Recordaba, además, la ira permanente. La anciana reñía a su hija sin interrupción. No podía perdonarle que se hubiese casado con el inútil de Renström, pese a que ella se lo había advertido. ¿Qué la llevó a sucumbir como un árbol talado ante aquel hombre tan insignificante? Era de baja estatura, con las piernas arqueadas y la mollera yerma aun antes de haber cumplido los veinticinco. Por si fuera poco, por sus venas corría sangre finlandesa; en el fondo, era originario de los bosques finlandeses, de lo más remoto de Värmland, donde no resulta fácil distinguir el día de la noche.
¿Por qué no pudo elegir a un hombre de Hede o de Bruksvallama o de algún lugar donde viviera gente decente?
La madre de Hanna se llamaba Elin. Se encogía ante su anciana madre, nunca la contradecía, escuchaba el torrente en silencio. Hanna comprendía que uno bien podía querer a alguien que lo tratase mal, por extraño que fuera. Así debía de ser entre la abuela y Elin.
Elin
.
Hanna siempre pensó que no era un nombre del todo apropiado para su madre. Una persona con ese nombre debía ser de constitución delgada y de tez fina, con las manos como la leche y el cabello rubio cayéndole como una cascada por la espalda. Pero Elin Wallén, que se convirtió en Elin Renström después de casada, era de complexión robusta, tenía el pelo lacio de color pardo como el de una rata, una nariz enorme y la dentadura algo desordenada. Al verla sonreír, uno se preguntaba desconcertado adónde apuntaban los dientes. Era como si quisieran abandonar aquella boca y darse a la fuga. Elin Renström no era, en verdad, una mujer guapa. Y ella lo sabía. Tal vez incluso lo lamentaba, llegó a pensar Hanna cuando creció lo suficiente para dedicarse a comprobar el aspecto que tenía su cara en el espejo quebrado que el padre usaba para afeitarse.
Pero su madre no se entregaba a la resignación. Tenía una fuerza que se cuidaba mucho de no malgastar. Compensaba el aspecto velando siempre por el aseo de la familia y por el suyo propio. En su casa, por desvencijada y fría que fuese, los suelos, los techos y las paredes relucían limpios, igual que los niños y ella misma. Elin mataba los piojos como un batallón de soldados arremete contra el enemigo. Llenaba y preparaba el barreño de latón donde todos debían bañarse, acarreaba agua del río, la ponía al fuego hasta que se caldeaba, frotaba y volvía con nuevos cubos de agua para lavar las montañas de ropa sucia.
Los cuatro hijos veían además con admiración cómo se las arreglaba con su marido cuando, sucio y cansado, llegaba a casa del trabajo en el bosque. Entonces lo lavaba también a él, moviéndose como si estuviese entonando la más bella canción de amor. Y él parecía disfrutar de sus manos, que lo frotaban y lo secaban, que le cortaban las uñas, torcidas y duras, que apuraban tanto al afeitado que las mejillas quedaban lisas como las de un recién nacido.
El frío era, pues, el primer recuerdo de la vida de Hanna Lundmark. El frío y la nieve, que empezaba a caer ya a finales de septiembre y que no cedía hasta primeros de junio, cuando las últimas manchas blancas se derretían para desaparecer por fin.
Y, cómo no, también la pobreza. No era un recuerdo propiamente dicho, sino más bien el espacio en el que creció. Y también el que, en última instancia, la obligó a alejarse del hogar junto al río.
Hanna tenía diecisiete años cuando su padre ya había muerto y ella se dedicaba a ayudar a su madre con los hermanos pequeños, pues era la mayor de todos. Vivían en la pobreza, pero consiguieron mantener la penuria más extrema fuera de las paredes de su hogar.
Hasta que llegó el año de 1903. Aquel verano sufrieron una sequía cruel y prolongada, seguida de una helada prematura que aniquiló todo aquello que no había agostado ya la falta de lluvia.
Fue el año en que toda su vida cambiaría.
El horizonte: antes lejano. Ahora inminente. Como una amenaza.
Por más que se resistiese a recordar: aquél fue un día que jamás podría olvidar.
Mediados de agosto, nubes bajas en el cielo, por la mañana temprano. Hanna iba caminando con su madre, contemplando la desolación. La sequía, todo abrasado. Aquella mudez extraña de la tierra. La harina que les quedaba apenas bastaría para el Adviento. Tampoco el heno alcanzaría para alimentar aquel invierno a la única vaca que poseían.
Mientras caminaban por los campos muertos que se extendían en pendiente hasta el río, Hanna vio llorar a su madre por primera vez. Durante el largo periodo en que su padre estuvo enfermo y hasta que falleció, Elin se limitó a cerrar los ojos ante el inevitable final, la desesperanza y la soledad que la aguardaban. Pero no lloró, ni gritó. Hanna pensó más de una vez en cómo dirigía Elin todo su dolor hacia el interior, y allí dentro, en algún lugar, existía una fuerza secreta que vencía aquello que la atormentaba.
Y entonces, mientras caminaban por los campos muertos y comprendían que se avecinaba la miseria, Elin le dijo a su hija que tenía que marcharse. No existía futuro para Hanna junto al río. Debía dirigirse a la costa sur y buscar allí el sustento. Cuando Elin y su marido llegaron a la orilla del río y se quedaron con la mísera finca de uno de los tíos paternos de Elin, no tenían dónde elegir. Fue en 1883, sólo dieciséis años después de la última hambruna grave que sufrió el país. Y si ahora se avecinaba la misma miseria, Hanna debía marcharse mientras aún estuviera a tiempo.
Se hallaban a orillas del lindero del bosque, donde terminaba la plantación silenciosa.
—¿Quieres echarme? —preguntó Hanna.
Elin se frotó la nariz, como siempre que estaba preocupada.
—Puedo sacar adelante a tres hijos —dijo—. Pero a cuatro no. Tú ya eres adulta, de modo que puedes marcharte y facilitarme así la vida no sólo a mí, sino a ti misma. Yo no echo de aquí a mis hijos, pero quiero que tengas alguna posibilidad de vivir. Aquí apenas podrás sobrevivir, en el mejor de los casos.
—¿Y qué podría hacer yo en la costa?
—Lo mismo que aquí. Cuidar niños, trabajar con las manos. En las ciudades siempre hacen falta criadas.
—¿Quién ha dicho eso?
No era su intención llevarle la contraria, pero Elin interpretó su pregunta como una insolencia y le agarró el brazo con fuerza.
—Lo digo yo, y tú tienes que creerme cuando digo que todo lo que sale de mi boca es lo que pienso de verdad. No es que me guste, pero debo hacerlo.
La soltó enseguida, como si se hubiera ensañado y se arrepintiera de ello.
Hanna comprendió de repente que a su madre aquello le resultaba durísimo.
Nunca olvidó el instante: fue justo allí y en aquel momento, en las inmediaciones del desapacible paisaje de la miseria, al lado de su madre, cuando ésta lloró por primera vez en su presencia, cuando tomó conciencia de que ella era ella y nadie más.
Ella era Hanna y no era sustituible. Nadie podía sustituir ni su cuerpo ni sus pensamientos. Pensó también que su padre, ya difunto, había sido, como ella, un ser insustituible.
«¿En eso consiste hacerse adulto?», se dijo con la cara vuelta hacia otro lado, pues tenía la sensación de que su madre le leía el pensamiento. ¿Cambiar la incertidumbre de la infancia por algo desconocido, saber que no hay más respuestas que las que uno mismo es capaz de encontrar?
Volvieron a la casa, que se agazapaba en una arboleda de escasos abedules y un acerola solitario. Dentro estaban los demás hermanos, pese a que el frío otoñal no era demasiado intenso aquel día. Pero jugaban menos, se mantenían más tranquilos cuando tenían hambre. Su vida era una eterna espera mientras llegaba la comida, y poco más.
Se detuvieron ante la puerta, como si Elin hubiese tomado la decisión de no dejar entrar a su hija nunca más.
—Mi tío Axel vive en Sundsvall —dijo—. Axel Andreas Wallén. Trabaja en el puerto. Es un hombre bueno. Él y Dora, su mujer, no tienen hijos. Les nacieron dos niños, pero murieron y luego no tuvieron más. Axel y Dora te ayudarán. No te rechazarán.
—Pero yo no quiero presentarme como una mendiga —dijo Hanna.
La bofetada le estalló en la cara sin previo aviso. Hanna pensó después que el golpe había sido como una rapaz que se había precipitado hacia su mejilla.
Tal vez hubiese ocurrido alguna vez con anterioridad y Elin ya la hubiese golpeado así, pero más bien por miedo. Cuando Hanna iba sola al río, embravecido por el deshielo primaveral, y se arriesgaba a caer y verse arrastrada por la corriente. Pero en esta ocasión, Elin la abofeteó indignada. Y era la primera vez.
Era una bofetada de un adulto a otro, que debía comprender el porqué.
—Yo no abandono a mi hija para que se convierta en mendiga —dijo Elin enojada—. Quiero lo mejor para ti. Aquí no tienes nada que esperar.
A Hanna se le habían llenado los ojos de lágrimas. No por el dolor de la bofetada, dolores más terribles había sufrido en su vida.
La bofetada que su madre acababa de estamparle era la confirmación de la reflexión que había hecho hacía unos minutos: ahora estaba sola en el mundo. Emprendería viaje hacia el este, rumbo a la costa, y no podría volver. Lo que dejaba atrás iría hundiéndose a medida que el trineo la alejase de allí.
Era a principios de otoño de 1903. Hanna Renström tenía diecisiete años, cumpliría dieciocho el 12 de diciembre.
Unos meses más tarde dejó su hogar para siempre.
Hanna pensó: se acabó la época de los cuentos. Es la hora de los relatos de la vida.
Y lo comprendió cuando su madre le dijo lo que la aguardaba: ocurría a veces que los comerciantes de la costa, los que se dirigían al mercado de Röros a través de los valles invernales, no volvían luego por el camino normal, que era el más corto, siguiendo el río Ljusnan hasta Karböle. Algunos ponían rumbo al norte después de volver cruzando la frontera noruega, pasaban por Flatruet, si el tiempo lo permitía, para hacer negocios en los pueblos que se asentaban a lo largo del Ljungan.
Sobre todo había un comerciante, Jonathan Forsman, que solía regresar a casa pasando por los pueblos del norte de Flatruet.
—Tiene un trineo grande —le contó Elin—. Y a la vuelta nunca va tan cargado como cuando se dirige a Röros. Seguro que te cederá una plaza. Y te dejará en paz. No te pondrá una mano encima.
Hanna la miró inquisitiva. ¿Cómo podía estar su madre tan segura? Hanna sabía lo que la aguardaba en la vida, ella siempre había tenido trato con algunas muchachas. Las jóvenes del aprisco, sobre todo, conocían muchas historias curiosas que contaban entre risitas y a veces también con una preocupación que a duras penas ocultaban. Hanna sabía lo que significaba encenderse, sabía lo que podía sentirse de pronto en el cuerpo, sobre todo por las noches, poco antes de dormirse.
Pero poco más. ¿Cómo podía saber Elin lo que sucedería o no durante el largo viaje en trineo rumbo a la lejana costa?
Le preguntó abiertamente.
—Porque es un hombre religioso —respondió Elin—. Antes era un ser horrible, como la mayoría de los perros de presa que se dedican al transporte en trineo. Pero desde que vio la luz parece un buen samaritano. Te permitirá viajar con él y ni siquiera te cobrará por ello. Te prestará alguna de sus pieles, no tendrás que pasar frío.
Sin embargo, Elin no estaba segura de si aparecería ni de cuándo. Lo normal era poco antes de las fiestas navideñas, pero en alguna ocasión no había pasado por allí hasta Año Nuevo. E incluso alguna vez no había aparecido en ningún momento.
—Claro que podría estar muerto —dijo Elin.
Cuando un trineo se alejaba desapareciendo en la humareda de la nieve, uno nunca sabía si no habría visto a aquella persona, joven o vieja, por última vez.
Hanna tendría que estar lista para la partida desde el día de su cumpleaños, el 12 de diciembre. Jonathan Forsman siempre iba con prisa, nunca se detenía sin necesidad. Al contrario de lo que le ocurría a la gente que tenía todo el tiempo del mundo, él era un hombre importante y, en consecuencia, vivía siempre acelerado.
—Suele llegar aquí por la tarde —dijo Elin—. Por el bosque y rumbo sur, por el camino para trineos que discurre junto a la orilla del pantano y que conduce al arroyo y los valles.
Hanna salía todos los días y oteaba el bosque justo al atardecer, en el ocaso. A veces creía oír una campanilla a lo lejos, pero luego no era nadie. La puerta del bosque seguía cerrada.
Durante aquel periodo de espera dormía mal por las noches, se despertaba con frecuencia, tenía sueños confusos que la atemorizaban sin que ella pudiera comprender por qué. Solían ser sueños blancos como la nieve, vacíos, mudos.
Pero había uno que se repetía y la perseguía: se veía tumbada en el sofá cama con dos de sus hermanos, el menor de la familia, Olaus, y Vera, de doce años, que la seguía en edad. Sentía el cuerpo cálido de los hermanos, pero sabía que, si abría los ojos, descubriría que eran otros niños, desconocidos para ella, los que yacían a su lado. Y que moriría en el preciso instante en que los viera.
Entonces se despertaba y comprendía con un alivio indecible que sólo había sido un sueño. Por lo general, se quedaba tumbada contemplando la luz azul de la luna que entraba por las ventanas cubiertas de cristales de hielo. Tanteaba con la mano las vigas de la pared y el papel de periódico. A su lado, muy cerca, estaba el frío que hacía crujir la madera.
El frío es como un animal, pensaba. Un animal encerrado en su guarida. Un animal que quiere salir.
El sueño significaba algo que ella no entendía, pero que debía estar relacionado con el viaje. ¿Qué le esperaba? ¿Qué esperaban de ella? Se sentía torpe, tanto física como espiritualmente, cuando se imaginaba a las personas que vivían en la ciudad. Si su padre siguiera vivo, habría podido contarle sus experiencias y prepararla. Él había estado en Estocolmo una vez, y en otra gran ciudad extraordinaria que se llamaba Arboga. Él le habría dicho que no debía tener miedo.
Elin era de Funäsdalen y no había viajado a ningún otro lugar, sólo al norte, junto con el hombre que se convirtió en su marido.
Aun así, se vio obligada a responder a las preguntas de Hanna. Sencillamente, no había nadie más a quien preguntar.
Pero ¿y las respuestas de Elin? Mudas, lacónicas. Era tan poco lo que sabía.
Un día de principios de noviembre, mientras Hanna y su madre recogían leña para el invierno en el lindero del bosque, provistas de hacha y sierra, Hanna preguntó por el mar. ¿Cómo era? ¿Iba discurriendo como el arroyo en el surco? ¿Tenía el mismo color? ¿Era siempre tan profundo que jamás se tocaba el fondo?