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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (20 page)

BOOK: Tragedia en tres actos
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Sir Charles trató, sin conseguirlo, de imaginarse a la señorita Milray como una muchacha joven.

Preguntó a la señora Milray si conocía a alguna persona llamada de Rushbridger, pero aquel nombre no le recordaba nada.

Poco después, se despidieron de la anciana.

Lo primero que hicieron fue tomar una comida rápida en una panadería cercana. Cartwright había estado suspirando por un cocido de carne en alguna otra parte, pero Egg le indicó que allí podrían enterarse de los cotilleos locales.

—Los huevos pasados por agua y un poco de pan no le harán daño —dijo, severa—. Los hombres son tan quisquillosos con la comida.

—Siempre he encontrado los huevos pasados por agua muy deprimentes —opinó el actor dócilmente.

La mujer que les sirvió era muy comunicativa. Había leído todo lo de la exhumación y se había emocionado mucho. «¡Pobre señor! Entonces —explicó— yo era muy joven, pero lo recuerdo perfectamente.»

Sin embargo, no pudo decirles gran cosa sobre Babbington.

Después de comer, fueron a la iglesia y estuvieron mirando el registro de los nacimientos y matrimonios. Tampoco allí encontraron nada.

Fueron luego al cementerio y se entretuvieron leyendo los nombres de las lápidas.

—¡Vaya nombrecitos! —dijo la joven—. Fíjese, aquí está enterrada toda una familia llamada Stavepenny y allí hay una Mary Ann Sticklepath.

—Sin embargo, ninguno es tan raro como el mío —murmuró sir Charles.

—¿Cartwright? A mí no me parece raro.

—No me refiero a Cartwright. Cartwright es mi nombre de teatro, que acabé adoptando legalmente.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—No puedo decírselo. Es un pecado.

—¿Tan feo es?

—Más que feo es humorístico.

—¡Oh! Dígamelo.

—Eso sí que no.

—Por favor.

—No.

—¿Por qué no?

—Se reiría.

—Le aseguro que no.

—No podría contenerse.

—Vamos, no sea usted malo, dígame su nombre.

—¡Qué muchacha más pesada! ¿Por qué lo quiere saber?

—Precisamente, porque no me lo quiere decir.

—¡Es usted una chiquilla adorable! —dijo sir Charles titubeando un poco.

—No soy ninguna chiquilla.

—¿De veras?

—¡Dígamelo!

Una sonrisa algo triste apareció en el rostro de sir Charles.

—Bien, allá va. Mi padre se llama Mugg
[4]
.

—¡No es posible!

—Lo es.

—¡Caramba! Es terrible ir por el mundo llamándose Mugg.

—No me habría permitido llegar muy lejos en mi carrera. Recuerdo que le di vueltas a la idea, entonces yo era muy joven, de llamarme Ludovic Castiglione, pero después me conformé con la versión inglesa y me convertí en Charles Cartwright.

—¿El Charles es auténtico?

—Sí. Mis padrinos se encargaron de eso. —Dudó un momento y luego dijo—: ¿Por qué no me llama Charles y prescinde del sir?

—Lo intentaré.

—Ayer ya lo hizo cuando creyó que estaba muerto.

—¡Oh, entonces! — Egg trató de darle a su voz un tono indiferente.

—Hay momentos, Egg, en que este asunto del crimen no me parece real. Hoy, especialmente, me parece fantástico. Te he de decir una cosa. Me he vuelto supersticioso con esto. He asociado el éxito que supone su resolución con otra clase de éxito. No sé por qué vacilo de esta manera. Tantas veces he declarado mi amor en el teatro y ahora, en la realidad, soy tímido como un colegial. ¿Es a mí o a Manders a quien quieres, Egg? Quiero saberlo. Ayer creía que era yo...

—Y no te equivocaste.

—¡Eres un ángel! —exclamó Cartwright.

—¡Charles, Charles, por Dios, no puedes besarme en un cementerio!

—¡Te besaré donde quiera y cuando quiera! Y tú aceptarás.

—No hemos descubierto nada —dijo Egg cuando regresaban a Londres.

—No digas tonterías. Hemos descubierto lo único interesante para nosotros. ¿Qué me importan a mí todos los clérigos y médicos asesinados? Tú eres lo único que me importa. ¿Te has fijado ya en que te llevo treinta años? ¿Estás segura de que esto no te importa?

—¡No seas tonto! ¿Crees que los demás habrán descubierto algo?

—Mejor para ellos —exclamó él, generoso.

—Antes no eras así, Charles.

Pero el actor ya no interpretaba el papel de gran detective.

—Antes era mi propia obra. Ahora se la dejo toda a Mostachos. Es cosa suya.

—¿Crees que sabe de verdad quién cometió los crímenes? Él dijo que lo sabía.

—Lo más probable es que no tenga la menor idea, pero tiene que defender su reputación profesional.

Egg guardó silencio y Cartwright continuó:

—¿En qué estás pensando?

—Pensaba en la señorita Milray. ¡Su actitud era tan extraña aquella noche que te dije! Apenas acababa de coger el periódico que llevaba la noticia de la exhumación, cuando dijo que no sabía qué hacer.

—¡Eso sí que es imposible! Esa mujer sabe siempre lo que ha de hacer en toda clase de situaciones.

—No bromees, Charles. Parecía preocupada.

—Pero, Egg, cariño, ¿qué me importan a mí las inquietudes de la señorita Milray? ¿Qué me importa a mí nada que no seas tú?

—Sería mejor que te fijases más en los tranvías. No quiero quedarme viuda antes de tiempo.

Llegaron a casa de sir Charles a punto para tomar el té. La señorita Milray se dirigió a su encuentro.

—Hay un telegrama para usted, sir Charles.

—Muchas gracias, señorita Milray. Ahora le voy a dar una noticia, la señorita Lytton Gore y yo vamos a casarnos.

—¡Oh! Estoy segura de que serán ustedes muy felices.

Había algo extraño en el tono de su voz. Egg lo notó. Pero antes de que pudiera decir nada, Cartwright se volvió hacia ella.

—¡Dios mío, Egg, fíjate en esto! Es de Satterthwaite.

Le mostró el telegrama. Egg lo leyó y abrió desmesuradamente los ojos.

Capítulo XIII
-
La señora de Rushbridger

Antes de tomar el tren, Poirot y Satterthwaite tuvieron una breve entrevista con la señorita Lyndon, la secretaria de sir Bartholomew, que aunque deseaba ayudar en lo posible al esclarecimiento de los hechos, no tenía nada importante que contarles. La señora de Rushbridger aparecía en el registro de enfermos de sir Bartholomew, pero no había nada en su ficha que pudiera servirles.

Los dos hombres llegaron al sanatorio alrededor de las once. La criada que abrió la puerta parecía muy excitada. Satterthwaite pidió hablar con la directora.

—No sé si podrá verles a ustedes esta mañana —dijo la muchacha.

Satterthwaite sacó una tarjeta y escribió en ella unas palabras.

—Haga el favor de entregarle esto.

Les hicieron pasar a una sala. Al cabo de unos minutos apareció la directora. La habitual serenidad de su rostro había desaparecido.

Satterthwaite se levantó.

—Creo que se acordará usted de mí. Estuve aquí, pocos días después de la muerte del doctor Strange, con sir Charles Cartwright.

—Claro que me acuerdo, señor Satterthwaite. Entonces sir Charles preguntó por la pobre señora de Rushbridger. ¡Qué coincidencia!

—Permítame que le presente a monsieur Hércules Poirot.

Poirot se inclinó y la directora respondió al saludo de una manera automática.

—Dicen ustedes que han recibido un telegrama. ¡No lo entiendo! Me parece todo muy misterioso. Sin embargo, no creo que tenga nada que ver con la muerte del doctor. No cabe duda de que en todo esto anda mezclado algún loco. Para mí es la única explicación. ¡Y tener aquí a la policía! ¡Es algo terrible!

—¿La policía? —preguntó Satterthwaite, sorprendido.

—Sí, está aquí desde las diez de la mañana.

—¿La policía? —repitió Poirot.

—Espero que ahora podremos ver a la señora de Rushbridger —dijo Satterthwaite—. Desde el momento en que nos ha hecho venir...

La directora le interrumpió.

—¡Oh, señor Satterthwaite! ¡Entonces no lo saben ustedes!

—¿Qué es lo que no sabemos? —preguntó el detective.

—¡Pobre señora de Rushbridger! ¡Ha muerto!

—¿Ha muerto?
Mille tonnerres!
Eso lo explica todo. Debí comprenderlo. ¿Cómo murió?

—Es algo muy misterioso. Recibió por correo una caja de bombones de licor. Tomó uno, al parecer tenía un gusto horrible, pero como le cogió por sorpresa, se lo tragó. Ni siquiera se le ocurrió escupirlo.


Oui, oui
. Además, cuando el líquido llega a la garganta ya es muy difícil.

—Como le digo, se lo tragó y, enseguida, llamó a una enfermera, que acudió corriendo, pero no pudimos hacer nada. A los pocos minutos, había muerto. El doctor llamó a la policía, que, en cuanto llegó, examinó los bombones. Todos los de la bandeja superior estaban envenenados, los de abajo eran buenos.

—¿Qué veneno se empleó?

—Creen que es nicotina.

—Sí. ¡Otra vez la nicotina! ¡Qué audacia!

—¡Hemos llegado demasiado tarde! —lamentó Satterthwaite—. Nunca sabremos lo que tenía que contarnos, a no ser que se confiase a alguien.

—No hubo ninguna confidencia —manifestó el detective.

—Preguntemos —insistió Satterthwaite—. Tal vez alguna de las enfermeras...

—Pregunte usted —asintió Poirot. Pero no parecía tener la menor esperanza de éxito.

Satterthwaite se volvió hacia la directora, quien enseguida mandó llamar a las dos enfermeras que habían cuidado de la señora de Rushbridger, pero ninguna de ellas añadió nada a lo que ya sabían. La señora de Rushbridger no había hablado nunca de la muerte de sir Bartholomew y no sabían nada del telegrama.

A petición de Poirot, fueron conducidos al cuarto de la difunta, donde encontraron al inspector Crossfield. Satterthwaite le presentó a Poirot.

Los dos hombres se acercaron a la cama y contemplaron a la muerta. Aparentaba unos cuarenta años, tenía los cabellos negros y el cutis muy pálido. Su rostro no era apacible, pues conservaba aún las huellas de la agonía.

—¡Pobre mujer!

Miró a Poirot. El pequeño belga tenía una expresión muy extraña que hizo estremecer a Satterthwaite.

—Alguien se enteró de que iba a hablar y la mató. La mataron para evitar que hablase —opinó el mecenas.

—Sí, eso es.

—La mataron para evitar que nos contase lo que sabía.

—O lo que no sabía. Pero no perdamos tiempo. Hay muchas cosas que hacer. No debe haber más crímenes. Tenemos que intentarlo.

—¿Encaja esto en la idea que usted tiene de la identidad del criminal?

—Sí, encaja. Además, me doy cuenta de una cosa: el asesino es mucho más peligroso de lo que yo creía. Hemos de ir con cuidado.

Crossfield les siguió fuera de la habitación y les pidió el telegrama que habían recibido. Había sido enviado desde la oficina de correos de Melfort. Al preguntar allí, les dijeron que lo había llevado un chiquillo. La joven encargada de enviar los telegramas lo recordó porque el texto citaba la muerte de sir Bartholomew Strange, asesinado.

Después de comer con el inspector y de despachar un telegrama a sir Charles, se reanudó la investigación.

A las seis de la tarde, dieron con el muchacho que lo había llevado. El chiquillo explicó enseguida lo que sabía. El telegrama le fue entregado por un hombre andrajoso. Le dijo que una mujer de la casa del parque se lo había tirado desde una ventana junto con dos medias coronas. El hombre, temiendo verse envuelto en algún asunto turbio, se fue del pueblo y le dio al muchacho dos chelines y seis peniques, diciéndole que se quedase con el cambio.

La policía se encargaría de buscar a aquel hombre. Como no tenían nada más que hacer allí, Poirot y Satterthwaite volvieron a Londres.

Era medianoche cuando llegaron a la ciudad. Egg había vuelto a su casa, pero sir Charles los recibió y los tres hombres discutieron lo ocurrido.


Mon ami
, déjese guiar por mi experiencia. Solo una cosa puede resolver este asunto: el cerebro y nada más que el cerebro. Ir de un lado a otro de Inglaterra esperando que una u otra persona nos diga lo que deseamos saber no sirve para nada. Todos esos absurdos métodos son propios de un aficionado. La verdad solo llega a descubrirse aguzando la inteligencia.

Sir Charles lo miró, escéptico.

—Entonces, ¿qué va usted a hacer?

—Pensar. Únicamente les pido veinticuatro horas para pensar.

Cartwright movió la cabeza, sonriendo.

—¿Descubrirá usted pensando lo que le hubiera dicho esa mujer de haber vivido?

—Creo que sí.

—Me parece un poco difícil. Sin embargo, siga usted su método. Si logra ver claro a través de esos misterios, podrá más que yo. Por mi parte, ya estoy harto, lo confieso. Además, tengo cosas más importantes que hacer.

Tal vez esperaba que le preguntasen al respecto. Si era así, fue una esperanza fallida. Satterthwaite le miró interesado, pero Poirot siguió sumido en sus pensamientos.

—Bueno, renuncio a mi participación en este asunto —añadió el actor—. ¡Ah! Estoy muy inquieto por la señorita Wills.

—¿Qué le pasa?

—Se ha marchado.

Poirot lo miró fijamente.

—¿Se ha marchado? ¿Adonde?

—Nadie lo sabe. Al recibir su telegrama, me puse a pensar infinidad de cosas. Como ya les dije una vez, estaba convencido de que esa mujer sabía algo que no nos quiso contar, por lo que se me ocurrió que lo último que podía hacer antes de retirarme era hacerle hablar. Entonces cogí el coche y me fui a su casa. Eran las nueve y media cuando llegué allí. Al preguntar por ella, me dijeron que había salido esta mañana para pasar el día en Londres, por lo menos, eso fue lo que dijo. Por la tarde recibieron un telegrama diciéndoles que no volvería hasta dentro de un par de días y que no se inquietasen.

—¿Estaban inquietos?

—Me pareció que sí. Además, no se había llevado ningún equipaje.

—¡Qué extraño!

—Sí, parece como si... No sé... Yo no estoy tranquilo.

—Yo la avisé. Les avisé a todos. ¿Recuerdan que les dije: «Hablen ahora»?

—Sí, sí. ¿Cree usted acaso que también ella...?

—Tengo mis ideas. De momento, prefiero no discutirlas.

—Primero el mayordomo, ahora la señorita Wills. ¿Dónde está Ellis? Es inconcebible que la policía no haya logrado echarle el guante.

—No han buscado su cuerpo donde es lógico encontrarlo —replicó el detective.

—Entonces está usted de acuerdo con Egg. ¿Cree que ha muerto?

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