—Quería darle las gracias por el dinero —dijo Hanna.
—El dinero completa muy bien la palabra de Dios —aseguró Forsman—. Te irá bien para el viaje.
Le dio una palmadita torpe en la mejilla y abandonó el barco cruzando la pasarela, que se balanceaba bajo su peso.
Toda la embarcación parecía escorar, como si quisiera despedirse de su propietario.
Nueve horas más tarde, el 23 de abril de 1904, el vapor
Lovisa
abandonó el muelle y zarpó con destino a Perth.
La nave aulló una suerte de despedida haciendo resonar la sirena. Hanna se encontraba en la cubierta de popa, junto al camarote, pensando que, en realidad, se había quedado allá abajo, en el muelle.
Allí había abandonado una parte de sí misma. Ignoraba quién era en aquellos momentos. El futuro, incierto y desconocido, terminaría por desvelárselo.
Se fue a la parte trasera del camarote, se metió debajo de un saledizo y se quedó contemplando el torbellino de espuma que provocaba la hélice. «Como remolinos de nieve», pensó. «Ahora voy camino de un mundo donde no nieva nunca, donde reina el desierto y la arena reseca se arremolina bajo un calor que no soy capaz de imaginar siquiera».
De repente apareció a su lado el tercer oficial Lundmark. Lo primero que, según recordó después, le llamó la atención fueron sus uñas. Las llevaba limpias y bien cortadas, y Hanna recordó que Elin cuidaba las uñas de su padre con ahínco y cariño.
Se preguntó fugazmente quién le habría arreglado las uñas al segundo. De un comentario del capitán Svartman, Hanna dedujo que el oficial Lundmark estaba soltero. Svartman también le había preguntado a ella si tenía algún novio que la esperase a la vuelta. Pareció satisfecho al oír que no era el caso y murmuró algo sobre que prefería que no hubiese muchos tripulantes con familia.
—Por si ocurriera algo —añadió—. El mar no nos promete nada, salvo lo inesperado.
Lundmark la miraba sonriente.
—Bienvenida a bordo —dijo.
Hanna lo observaba perpleja. Era Forsman quien hablaba. Lundmark imitaba su voz a la perfección.
—Pero si suena como si hablase él —le dijo.
—Sí, puedo hacerla siempre que quiera —respondió Lundmark—.
También en un simple marinero puede esconderse la voz de un armador. Un ruido lejano les llegó desde el puente y vino a interrumpir la conversación. El humo negro de las chimeneas inundó la cubierta y Hanna tuvo que volver la cara para que no le escociesen los ojos.
En la cocina Hanna contaba con la ayuda de Lars, un muchacho de quince años que también viajaba por primera vez. Era huérfano y timorato. Cuando le daba la mano, Hanna lo notaba preparado para retirarla, por si la apretaba demasiado fuerte.
El capitán Svartman pidió tocino y judías el primer día.
—No soy supersticioso —afirmó—. Pero mis mejores viajes siempre han empezado con un menú de tocino y judías para toda la tripulación. No puede hacer ningún mal repetir lo que tan buenos resultados ha dado.
Aquella noche, cuando ya había organizado el desayuno del día siguiente y había mandado a dormir al marmitón, salió a cubierta. Ya habían dejado atrás el archipiélago y navegaban con rumbo sur. El sol se ponía a estribor sobre las colinas del bosque.
Una vez más y de forma inesperada, Lundmark apareció a su lado. Permanecieron en silencio contemplando juntos cómo el sol desaparecía despacio.
—Estribor —dijo de pronto—. Todo tiene una explicación. Es una palabra extraña que tiene un significado lógico. Antiguamente siempre había un remero que sostenía una pala desde popa, pero la sujetaba por el lado derecho, puesto que de ese modo podía usar el brazo de ese lado, que suele tener más fuerza que el izquierdo. Y de ahí viene la palabra estribor.
—¿Y babor? —preguntó Hanna. Lundmark negó con la cabeza.
—No lo sé —respondió—. Pero lo averiguaré.
Aquello no tardó en convertirse en una costumbre. Hanna y el oficial se quedaban hablando todas las noches. Si llovía o soplaba el viento, se resguardaban debajo del saledizo, junto al camarote.
Pero Hanna nunca llegó a saber de dónde venía la palabra babor.
«Es de lo más extraño», pensaba Hanna: «todas las mañanas, cuando me despierto, la litera ha seguido viajando. Me encuentro en un lugar distinto al lugar en el que me dormí». Comoquiera que fuese, había algo más en ella que estaba cambiando. Había empezado a sentir expectación por los encuentros con Lundmark. Se contaban tímidamente quiénes eran y de dónde venían, y Hanna no se apartó la noche que él la rodeó con el brazo de improviso.
Se encontraban en el canal de la Mancha navegando como a tientas a través de una espesa bruma que se alzaba ante ellos como un muro. Las sirenas gemían solitarias desde distintos puntos. Hanna se imaginaba un rebaño de animales que se hubiesen dispersado y que ahora trataran de reunirse de nuevo. El capitán Svartman, que había ordenado reforzar la vigilancia, no abandonaba el puente de mando mientras persistía la bruma. De vez en cuando aparecía de entre la blancura algún barco negro con las velas exánimes, o buques de humeantes chimeneas que pasaban cerca de ellos, a veces demasiado cerca, como daba a entender la manera en que Svartman movía la cabeza preocupado y ordenaba reducir aún más la velocidad.
Dos días y dos noches permanecieron prácticamente inmóviles con todos los faroles y bengalas encendidos en cubierta. A Hanna le costaba dormir y salía una y otra vez del camarote, pero procurando no estorbar.
El segundo día, el capitán Svartman le pidió que fuese a buscar al marmitón, que había desaparecido. Lo halló escondido en la despensa, temblando de miedo. Hanna lo consoló como pudo y lo llevó a cubierta, donde Svartman lo recibió poniéndole un farol en la mano.
—El trabajo es un buen remedio —sentenció. Pocos días después empezó a disiparse la niebla. Aumentaron la velocidad. Hanna los oyó decir que pronto pasarían algo que se llamaba el golfo de Vizcaya.
De repente, Lundmark empezó a hablarle más a fondo de sí mismo. Era el único hijo de un comerciante de Timrå que, tras arruinarse, no pudo impedir que la pobreza y la miseria se instalaran en su hogar. La madre de Lundmark era una mujer reservada que jamás se reconcilió con la idea de haber traído al mundo a un solo hijo. Para ella era tan decepcionante como vergonzoso.
Y él siempre se sintió atraído por el mar. Correteaba por las playas deseando ver los barcos que zarpaban y que arribaban a puerto. A la edad de trece años se ofreció como grumete en un carguero que cubría la travesía entre Sundsvall y Soderhamn. Sus padres intentaron disuadirlo. Incluso lo amenazaron con enviar tras él a la justicia si se enrolaba. Sin embargo, cuando al final lo hizo, se resignaron y lo dejaron tomar el camino que él había escogido.
Aquella noche, antes de rendirse al sueño, Hanna pensó en lo que le había contado el tercer oficial. Le demostró una confianza que, hasta entonces, sólo Berta le había dispensado.
Al día siguiente, Lundmark continuó con sus confidencias, pero también empezó a preguntarle a Hanna por la vida que había llevado antes de su llegada a la casa de Forsman y a la embarcación en la que ahora se encontraba. Ella pensaba que no tenía nada que contar, pero él escuchaba todo lo que decía con un interés que parecía sincero.
Así continuó su conversación, una noche tras otra, siempre y cuando el viento no soplara con fuerza desmedida o el capitán Svartman no ordenara a Lundmark realizar alguna tarea fuera de las habituales.
Hanna comprendió que sentía por él algo que jamás había experimentado con anterioridad. Algo que no podía compararse con lo que había compartido con su madre y sus hermanos. Tampoco con la intimidad que había alcanzado con Berta. Lo que ahora sentía era más profundo y le desvelaba algo hasta el momento desconocido para ella. Con cada minuto que pasaba esperando que él apareciera desde detrás del camarote aumentaban sus ganas de verlo.
Una noche, Lundmark le regaló una estatuilla de madera que representaba una sirenita. La había comprado en una ciudad portuaria italiana, durante un viaje anterior, y desde entonces la llevaba consigo en todos los viajes en los que se había enrolado.
—No puedo aceptarla —objetó ella.
—Quiero que la tengas tú —aseguró Lundmark—. En mi opinión, se parece a ti.
—¿Qué podría darte yo a cambio? —quiso saber Hanna.
—Tengo todo lo que necesito —respondió Lundmark—. En estos momentos, eso es lo que siento.
Permanecieron en silencio unos minutos. Hanna le dio las buenas noches y se dirigió a su camarote. Cuando algo más tarde entreabrió la puerta, vio a Lundmark apoyado todavía en la borda contemplando el mar que se ensombrecía, erguido y con la gorra en la mano.
A la mañana siguiente, mientras Hanna, sentada en la cocina, limpiaba el pescado recién capturado que se convertiría en la cena de la tripulación, cayó de pronto una sombra sobre ella.
Alzó la vista y se encontró con Lundmark. Sin mediar palabra, el muchacho se arrodilló, le cogió la mano llena de escamas relucientes y le pidió que se casara con él.
Hasta aquel momento, su relación se había limitado a las conversaciones nocturnas, pero todos los tripulantes los veían ya como una pareja, Hanna se había percatado de ello, puesto que ningún otro marinero hacía el menor intento de aproximación.
¿Acaso esperaba que aquello ocurriese? ¿Lo deseaba? Cierto que por un momento lo había pensado, sí, que ella viajaba con Lundmark, no con el barco ni con su carga de maderos. Y ello a pesar de que lo había conocido ya cuando la embarcación estaba a punto de abandonar Sundsvall.
Hanna aceptó enseguida. Tomó la decisión en un abrir y cerrar de ojos. Lundmark estaba arrodillado ante ella, la besó en la cara y se levantó para acudir a la reunión matutina con el capitán.
En Argel atracaron para reposar. El cónsul sueco, un francés que había visitado Suecia en su juventud y que se había enamorado de Estocolmo, localizó a un sacerdote metodista de nacionalidad inglesa que se prestó a casarlos. El capitán Svartman presentó los documentos necesarios y ejerció de testigo junto con el cónsul y su mujer, que se pasó la breve ceremonia llorando conmovida. Después, el capitán los llevó a un fotógrafo y pagó el retrato de bodas de su bolsillo.
Aquella misma noche, Hanna se trasladó al camarote de Lundmark. El otro oficial, que se llamaba Bjornsson, se mudó a la angosta enfermería del barco. Hanna conservaría su camarote, el capitán Svartman había decidido no privarla de él. Aunque si alguien caía gravemente enfermo, habría que utilizarlo.
El capitán acogió con buena voluntad aquella unión, pero, puesto que abandonaron Argel aquella misma noche, a una hora algo avanzada, cuando organizaron las guardias se les malogró la noche de bodas, pues Lundmark tuvo que hacer su turno. Al capitán Svartman jamás se le habría ocurrido darle la noche libre. Su buena voluntad no daba para tanto. Y a Lundmark tampoco se le habría ocurrido pedirla.
Y de este modo, Hanna se convirtió en la esposa de alguien, en la señora Lundmark. Ambos eran tímidos e inseguros. Aquel oficial imponente se transformó en un niño, temeroso de lastimar o de herir. Se acercaron el uno al otro con sumo miramiento, puesto que aún no se conocían realmente, con un amor susurrante, una pasión por estallar.
Cuando cruzaron el canal de Suez, compartieron una de las pocas ocasiones en que coincidían sus horas libres. Contemplaban las playas, las palmeras enhiestas, los camellos que avanzaban balanceándose sinuosamente, los niños desnudos que aparecían en las aguas del canal.
Lo más arduo para Hanna era acostumbrarse a dormir con él. Una cosa era dormir rodeada de sus hermanos o con Berta. Ahora, en cambio, yacía a su lado un hombre musculoso que se movía y la despertaba.
Al verse allí, con él, sentía seguridad e inquietud a un tiempo, así como una añoranza terrible de la vida que llevaba en el valle.
Por las noches, después del amor, conversaban en la oscuridad, siempre en voz baja porque las escotillas eran delgadas y se encontraban rodeados de gente.
Y allí, en la cálida oscuridad del camarote, Lundmark le confesó que soñaba con ser un día capitán de su propio barco.
—Y lo conseguiré, si tú me ayudas —auguró—. Ahora que te tengo a mi lado, lo creo posible.
Hanna le cogió la mano mientras pensaba en lo que le acababa de decir. Y, de repente, sintió un deseo y una añoranza tremenda de poder contarle a Elin todos los acontecimientos que colmaban su vida.
Elin tenía razón cuando le dijo que debía dirigirse a la costa. Pero ¿qué pensaría del viaje que había emprendido ahora? «Tengo que escribirle», se dijo. «Un día, Elin recibirá una carta. Y le enviaré el retrato de boda. Tiene que conocer al hombre con el que me he casado».
La pregunta que seguía flotando en el aire la sacó de sus recuerdos, un puente entre el pasado y el momento presente en que ahora se encontraba: ¿sabía quién era ella misma en realidad? Dos meses después de haber abandonado Sundsvall se convirtió en la mujer de Lundmark, y ahora esperaba a que lo enterraran.
No tenía respuesta. A su alrededor, en su interior, silencio. Era incapaz de determinar quién era o en quién se había convertido.
La embarcación flotaba inmóvil en el calor asfixiante. Mantenían al mínimo la presión de las calderas a la espera de que le dieran sepultura. Después, el telégrafo daría la orden de «avante todo» y los maquinistas empezarían a echar carbón en el horno.
Pero ahora, los hombres renegridos de hollín que trabajaban en la sala de calderas habían subido a cubierta tras haberse limpiado lo más visible. Tan sólo un hombre se había quedado en el calor infernal de allá abajo para vigilar que no estallase un incendio o se apagase alguna de las calderas.
El capitán Svartman fue a buscar a Hanna personalmente. Dio unos discretos golpecitos en la puerta del camarote que había compartido con su difunto esposo. A partir de aquel momento viviría allí sola, se dijo Svartman. «¿Qué hago si resulta que teme la soledad? ¿Qué puedo hacer con una viuda a bordo?».
Abrió la puerta y la halló sentada en el borde del catre, mirándose las manos. Hacía un instante había estado rememorando el largo viaje que comenzó en aquel valle lejano. Luego conoció a un hombre, se convirtieron en un matrimonio. Y ahora, él ya no estaba.
Dos meses habían podido disfrutar juntos. Luego, aquella fiebre repentina que contrajo cuando bajó a tierra en Sudán le llevó a la muerte. Sin embargo, ella seguía allí. Y ahora iban a sepultarlo en el mar.