Fueron. Nunca habían viajado en avión. Stéphanie era una mujer joven cuyos caprichos se aferraban a unos ojos risueños que se figuraban el mundo como una gran manzana a la que dar un mordisco. Una fruta que creía prohibida en su pequeño paraíso.
Pensaban que no había que volverle la espalda a la suerte cuando por fin les sonreía. Deberían haber desconfiado, no hay que fiarse de las sonrisas. Pascal, Stéphanie y Émilie debían aterrizar en Roissy el 23 de diciembre, luego se quedarían un día en París para admirar los escaparates de Navidad. Otro capricho de Stéphanie. Era huérfana, adorable y adorada por toda la familia Vitral. Stéphanie se lo devolvía con creces. En el fondo, no necesitaba un viaje a Turquía para ser feliz. Su cuento de hadas lo formaban Marc y Émilie, sus dos renacuajos, con su papá y sus abuelos para mimarlos.
Pierre y Nicole Vitral se enteraron del drama juntos, al escuchar el
flash
de France Inter de las siete.Como hacían todas las mañanas.
Frente a frente, a cada lado de la pequeña mesa de cocina atestada. Durante mucho tiempo, los dos tazones de gres, de café el de Pierre y de té el de Nicole, se quedaron allí, helados, apenas empezados, paralizados, congelados por ese segundo que disecó la vida en esa casita de pescadores de la calle Pocholle, en el barrio de Pollet, esa antigua zona de pescadores dejada como una isla en medio del puerto de Dieppe.
—¿Por qué Lyse-Rose? —chilló de repente Nicole Vitral.
Todas las casas de la calle eran adosadas. El callejón se resumía en una docena de fachadas, todas gemelas. Los vecinos lo oían todo. El grito de Nicole traspasó las paredes.
—¿Por qué habrán llamado Lyse-Rose a ese bebé? ¿Eh? ¿Quién se lo ha dicho? ¿El bebé tal vez? ¡¿Les ha dicho su nombre a los bomberos?! Un bebé de tres meses en el avión, una niñita con los ojos azules. ¡Es nuestra Émilie! Está viva. ¿Quién dice lo contrario? ¿Cómo pueden afirmarlo? Lo han maquinado porque es la única que está viva, quieren robárnosla porque es la única que ha sobrevivido…
Nicole tenía lágrimas en los ojos. Algunos vecinos comenzaron a salir a la calle a pesar del frío. Se desmoronó en los brazos de su marido.
—No, Pierre, cariño. Prométemelo. No, Pierre, no nos quitarán a nuestra nieta, no ha escapado del avión para que nos la roben. Prométemelo.
En el cuartito que lindaba con el salón, el joven Marc se había despertado sobresaltado por el grito de su abuela y, desde lo alto de sus dos años, se puso a gritar. No podía entenderlo, y ni siquiera recordaría esa mañana maldita.
2 de octubre de 1998, 09.24
.
Marc levantó los ojos de la libreta de Grand-Duc. Se le saltaban las lágrimas.
No, por supuesto, no había conservado ningún recuerdo de esa mañana maldita. Hasta que leyó ese relato…
Descubrir así cada detalle del drama de su infancia tenía algo de extraño, de irreal.
Con la agitación en torno a él, en el Lenin, la cabeza le daba vueltas. Los cinco tipos de la asociación estudiantil se habían ido, tan risueños como habían llegado, cerrando de golpe la puerta de cristal tras ellos. La mano de Marc resbaló por su rostro, secando con disimulo las gotas en el rabillo de los ojos. Respiró lentamente, intentando controlarse. Después de todo, conocía ya casi todos los elementos de esa historia. De su historia.
Casi todos.
09.25 en el reloj de Martini.
Y no había hecho más que empezar.
2 de octubre de 1998, 09.17
Malvina de Carville golpeó el cristal con el cañón de su Mauser L100. Las libélulas apenas reaccionaron. Sólo la más grande, aquella con el cuerpo voluminoso con reflejos rojos y las alas gigantescas, trató de levantarse unos centímetros antes de volver a caer al fondo del vivero, enredada en las docenas de cuerpos de otros insectos ya muertos. Ni por un instante Malvina de Carville tuvo ganas de volver a enchufar la oxigenación del vivero o de levantar la tapa de cristal para dejar escapar a las supervivientes. Prefería observar la agonía de esos bichos. Después de todo, no tenía nada que ver con aquella hecatombe.
Golpeó de nuevo el cristal con el cañón de su revólver, con mayor violencia. Estaba fascinada por los esfuerzos desesperados de los insectos, a cada sacudida de las paredes del vivero, por agitar sus alas pesadas en el aire privado de oxígeno.
Malvina se quedó así durante muchos minutos. ¡Por ella como si reventaban esas libélulas! Le importaba un bledo. No era por ellas por lo que estaba allí. Estaba allí por Lyse-Rose. Su propia libélula. La única e inimitable. Malvina avanzó por la habitación. El espejo del salón la cogió por sorpresa al devolverle su imagen. No pudo impedir observar su reflejo. La recorrió un estremecimiento de asco. Odiaba ese pasador blanco que cortaba en dos hileras, justo en el medio, su cabello largo y liso; odiaba su jersey de lana azul celeste con cuello de encaje; odiaba su tronco sin pechos, sus brazos flacos, su cuerpo de cuarenta kilos.
En la calle, los transeúntes la tomaban por una chica de quince años. De espaldas, al menos. De frente, reconocía esa sorpresa en sus ojos, cuando se encontraban, estupefactos, frente a una chica avejentada; una vieja de veinticuatro años vestida como en los años cincuenta.
Pasaba de ellos.
Que se fuesen a la mierda todos, los que le decían lo mismo desde hacía dieciocho años: la docena de psicólogos, los mejores, a los que había agotado uno detrás de otro; los psiquiatras infantiles; los nutricionistas; los fulanos de todas las especialidades. Su abuela también. Conocía su cantilena de memoria. Negación del crecimiento. Negación a engordar. Negación a envejecer. Negación a pasar el duelo. Negación a olvidarse de Lyse-Rose.
Lyse-Rose.
Pasar el duelo, olvidarla…
Tanto como decir matarla…
Se volvió y caminó hacia la chimenea. Tuvo que pasar por encima del cadáver. Por nada en el mundo habría soltado el Mauser que sujetaba en la mano derecha. Nunca se sabía. Aunque ese cabrón de Grand-Duc no parecía a punto de levantarse. Una bala en el corazón. La cabeza en la chimenea.
Cogió el atizador con la mano izquierda y hurgó con torpeza en el hogar.
¡Nada!
¡Esa basura de Crédule Grand-Duc no había dejado nada!
Malvina agitó la vara de hierro, cada vez más alterada, golpeando el rostro de Grand-Duc, levantando una nube de humo negro. Tenía que quedar por lo menos un resto, un trozo de papel no calcinado, un indicio cualquiera…
Tenía que rendirse a la evidencia. No estaba removiendo más que minúsculos confetis ennegrecidos.
Las cajas de archivos yacían esparcidas por el parquet. Las fechas estaban escritas con rotulador rojo en el canto: 1980, 1981, 1982 − 1983, 1984 − 1985, 1986 − 1989, 1990 − 1995, 1996…
Todas vacías, desesperadamente vacías.
Una cólera sorda, incontrolable, de la que ella se sabía capaz, rugía en Malvina. ¡Así que ese cabrón de Crédule Grand-Duc se había reído de ella en su cara! Para eso le habían estado pagando sus abuelos durante dieciocho años, le habían reembolsado todas las facturas, los viajes, los gastos, año tras año.
¡Por un montón de cenizas!
Malvina dejó caer el atizador en el parquet encerado, haciendo un corte negro en la madera. Era con su dinero como ese cabrón se había pagado su casa, esa casa de burgués en el corazón mismo de la Butte-aux-Cailles. ¡Con su dinero! ¿Para qué? Para quemar todas las pruebas antes de cerrar el pico. ¡Para siempre!
Apretó el puño en torno a su Mauser.
Malvina de Carville no sentía más compasión por Grand-Duc que por las libélulas muertas en el vivero.
Más bien menos, incluso.
No tenía más que lo que se merecía, ese cabrón, acabar eliminado en su casa, la nariz, los ojos, con la boca en las brasas todavía calientes de sus mentiras. Había corrido riesgos, había querido jugar a un doble juego. Y había perdido. No iba a llorar por su suerte. La única cosa de la que se lamentaba, en definitiva, era que a partir de entonces ya no podría hablar. Pero no abandonaría, y menos en ese momento. No dejaría a su hermana pequeña. Estaba allí por ella, como siempre. Su Lyse-Rose, su libélula. Debía continuar buscando. Debía encontrar.
Esa libreta, por ejemplo, esa libreta de notas cogidas por Crédule Grand-Duc durante todos esos años, día tras día. Un cuaderno con la cubierta verde pálido, por lo que sabía. ¿Dónde podía haber metido esa libreta? ¿A quién se la podía haber confiado?
Malvina fue hasta la cocina. Echó una mirada alrededor. Todo parecía limpio y aseado. Un trapo azul colgaba de un clavo. De todas formas, ya había registrado cada rincón, en balde. Todo estaba en orden, tanto en la cocina como en las otras habitaciones. Grand-Duc era un tipo meticuloso.
¡Mierda!
Esa casucha era un callejón sin salida. Era necesario que reflexionase.
Malvina volvió a pensar en la llamada que Grand-Duc le hizo a su abuela la víspera. Pretendía haber encontrado algo. ¡Por fin! Después de todos esos años, la misma tarde de la mayoría de edad de Lyse-Rose. Mejor aún. Pocos minutos antes de medianoche. Había hablado de un viejo periódico,
L’Est Républicain
, de una revelación que habría tenido, dieciocho años más tarde, ¡al abrirlo!
¡Claro!
¡Menudo farol, qué cabrón!
Ya podía su abuela caer en la trampa, una vez más, si le complacía creer todavía en las sandeces de ese detective. Pero ella no.
L’Est Républicain
. ¿Justo dieciocho años después? Justo a medianoche. Qué casualidad…
Era penoso.
Sólo había tratado de ganar tiempo. Su contrato se terminaba precisamente el día en que Lyse-Rose cumplía los dieciocho años. El dinero iba a dejar de correr, sólo había querido servirse un poco más del grifo inventándose cualquier cosa. Su abuela, con sus beaterías, estaba dispuesta a escucharlo todo, confiaba demasiado en ese Grand-Duc, la había tenido dominada todos esos años. Malvina observó la placa de cobre de encima del escritorio. CRÉDULE GRAND-DUC, DETECTIVE PRIVADO.
¡Vaya nombre más estúpido!
Sí, había creído tenerlos dominados, a su abuelo y a su abuela.
¡Pero no a ella!
Ella era libre. Lúcida. Había sabido descubrir su doble juego. Grand-Duc siempre había preferido a los Vitral. ¡Era de su bando! Grand-Duc siempre la había mirado mal, como si fuese un animal de feria. Desconfiaba de ella.
¡No lo suficiente!
Malvina le echó una última mirada al escritorio, abandonó con pesar el salón y se acercó al pequeño vestíbulo de la casa. Su aguda mirada escudriñó los paraguas guardados en un gran florero, los largos abrigos colgados de las perchas. Nada destacaba, allí tampoco.
No pudo evitar detenerse ante las fotografías imantadas en desorden, justo por encima de la ventana de la entrada. Una imagen del matrimonio de Nazim Ozan, el cómplice de Grand-Duc, y de su gran vaca turca; otra de Nicole Vitral, por supuesto, con sus melones rebosando de su feo vestido de vendedora de patatas fritas. Grand-Duc tenía que estar harto de comerse con los ojos las ubres de la Vitral todas las mañanas antes de salir de su casa, poniéndose el abrigo y cogiendo su paragüitas.
Malvina miró distraídamente las demás fotos del vestíbulo. Paisajes de montaña, del Jura sin duda. El monte Terrible. Montbéliard.
Lo recordaba. Había reconocido al bebé, a su hermana, allá en el hospital. Tenía seis años en aquella época. Era el único testigo con vida.
Lyse-Rose estaba viva. Le habían robado a su hermanita.
Podían decir lo que quisieran. Negación de pasar el duelo y todo lo demás.
Nunca, nunca la abandonaría.
Malvina se obligó a salir de su letargo, tenía que activarse. Volvió al salón, pasó de nuevo por encima del cadáver de Grand-Duc, luego miró una última vez la chimenea, el vivero, el escritorio. Había entrado en la casa por la ventana de la habitación, que había roto, entre las malvarrosas. Había dejado huellas por todas partes; la policía acabaría llegando, prevenida por un vecino. Debía ser prudente. No por ella, ella daba igual, sino por Lyse-Rose. Debía permanecer libre, era necesario borrar los indicios de su presencia en esa casa, por todos lados. Con suerte, descubriría un detalle que hubiese descuidado. ¿Por qué no ese jodido cuaderno de notas verde?
¿Qué podía haber escrito ese cabrón de Grand-Duc en el cuaderno? ¿Había descubierto algo, entonces, la verdad, en ese periódico el día de los dieciocho años de Lyse-Rose?
¿Qué verdad?
¿Era un farol?
¿Podía correr semejante riesgo?
Había que encontrar ese cuaderno…
Seguramente se lo habría confiado a los Vitral. Antes de encajar una bala en el corazón. Le parecería bien. Como una especie de regalo de cumpleaños. Si era así, era el pervertido de Marc Vitral quien tenía entre las manos el cuaderno.
2 de octubre de 1998, 09.28
Marc Vitral miraba fijamente el reloj de Martini.
En la mesa más cercana, enfrente de él, una encantadora estudiante morena, con el pelo muy corto a lo chico, lo miraba con unos ojos oceánicos en los que cualquier hombre se habría zambullido sin titubear.
Marc apartó la mirada, insensible.
Eso debió de excitar todavía más a la guapa estudiante. Ese tío rubio perdido en sus pensamientos, en su pena, con los ojos brillantes de lágrimas que la traspasaban como si fuera invisible. Debían de ser raros los hombres indiferentes a su belleza. Por fuerza, no se sentía atraída más que por los hombres no disponibles, los fantasmas inaccesibles.
Marc rumiaba la descripción de Grand-Duc sobre sus padres, Pascal y Stéphanie, de los que no tenía más recuerdo que unas viejas fotografías. Levantó la mano hacia Mariam. La camarera pensó que quería reclamar su regalo con antelación, ganar algunos minutos, observó con aire reprobador el reloj de pared.
—Mariam, ¿me pones un cruasán? No he comido nada esta mañana. ¡No estoy acostumbrado a que Lylie me cite tan pronto!
Mariam mostró una amplia sonrisa tranquila.
Unos segundos más tarde, se lo llevaba en un plato. El jaleo en el Lenin se volvía ensordecedor. La estudiante de mirada abisal seguía comiéndose a Marc con los ojos, mendigando una mirada, desesperadamente.
Era inútil.
Marc partió el cruasán por la mitad, y se lo comió de una vez.
09.33
Se volvió a sumergir en las notas de Grand-Duc.