sobre todo después de un apasionado devaneo con una jovencita.

—¡Ah, Marco Didio! —el rostro rechoncho de nuestra liberta se iluminó de satisfacción al molestarme—. Te he estado buscando, ¡hay alguien que pregunta por ti!

—¿De veras? —estaba de buen humor. Traté de no dejar que Hispale lo estropeara.

—Debí de haberle dicho que viniera a encontrarte aquí…

Estaba empeñada en seguir el tópico de que los hombres de negocios utilizan los baños públicos para relacionarse con sus abogados y banqueros, los cuales no son más que unos aduladores aburridos que siempre tratan de conseguir que los inviten a cenar. No era ése mi estilo. En Roma, yo era cliente de Glauco, mi entrenador. Iba a los baños para ponerme en forma.

—Yo no sigo la línea conservadora. Cuando estoy en los baños, Camila Hispale, es por el aseo y el ejercicio. —Todo tipo de ejercicio. Conseguí no sonreír—. No quiero que me encuentren.

—Sí, Marco Didio —se le daba muy bien usar los nombres de las personas como si fueran insultos. Su docilidad no era más que fachada. Yo no confiaba que obedeciera.

Helena salió detrás de mí. Hispale pareció escandalizarse. Y eso que sólo pensaba que nos habíamos bañado juntos.

—¿Quién era? —pregunté con calma.

—¿Qué?

—El que me buscaba, Camila Hispale.

—Uno de los pintores.

—Gracias.

Con un seco movimiento de cabeza hacia las mujeres de mi casa, la amada y la odiada, salí con paso enérgico para ser un hombre de negocios a mi manera. La que amaba me lanzó un beso provocativamente. La liberta se escandalizó más todavía.

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