El 23 de diciembre de 1980 el Airbus 5403, que cubre la ruta Estambul-París, se estrella cerca de la frontera franco-suiza. Sólo sobrevive un bebé de tres meses, una niña, cuya identidad es un misterio. ¿Es Lyse-Rose o Émilie? Dos familias, una rica y otra humilde, reclaman a la pequeña y se enfrentan en un juicio de interés nacional. Dieciocho años más tarde, destrozado por el fracaso y al límite entre la locura y la lucidez, el investigador privado que lleva años rastreando el caso descubre, justo antes de quitarse la vida, una última pista que podría cambiar todo lo que se creía hasta ese momento. Pero alguien no quiere que esa verdad salga a la luz y hará todo lo posible para evitarlo. Antes de morir, el detective deja enviado un cuaderno que contiene todos los detalles de su investigación… Sólo tiene que llegar a las manos adecuadas. Palpitante, original y llena de giros inesperados, Un avión sin ella ha cautivado unánimemente tanto a la crítica como a los lectores en Francia. El azar, las casualidades y el destino juegan un papel determinante en esta novela en la que nada es lo que parece. Insomnio garantizado. NOVELA GANADORA DEL PRESTIGIOSO PRIX DE LA PRESSE 2012.
Michel Bussi
Un avión sin ella
ePUB v1.0
AlexAinhoa14.02.13
Título original:
Un avion sans elle
©2012, Michel Bussi
Traducción: Juan Camargo
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Para Malou,
pequeña libélula
nacida con esta historia.
23 de diciembre de 1980, 00.33.
El Airbus 5403 Estambul-París caía en picado. Un descenso de cerca de mil metros en menos de diez segundos, casi vertical, antes de estabilizarse de nuevo. La mayor parte de los pasajeros estaban dormidos. Se despertaron bruscamente, con la sensación aterradora de haberse adormilado en el asiento de un tiovivo.
No fueron las sacudidas del avión sino los gritos los que acabaron de golpe con el frágil sueño de Izel. A las borrascas y a las bolsas de aire estaba acostumbrada; desde hacía casi tres años encadenaba vueltas al mundo con Turkish Airlines. Estaba en su rato de descanso y dormía desde hacía menos de veinte minutos. Apenas había abierto los ojos cuando su colega de guardia, la vieja Meliha, inclinó hacia ella su embutido escote.
—¿Izel? ¿Izel? ¡Corre! Esto está calentito. Hay tormenta fuera, parece. Visibilidad cero, según el comandante. ¿Vas a tu pasillo?.
Izel puso la cara cansada de la azafata experimentada a la que no le entra el pánico por tan poco. Se levantó de su asiento, se estiró el traje, tiró un poco de su falda, admiró un instante el reflejo de su bonito cuerpo de muñeca turca en la pantalla apagada frente a ella y se dirigió al pasillo de la derecha.
Los pasajeros despiertos ya no chillaban, pero abrían unos ojos más sorprendidos que preocupados. El avión seguía tambaleándose. Izel se propuso inclinarse con calma hacia cada uno de ellos.
—Todo va bien. No hay ningún problema. Sólo atravesamos una tormenta de nieve por encima del Jura. Estaremos en París en menos de una hora.
La sonrisa de Izel no era forzada. Su mente vagaba ya hacia París. Se quedaría allí tres días, hasta Navidad. Estaba alborotada como una chiquilla ante la idea de jugar a las estambulitas liberadas en la capital francesa.
Dedicó sus tranquilizadoras atenciones a un niño de diez años que se agarraba a la mano de su abuela; a un joven ejecutivo de camisa arrugada con el que se habría vuelto a cruzar con mucho gusto al día siguiente en los Campos Elíseos; a una mujer turca cuyo velo, sin duda mal ajustado por culpa del brusco despertar, le cruzaba la mitad de los ojos; a un anciano encogido sobre sí mismo, con las manos metidas entre las rodillas, que le lanzaba una mirada implorante…
—Todo va bien. Se lo aseguro.
Avanzaba con calma por el pasillo cuando el Airbus se inclinó de nuevo a un lado. Se oyeron algunos gritos. Un tipo joven, sentado a la derecha de Izel, que agarraba con las dos manos un
walkman
, gritó aparentando jovialidad:.
—¿Para cuándo ese
looping
?.
Algunas risas tímidas le respondieron, inmediatamente tapadas por el llanto de un bebé. Estaba tumbado en un capazo unos metros delante de Izel. La mirada de la azafata se posó sobre la niñita de apenas unos meses de edad; llevaba un vestido blanco con flores naranja que sobresalía de un jersey de lana cruda con estampado geométrico.
—No, señora —intervino Izel—. ¡No!.
La madre, sentada justo al lado, se desabrochaba el cinturón para inclinarse hacia su hija.
—No, señora —insistió Izel—. Debe permanecer abrochado. Es imperativo. Es…
La madre ni siquiera se tomó la molestia de volverse, todavía menos de responder a la azafata. Su largo cabello suelto caía sobre el capazo. El bebé chilló aún más fuerte.
Izel dudó sobre la conducta que debía seguir, se acercó.
El avión volvió a caer. Tres segundos, mil metros más, tal vez.
Estallaron breves gritos, pero la mayor parte de los pasajeros guardaron silencio. Mudos. Conscientes de que el movimiento del avión ya no estaba provocado sólo por ráfagas invernales. Bajo el efecto de la sacudida, Izel cayó sobre su costado. Clavó con el codo el
walkman
en el pecho de su propietario, a su derecha, cortándole el aliento. Ni siquiera le dio tiempo a pedir perdón; se incorporó. Justo delante de ella, la chiquilla de tres meses seguía llorando. Su madre se inclinaba de nuevo hacia ella, empezaba a desabrochar el cinturón de seguridad de la niña…
—¡No, señora! No…
Izel la maldijo. Tiró maquinalmente de su falda subida sobre su media con carreras. ¡Caramba! ¡Se tendría bien merecidos sus tres días y dos noches de placer en París!.
Entonces todo sucedió muy rápido.
Por un breve instante, Izel creyó oír el eco de otro grito de bebé en alguna parte del avión, un poco más lejos, a su izquierda. La mano confusa del tipo del
walkman
rozó el nailon gris de sus muslos. El anciano turco había pasado una mano alrededor del hombro de la mujer con velo y levantaba otra hacia Izel, suplicante. La madre, justo delante de ella, de pie, tendía los brazos para estrechar a su hija, liberada de las cinchas de su capazo.
Ésas fueron las últimas imágenes antes de la colisión, antes de que el Airbus retase a la montaña.
El choque propulsó a Izel diez metros más lejos, contra la salida de emergencia. Sus dos preciosas piernecitas enfundadas en negro se retorcieron como los miembros de una muñeca de trapo entre las manos de una chiquilla sádica; su escaso pecho quedó aplastado contra la hojalata; su sien izquierda estalló contra la esquina de la portezuela.
Izel murió en el acto. En eso, fue la más afortunada.
No vio cómo se apagaban las luces. No vio cómo el avión se arrugaba como una vulgar lata de refresco por el contacto con un bosque con árboles que parecían sacrificarse uno tras otro para ralentizar la carrera enloquecida del Airbus.
Cuando todo acabó, por fin, no notó cómo se expandía el olor del queroseno. No volvió a sentir ningún dolor cuando la explosión destrozó su cuerpo, así como el de los veintitrés pasajeros más cercanos.
No gritó cuando las llamas invadieron la cabina, atrapando a los ciento cuarenta y cinco supervivientes.
29 de septiembre de 1998, 23.40
Ahora lo saben todo
.
Crédule Grand-Duc levantó el bolígrafo y su mirada se perdió justo enfrente, en la limpidez del inmenso vivero. Sus ojos siguieron unos segundos el vuelo desesperado de la libélula arlequín, que le había costado cerca de dos mil quinientos francos hacía menos de tres semanas. Una especie rara, una de las más grandes del mundo, réplica exacta de su ancestro prehistórico. La larga libélula se agitaba de un cristal al otro, en medio de un enjambre frenético de varias docenas de libélulas más. Prisioneras. Atrapadas.
De alguna forma todas sabían que estaban muriendo.
El bolígrafo se posó de nuevo sobre la hoja. La mano de Crédule Grand-Duc se agitó nerviosa.
He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…
¿Por qué no?.
Para mí todo ha terminado.
El bolígrafo se levantó y tembló unos milímetros por encima del papel. Los ojos azules de Crédule Grand-Duc se perdieron una vez más en el cristal liso del vivero, luego pasaron rápidamente hacia la chimenea, donde largas llamas devoraban un montón de periódicos, de papeles y de cajas archivadoras de cartón, antes de posarse una última vez sobre el cuaderno. El bolígrafo se deslizó.
Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.
Crédule Grand-Duc miró fijamente durante un largo instante esa última línea, luego cerró poco a poco el cuaderno verde pálido.
«Lo he hecho lo mejor que he podido», repitió para sí mismo, por fin satisfecho con su conclusión.
23.43
.
Colocó el bolígrafo en un bote frente a él, cogió de la derecha de su escritorio un post-it amarillo que pegó sobre la cubierta del cuaderno. Su mano se dirigió de nuevo hacia el bote de lápices. Sus dedos cogieron un rotulador y escribió en el trozo de papel, con trazo amplio, PARA LYLIE. Apartó el cuaderno hacia el borde del escritorio y se levantó.
La mirada de Grand-Duc se demoró unos instantes en el escritorio: en él brillaba una placa de cobre. Grand-Duc leyó, con ironía, CRÉDULE GRAND-DUC, DETECTIVE PRIVADO. En su rostro se dibujó una sonrisa amarga. Todo el mundo lo llamaba Grand-Duc desde hacía mucho tiempo, ahora ya nadie utilizaba su ridículo nombre.
[1]
Ya nadie, salvo tal vez Émilie y Marc Vitral. Y ni siquiera, eso era antes, cuando eran más jóvenes. Hacía una eternidad.
Grand-Duc caminó hacia la cocina. Echó una última ojeada al fregadero de acero gris, al alicatado de azulejos octogonales blancos, a los armarios de madera claros, cerrados. Cada elemento estaba ordenado, reluciente, en su sitio; todo rastro de vida anterior había sido cuidadosamente borrado, como en una casa de alquiler que hay que devolver a su propietario. Grand-Duc era meticuloso hasta el final, hasta el último aliento. Lo sabía. Eso explicaba muchas cosas. De hecho, lo explicaba todo.
Se volvió, avanzó hacia la chimenea hasta que casi sintió como el calor acariciaba sus manos. Se inclinó y echó dos cajas archivadoras al fuego. Retrocedió para evitar el haz de chispas.
Callejón sin salida…
Había consagrado miles de horas para llegar hasta el final del más mínimo detalle de ese caso. Todos los indicios, las notas, las búsquedas, se desvanecían en el humo. Todo rastro de la investigación desaparecería en apenas unas horas.
Dieciocho años de investigación para nada.
Qué ironía…
Toda su vida se resumía en ese auto de fe del que era el único testigo.