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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

Un avión sin ella (9 page)

BOOK: Un avión sin ella
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Capítulo 11

2 de octubre de 1998, 10.00

Las 10.00 indicaba el reloj de Martini. ¡Cruz!

Marc había ajustado el ritmo de su lectura al de los minutos que pasaban, un ojo en la lectura, el otro en la esfera.

Volvió a cerrar el cuaderno verde, lo metió entre sus clasificadores, en su mochila Eastpack. Avanzó hacia la barra del Lenin con una sonrisa satisfecha. Mariam le daba la espalda, ocupada en enjuagar unos vasos. Marc puso un dedo en la barra, como si pulsase en un timbre.

—Riiiing —dijo con voz estridente—. ¡Es la hora!

Mariam se volvió, se tomó tiempo para secarse las manos con un trapo, lo volvió a dejar, bien doblado.

—¡Es la hora! —insistió Marc.

—Vale…

Mariam levantó los ojos hacia el reloj de pared.

—Vaya, no pierdes el tiempo. Tú no debes de ser de los que se duermen cuando vienen los Reyes Magos…

—No, claro que no. Vamos, date prisa, Mariam. Ya has oído a Lylie hace un momento. Tengo clase…

A Mariam le brillaron los ojos.

—No me vengas con ésas. Bueno, aquí está, ¡tu regalo!

Abrió un cajón, cogió el minúsculo paquete y se lo tendió a Marc. Se apoderó de él con una mano ávida y empezó a darse la vuelta hacia la puerta del Lenin.

—¿No lo abres ahora?

—No. Imagínate, si es íntimo. Un juguete sexual. Unas braguitas…

—No es una broma, Marc.

—Entonces ¿por qué quieres que lo abra delante de ti?

—Porque adivino lo que hay en ese paquete, listo. ¡Lo hago para poder recoger tus pedazos!

Marc se quedó mirando a Mariam, pasmado.

—¡¿Sabes lo que hay en el paquete?!

—Sí. Grosso modo, sí. Siempre hay lo mismo. Cuando…

Un cliente con prisas resoplaba detrás de Marc, mirando con impaciencia la hilera de Marlboro.

—¿Cuando qué?

Mariam suspiró.

—. cuando una chica se pira una hora antes, gilipollitas. ¡Una hora antes que el tío al que deja solo en una silla de mi bar!

Marc encajó el golpe. Pensó fugazmente en la sortija de zafiro en el dedo de Lylie. En la cruz tuareg que no se había colgado en el cuello. Consiguió encogerse de hombros con indiferencia.

—Hasta mañana, Mariam. Misma hora, misma mesa. Cerca de la ventana. Dos sitios, ¿eh?

Cogió el paquete con una mano que se obligó a dominar y salió del Lenin.

Mientras le tendía tres paquetes de cigarrillos a su cliente, Mariam vio cómo Marc se alejaba. Esta vez había hablado de más. No estaba tan segura de ella. Marc y Émilie formaban una pareja curiosa, extraña, que no se parecía a ninguna otra, pero de lo que estaba convencida era de que en las horas que iban a llegar, Marc se iba a jugar su destino, pendía de un hilo, una buena o mala elección…

Marc desapareció a su vez en el patio de Paris 8, como si su abrigo gris se hubiese fundido en el asfalto. Mariam se permitió distraerse un instante con la oleada ininterrumpida de los transeúntes.

Marc, sin duda, huía, henchido con sus certezas. No obstante, pensaba Mariam, un solo detalle, un grano de arena, podía hacer que todo diese un vuelco, podía darle un vuelco a sus más íntimas convicciones; a su vida entera.

El aleteo de una libélula.

Marc se alejó del Lenin, subiendo la avenida Stalingrad, sin rumbo, hacia el estadio Delaune. El flujo de asalariados matinales con prisas menguaba. Uno se cruzaba ahora en la acera más personas mayores y madres de familia rodeadas de niños y de bolsas de plástico colgadas en los cochecitos. Avanzó aún por la avenida unos cincuenta metros para encontrarse casi solo. Con manos temblorosas, rasgó el papel de regalo plateado, metiendo descuidadamente el envoltorio en el bolsillo de su vaquero. Descubrió una cajita acartonada. El cartón cedió bajo sus dedos nerviosos.

El objeto cayó en el cuenco de su mano.

Marc titubeó.

Sus piernas se negaron por unos momentos a sostenerlo. Dio unos pasos atrás, como una marioneta desarticulada. Su espalda golpeó el metal frío de una farola. Respiró lentamente para recobrar el equilibrio y el aliento.

No entrar en pánico, tomarse tiempo, recuperar el control.

Esa parte de la calle seguía desierta, pero no tenía más que gritar, lo oirían, acudirían. No. Tenía que entrar en razón.

A su pesar, su respiración se aceleraba, se le hacía un nudo en la garganta. Siempre los mismos síntomas desde hacía dos años, su agorafobia.

Respirar poco a poco, recuperar la calma.

La agorafobia, al contrario de lo que a menudo se cree, no es el miedo a los espacios abiertos o a las multitudes. Es el miedo a no poder ser auxiliado. El miedo a tener miedo, de alguna manera. Lógicamente, un pánico así se manifiesta en los sitios donde uno se siente aislado, un desierto, un bosque, una montaña, el océano. Pero de igual modo en medio de una muchedumbre, de una aula, de un estadio; en una calle abarrotada de gente tanto como en una calle desierta…

Marc estaba acostumbrado a su dolencia desde hacía tiempo, sabía afrontarla cuando la crisis no era demasiado intensa. Los avisos eran raros ahora. Conseguía asistir a clase en aulas repletas, coger el metro, ir a conciertos…

Respiró.

Poco a poco su respiración retomaba un ritmo normal. Siguió apoyado en la farola, aunque el poste de acero se le clavaba en la espalda.

Marc bajó los ojos hacia la palma de su mano.

Tenía en sus manos una miniatura de juguete.

Un avión.

Un modelo a escala.

La réplica exacta de un Air-bus A300 de hierro, bastante pesado, de un blanco lechoso a excepción de la cola del avión, azul-blanco-rojo. Un juguetito de Majorette, como se encuentran a millares en las estanterías de las habitaciones de los niños pequeños. La mano de Marc temblaba, se volvió a cerrar sobre la carlinga fría.

¿Qué significaba aquello?

¿Una broma?

¿Un regalo morboso para acompañar la lectura del cuaderno de Grand-Duc? Ridículo…

Marc debía reflexionar sobre ello. ¿No había nada más que ese juguete?

Marc rebuscó en el bolsillo de su vaquero, desarrugó el envoltorio del avión. Echó pestes contra sí mismo: mezclado con el papel rasgado con precipitación, descubrió una hojita blanca, manuscrita. Marc reconoció enseguida la letra de Lylie. Se clavó más profundamente en la espalda el poste de la farola y leyó: .

Marc, debo irme. No me odies, me lo había prometido desde siempre. Irme, en cuanto tuviese dieciocho años. Irme lejos, fuera… a la India, a África, a los Andes… o a Turquía, ¿por qué no? No te preocupes, no temas nada, estoy acostumbrada al avión, ¿no? Soy fuerte. Sobreviviré. Una vez más. Si te hubiese hablado de ello, no habrías estado de acuerdo. Pero si te tomas tu tiempo para reflexionar, entonces sí, lo estarás. No podemos continuar con la duda. Por eso, Marc, debo alejarme. De ti. Debo hacer balance. Cortar las ramas muertas, también. Marc, no trates de encontrarme, de llamarme, nada. Necesito distancia, tiempo. Lo creo. Algún día sabremos quiénes somos, uno y otro; el uno para el otro. Cuídate.

ÉMILIE .

Marc sintió como su respiración se aceleraba de nuevo. Se esforzó por apartar los pensamientos que se agolpaban en su cabeza.

Hacer. Actuar.

Avanzó un paso, abrió su Eastpack, metió en ella el avión en miniatura, la carta y el papel. Resopló un instante, luego cogió su teléfono móvil. Trabajar para France Telecom le había permitido conseguir terminales a buen precio, para él y para Lylie, de última generación, con registro automático de números.

Sin pensar, hizo pasar los nombres, se detuvo en Lylie y pulsó la tecla verde. La pantalla se iluminó, el tono de llamada le pareció interminable.

Era muy frecuente que llamase a Lylie y que ésta no descolgase. El contestador se activaba después del séptimo tono. Los contó. A partir del cuarto ya no había más esperanza.

«Hola, soy Émilie. Déjame un mensaje, llamaré en cuanto pueda. Hasta pronto. Besitos.» .

Marc tragó saliva. La voz de ella hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Lylie. Soy Marc. Llámame, te lo ruego. Estés donde estés. Por favor, llámame. Un beso. Te quiero. Más que a nada. Llámame. Vuelve conmigo.

Marc colgó. Anduvo, lentamente, por la acera del bulevar Stalingrad, rumiando las palabras de Lylie.

«Irme lejos.» .

«Hacer balance.» .

«Cortar las ramas muertas.» .

¿Qué quería decir eso?

Marc no era estúpido, los dieciocho años de Lylie no eran más que un pretexto, toda esa puesta en escena estaba relacionada con el cuaderno de Grand-Duc, esa libreta que Lylie se había pasado la noche leyendo. ¿Qué había encontrado en ella? ¿Qué había adivinado en ella?

«Saber quiénes somos, uno y otro; el uno para el otro.» .

¡No! Marc no compartía esas dudas con Lylie. Nada en el mundo hubiese podido hacer mella en su íntima convicción.

Marc llegó a la plaza Général Leclerc. Los autobuses se cruzaban en filas cerradas a ambos lados de la calle Gabriel-Péri y de la avenida Colonel-Fabien.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo encontrar a Lylie? ¿Seguir el mismo camino que ella? ¿Leer la libreta de Grand-Duc, hasta la última página? ¿Adivinar lo que Lylie había adivinado?

Marc maldijo en voz alta. Permaneció inmóvil ante el vaivén de los autobuses en la plaza. Parecía imposible quedarse sentado leyendo ese centenar de páginas con la hipotética esperanza de descubrir en ellas una pista. Cogió de nuevo su teléfono móvil, hizo pasar los nombres, se detuvo en la «C».

Curro
.

Marc se alejó un poco de la plaza, donde el ruido de la circulación resultaba ensordecedor.

—¿Hola? ¿Jennifer.? Genial, soy Marc. Perdona, tengo muchísima prisa. Necesito que me des una información, personal, el número de teléfono y la dirección en París de un tipo. ¿Apuntas su nombre.? Grand-Duc. Crédule Grand-Duc. Sí, ya lo sé, no es un nombre muy común. Así no habrá dos…

Jennifer, su colega en France Telecom, tenía la misma edad que él, estudiaba lenguas extranjeras aplicadas y Marc se imaginaba que sin esforzarse demasiado se enamoraría de él. Con el auricular todavía pegado a la oreja, levantó los ojos, observó unos instantes en el cielo blanco las tres campanas de la cúspide de la basílica de Saint-Denis, por encima de los edificios, unas calles más abajo.

—¿Sí.? ¿En serio, lo tienes? ¡Genial!

Marc garabateó el número y la dirección de Grand-Duc. Le soltó a Jennifer un «gracias» precipitado antes de volver a colgar y marcó de inmediato el número de teléfono del detective privado. El tono resonó durante largo rato, en el vacío, antes de que se activase de nuevo un contestador. Marc echó pestes contra sí mismo. Qué le iba a hacer, debía jugar limpio, no perder más tiempo.

—¿Grand-Duc? Soy Marc Vitral. Tengo que ponerme en contacto con usted a toda costa, o, mejor, reunirnos. Lo más pronto posible. Es concerniente a Lylie. A su cuaderno también, el que ha escrito para ella. Lo tengo entre las manos, me lo ha confiado, estoy leyéndolo. Escuche, si recibe este mensaje, llámeme, a mi móvil. Corro hacia su casa, estaré allí en tres cuartos de hora como máximo…

Marc se guardó el teléfono en el bolsillo, ahora decidido. Dio media vuelta y volvió a subir a pasos agigantados el bulevar Stalingrad, en dirección a la última estación de la línea 13. Grand-Duc vivía en el 21 de la calle Butte-aux-Cailles. Marc enumeró en su cabeza las líneas principales del plano del metro. Desde hacía dos años se paseaba solo por las calles de París, había aprendido a orientarse, sin recurrir siquiera desde entonces a los planos de las estaciones. La línea 13, sentido Châtillon-Montrouge, lo llevaría al centro, por Saint-Lazare, los Campos Elíseos, Inválidos, Montparnasse. La Butte-aux-Cailles debía de encontrarse en la línea 6, en sentido Nation, entre Glacière y Place-d’Italie. A priori, había que hacer transbordo en Montparnasse. Una veintena de estaciones en total, tal vez alguna más.

Unos minutos más tarde, Marc se encontraba de nuevo ante la universidad de Paris 8, calle Lénine. Le echó una ojeada al bar de Mariam, de lejos, luego se metió precipitadamente en el metro. En el pasillo, justo después del primer torno, algo protegido del viento, un tipo dormía sobre una sábana sucia al lado de un perro mestizo, flaco y amarillo. El hombre ni siquiera mendigaba. Marc dejó dos francos sobre la manta casi sin reducir el paso. El perro volvió la cabeza y lo miró con sorpresa mientras se iba. Desde hacía dos años, Marc erraba por el metro parisino, seguía echándole una moneda casi a cada desamparado con el que se cruzaba, había conservado esa costumbre desde Dieppe, donde su abuela les daba siempre a los hombres en la calle; le había enseñado, explicado, año tras año, la base de los valores, la solidaridad, el superar el miedo a los pobres, superar la vergüenza a dar; eso formaba parte ahora de su moral, tanto en Dieppe como en París o en cualquier otra ciudad del mundo adonde fuera. ¡Eso le costaba una fortuna! Lylie se burlaba de él amablemente. ¡Ningún parisino hacía eso! Entonces es que no era parisino.

No había casi nadie en el andén con sentido Saint-Denis-París. «Una suerte —pensó Marc—. Tres cuartos de hora de metro, veinte estaciones.» Tendría tiempo de continuar leyendo el cuaderno de Grand-Duc, intentar comprenderlo.

Caminar tras los pasos de Lylie.

Cuatro palabras obsesionaban a Marc.

«Cortar las ramas muertas.» .

¿Qué quería decir Lylie?

¿Cortar las ramas muertas?

El metro entró en la estación. Marc subió al vagón y sacó el cuaderno verde.

Una idea loca, persistente, se incrustaba en su mente. ¿Y si ese avión no era más que un señuelo, una puesta en escena, para impresionarlo? Lylie no se lo había dicho todo. Esa sortija, por ejemplo. Ese zafiro que llevaba, ¿de dónde salía? Había demasiadas sombras en todo aquello.

¿Y si Lylie no hubiese tenido nunca intención de irse lejos, por otra parte? ¿Y si Lylie se había quedado allí, cerca, si su objetivo era otro distinto.?

Había que descartarlo.

Descartarlo porque lo que quería emprender era arriesgado, peligroso.

Descartarlo porque no habría estado de acuerdo.

Cortar las ramas muertas…

¿Y si Lylie hubiese descubierto la verdad y estuviera tratando de vengarse?

Capítulo 12

Diario de Crédule Grand-Duc

La ventaja con los periodistas de prensa regional es que raramente consiguen una exclusiva antes que París. Incluso cuando los sucesos se desarrollan delante de sus narices, en su jardín, los medios parisinos son avisados, de todas formas, antes que ellos, llegan los primeros, y obtienen las entrevistas de los principales actores del acontecimiento desde el telediario de la noche. Así que, cuando la prensa regional tiene una noticia que puede interesarle a toda Francia, no se priva de ella. Más aún, despliega montones de ingenio para hacer que fructifique, exprimirle todo el jugo hasta la última gota.

Un cuarto de hora después de la llamada telefónica de Pierre Vitral, un periodista de
Informations Dieppoises
se plantaba en su casa, calle Pocholle. Lucile Moraud había actuado lo más rápido posible.
L’Est Républicain
pertenecía al mismo grupo de prensa que las
Informations Dieppoises
, el semanario local. El
freelance
asignado tenía como misión recoger las primeras noticias, las primeras imágenes, y mandar por fax luego el resto a la sede en Nancy. Lucile Moraud negoció su exclusiva con las televisiones regionales, FR3-Franche-Comté y FR3-Haute-Normandie. La estrategia estaba calculada con la mayor precisión posible para vender el máximo número de periódicos al día siguiente: había que sensibilizar a la opinión, dar algunos detalles en la televisión, la noche anterior, para que todos tuviesen ganas de leer la entrevista exclusiva de los Vitral, íntegramente, en la página dos de
L’Est Républicain
. Los breves reportajes de las televisiones regionales fueron recogidos desde la noche por las cadenas nacionales. Un equipo de TF1 llegó incluso a pillar a Léonce de Carville delante de su casa, en Coupvray, antes de que sus abogados hubiesen tenido tiempo de interponerse y hacerlo callar. Se encargó él mismo de echar leña al fuego mediático.

No, no lo negaba.

Sí, les había ofrecido dinero a los Vitral.

Sí, tenía la convicción íntima de que la superviviente era su nieta, Lyse-Rose, y había actuado por generosidad hacia los Vitral, o por piedad, parecía confundir las dos cosas. Dios, por supuesto, había salvado a su familia. No podía ser de otra manera.

Al día siguiente, el 18 de febrero de 1981, llegó a añadir, en directo en antena de RTL, en los informativos de las diez: .

—En caso de duda, si no se conoce la verdad con certeza, entonces el juez debe pensar en el interés del niño, únicamente en el interés del niño. Si eso fuera posible, debería ser el bebé el que eligiese. Si tuviera la opción, ¿quién puede dudar que ese recién nacido elegiría el futuro que le ofrezco, y no el de los Vitral?

Me he enterado de ello al trabajar en este caso: la máquina mediática funciona como una enorme bola de nieve lanzada por una pendiente, que ya nadie puede dominar. Si todavía hoy tienen en la memoria el caso «Libélula», es sin duda aquel momento el que recuerdan, esas pocas semanas que precedieron al juicio. Entre febrero y marzo de 1981, a excepción de la campaña presidencial, por supuesto, ya no se hablaba más que de aquello. Francia estaba dividida en dos. Grosso modo, si caricaturizo, los ricos contra los pobres. Dos bandos no iguales, pues. Si se divide Francia en dos según la riqueza media, hay mucha más gente por debajo que por arriba. La gran mayoría de los franceses defendía a capa y espada a la familia Vitral, quien multiplicó su paso por la televisión, por la radio, por los periódicos. Están pensando, ¡un culebrón que no se acaba nunca!

Carville tuvo que asumir, a su pesar, el papel del malo. La serie
Dallas
empezaba a hacerse popular en Francia. Léonce de Carville no tenía nada que ver, físicamente, con un J. R. Ewing, y, no obstante, nadie se cortó en establecer el paralelismo. La oportunidad era demasiado buena. Y, como en
Dallas
, J. R. de Carville podía ganar.

Suspense. Emoción.

¿Tal vez habrían elegido su bando ustedes también en esa época?

Yo no lo hice. En aquel momento, pasaba del caso «Libélula». De todos los detalles me enteré más tarde, durante mi larga y minuciosa investigación. En febrero de 1981, todavía estaba con mis casos de casino; de la costa vasca me había ido a la Costa Azul y a la Riviera, en la parte italiana. Vigilando, siempre vigilando. Un trabajo soporífero que me aportaba cada vez menos. Me acuerdo, de todas formas, de haber entrevisto un fragmento de emisión, una especie de telerrealidad adelantada a su tiempo, una noche, bastante tarde, mientras vagueaba en una habitación de hotel. Se recibía allí a Nicole Vitral. Era ella quien, progresivamente, había tomado las riendas de las relaciones con los medios. Pierre Vitral estaba superado desde hacía mucho tiempo por la máquina que había puesto en marcha. Rehuía las cámaras. Si hubiese podido, tal vez se habría retirado de la partida y dejado trabajar a la justicia, incluso a riesgo de perderlo todo.

Nicole Vitral debía de tener cerca de cuarenta y siete años en la época. Se trataba de una abuela joven. No era guapa en el sentido clásico del término, pero era lo que los medios de comunicación llaman, de eso también me enteré entonces, un fenómeno mediático. Emanaba una especie de energía comunicativa, su causa era una cruzada y ella era la santa, la mártir, la que predicaba con una franqueza y con un acento de Caux inimitables. Era sincera, simple, conmovedora, divertida, y todo eso se trasladaba maravillosamente a la pantalla. Su rostro, demacrado, estropeado por años de viento y de yodo en el canal de la Mancha, no resistía bien los primeros planos. Con cuarenta y siete años era ya una mujer bastante fuerte. Nada que ver con una top model…

Salvo que aquella noche, solo delante del televisor, sin saber nada del caso o de su cruzada, ese encanto de mujer que nunca había visto antes me dejó trastornado. En lo físico, se entiende.

No debía de ser el único. Tenía los ojos azules, chispeantes, los típicos que se burlan de la vida y de todas sus desgracias, en efecto. Pero, por encima de todo, estaban sus pechos. Nicole Vitral tenía desde siempre una forma muy natural de llevar prieto su generoso pecho, en vestidos escotados o en blusas abiertas. Eso sin duda debía de ayudar a los vientos en el paseo marítimo de Dieppe. Para sazonarlo todo, llevaba del mismo modo casi siempre una chaqueta, una cazadora, y se pasaba el tiempo volviéndosela a cerrar para disimular sus formas desnudas. La he observado a menudo desde entonces, se ha convertido en su tic, un reflejo: le hablas y siempre, en un momento dado, tu mirada se desvía, incluso por un instante muy breve; entonces, casi instantáneamente, sin que Nicole Vitral cambie de conversación ni se sienta molesta, sin ni siquiera darse cuenta, sus manos vuelven a cerrar la chaqueta, que se abrirá de nuevo unos segundos más tarde.

Un juego extraño, perturbador, que siempre me ha parecido irresistible.

El juego resultaba más perverso todavía en televisión. El telón de su chaqueta se abría y se volvía a cerrar sobre sus pechos a merced de la mirada del presentador, progresivamente, cada vez más incómodo. Pero, cuando se volvía para preguntarle a otro invitado de la emisión, el telespectador tenía una ventaja casi divina: podía observar el telón abierto del opulento pecho, sobre el que un cámara hacía zoom con pudor y un fuerte sentido de la sugestión, sin que el detector inconsciente de Nicole quedase advertido de ello y sin que la chaqueta volviera entonces a cubrir su pecho.

Nicole Vitral, tal vez sin que se diese cuenta de ello, por su atractivo atípico, había trastornado Francia en febrero de 1981. Me había trastornado también aquella noche, a mí, que no sabía nada de ella, que no la conocí hasta meses más tarde. Me ha trastornado durante estos dieciocho años. Me trastorna todavía hoy, cerca de los sesenta y cinco. Es decir, casi con mi misma edad.

Lo han comprendido, la causa de los Vitral y de la pequeña Émilie se volvió de forma rápida totalmente defendible. Los mejores abogados de Francia, al menos aquellos que no trabajaban ya para Carville, ofrecieron sus servicios a la familia de Dieppe. Gratuitamente, ¡ni que decir tiene! La publicidad en torno al caso era máxima, tenían la opinión pública de su parte. ¡Una ganga! Los profesionales en liza eran ahora tan competentes en un lado como en el otro.

El primer trabajo de los abogados de los Vitral, nuevos, competentes, influyentes, mediáticos, fue llevar a cabo una auténtica guerrilla, de febrero a marzo de 1981, contra el juez Le Drian. Lo acusaban de parcialidad, convencidos de que al final daría la razón a los Carville, al pertenecer ambos al mismo mundo. Lions Clubs, Rotary, francmasones, cenas en casa del embajador, se filtró todo, y no sólo insinuaciones sobre su gran distinción. ¡El Ministerio de Justicia acabó cediendo! El juez Le Drian entregó su dimisión el 1 de abril, un numerito, y se nombró a un nuevo juez, un as del Tribunal de Estrasburgo, el juez Weber, un tipo bajito, recto, con gafas, algo así como un cruce entre Eliot Ness y Woody Allen. Un tipo cuya probidad nadie puso nunca en cuestión, ni siquiera los Carville.

La audición de los primeros testimonios comenzó el 4 de abril. Fuera lo que fuese, un mes más tarde se sabría. El juez debía decidir. Las dos partes estaban de acuerdo en evitar toda solución intermedia, todo juicio que instituyese una doble identidad, que preconizase un acuerdo tal como la custodia compartida, los laborables en casa de una de las familias, las vacaciones en casa de la otra. La eclosión de un monstruo de dos apellidos. Lylie de por vida.

No, el juez Weber debía zanjar el caso. Tomar una decisión de vida y muerte. Decidir quién había sobrevivido y quién había perecido. ¿Lyse-Rose de Carville o Émilie Vitral? Me hice esa pregunta desde entonces. ¿Ha tenido otro juez un día tal poder: matar a un niño para que otro pueda vivir? Ser a la vez salvador y verdugo. Una familia ganaba, la otra lo perdía todo. Era mejor así, todo el mundo estaba de acuerdo…

Zanjarlo.

Por supuesto. Pero ¿a partir de qué?

Desde entonces, he releído docenas de veces los documentos de la instrucción, los centenares de páginas que tenía entre las manos el juez Weber; he escuchado continuamente las docenas de horas de audición durante el juicio, obtuve la autorización para su acceso, años más tarde, gracias a los Carville…

¡Aire! Peritajes y peritajes de comprobación a los que se podía decir una cosa y su contrario. Las audiencias se resumieron en peleas de expertos convocados por las dos partes, todos parciales. ¡Los expertos imparciales no tenían nada que decir! Después de días de audiencia estábamos en el mismo punto: el bebé tenía los ojos azules. Como los Vitral. Los Vitral ganaban por puntos, y de nuevo, por muy poco, los abogados de los Carville encontraron a una prima lejana de ojos claros. Venga, ¡vamos!

El juez Weber debía de tener una moneda en el bolsillo y sopesarla en secreto durante las interminables audiciones.

Los abogados de Carville pusieron toda su energía en hacer olvidar las salidas mediáticas desastrosas de su cliente, en cambiar su imagen, en darle la vuelta a la opinión pública. No estaba ganado, y, no obstante, lo lograron, en parte al menos. Atacaron públicamente a lo que llamaron «el clan Vitral»; «el clan» quería decir a la vez la familia, el barrio, la región…

Frente al clan, frente a la opinión pública desfavorable, Léonce de Carville estaba a fin de cuentas solo con su dignidad, sus principios y su moral. Los abogados lograron mal que bien que se pusiera el traje de la víctima sacrificada, del que se rasga las vestiduras ante la muchedumbre; le hicieron encarnar el papel del hombre duro pero honesto, que ha luchado toda su vida para triunfar y al que le niegan, no obstante, el derecho al descanso. El derecho a ser el abuelo. El derecho a ser «abuelito» más bien, el «abuelito» de Pagnol, de Jean de Florette, que comete los peores errores durante toda su vida, pero, al final, cuando el curso de los acontecimientos se vuelve contra él, en lugar de gritar «¡Se lo merece!», al lector se le saltan las lágrimas.

Ése es el papel que debía tener Léonce de Carville durante las audiencias ante los periodistas: ¡el árbol caído! La duda brotó, a la fuerza, entre el público, entre los periodistas: ¿y si al final era Carville quien decía la verdad.? ¿Y si se habían dejado engañar por las alharacas mediáticas de los Vitral, por su miseria, de la que presumían de manera tan impúdica. por los grandes pechos de Nicole Vitral.?

Los abogados de Carville tenían verdadera pericia…

Todo el sumario llevaba al empate; a pesar de la urgencia, se disponían a jugar la prórroga. Los penaltis se anunciaban interminables.

Fue entonces, el último día de las audiencias, cuando entró en juego el más joven de los abogados de los Vitral, el letrado Leguerne. Desde entonces, puedo confirmarles que es más bien famoso en París. Posee un bufete de abogados de tres plantas en la calle Saint-Honoré. Pero en la época, en 1981, era un perfecto desconocido. Formaba parte de esos abogados que defendían gratuitamente la causa de los Vitral. Eso demuestra que hay una moral, defender a la viuda y al huérfano insolventes también puede aportar grandes…

Leguerne había preparado bien sus golpes de efecto. Le preguntó al juez Weber si podía tomar la palabra en último lugar, como si fuese a sacarse de la manga en el último minuto un cuerpo del delito decisivo…

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