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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (19 page)

BOOK: Tragedia en tres actos
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—¡Salud! —dijo Freddie Dacres.

Todos hablaban. Había un ambiente de forzada alegría, todo el mundo trataba de aparentar alegría y despreocupación, pero el único que estaba alegre de verdad era Poirot.

—Prefiero mil veces el jerez a los cócteles, mil millones de veces al whisky.
Ah, quelle horreur
el whisky! Bebiendo whisky se destroza uno el paladar. Para apreciar los delicados vinos de Francia, nunca, absolutamente nunca... ¡Ah!
Qu'est-ce qu'ily a?

Un extraño sonido, algo así como un grito ahogado, le interrumpió. Todos se volvieron hacia sir Charles, quien, con el rostro convulso, se había puesto en pie. De sus manos se escurrió la copa que sostenía, dio unos pasos vacilantes y al fin se desplomó.

Durante unos segundos, reinó en la habitación un profundo silencio. Luego, Angela lanzó un grito, mientras Egg se inclinaba sobre el caído.

—¡Charles! —gritó—. ¡Charles!

Satterthwaite la sostuvo.

—¡Dios mío! —exclamó lady Mary—. ¡Que no sea otro crimen!

—¡También ha sido envenenado! —sollozó la actriz—. ¡Esto es espantoso, Dios mío, esto es espantoso!

Se desplomó sobre el sofá, histérica.

Poirot se había hecho cargo de la situación y estaba arrodillado junto al caído. Los demás, puestos en pie, aguardaban a que terminase el reconocimiento. Al fin, se levantó y se limpió mecánicamente los pantalones. Miró a su alrededor. Volvía a reinar un profundo silencio, quebrantado solo por los convulsivos sollozos de Angela Sutcliffe.

—Amigos míos... —empezó el detective.

Egg le interrumpió con violencia.

—¡Es usted un loco! Vea lo que ha conseguido con su absurda comedia. Es muy importante, muy listo, lo sabe todo y ha permitido que ocurriese esto. ¡Otro asesinato ante sus propias narices! Si hubiera dejado que las cosas siguieran su curso, esto no hubiera sucedido. Ha sido usted quien ha matado a Charles. Usted... usted...

Se detuvo, incapaz de encontrar la palabra apropiada.

Poirot movió la cabeza.

—Es verdad, mademoiselle, lo confieso. He sido yo quien ha matado a sir Charles. Pero soy un criminal muy particular. Puedo matar y puedo devolver la vida.

Se volvió y, con otro tono de voz, dijo:

—Lo ha hecho usted muy bien, sir Charles. ¡Le felicito! Será cuestión de levantar otra vez el telón.

El actor se levantó y, riéndose, se inclinó burlonamente. Egg lanzó un grito.

—¡Monsieur Poirot, es usted un... es un bruto!

—¡Charles —exclamó Angela—, eres el mismísimo diablo!

—Pero, ¿por qué?

—¿Por qué demonios?

—¿Cómo?

—Señoras y señores, les pido perdón por el susto que les he dado —dijo Poirot—. Esta pequeña farsa era necesaria para demostrarles a ustedes, y de paso demostrarme a mí mismo, un hecho que mi razón daba como cierto. Escuchen. Entre las copas de esta bandeja, he colocado una con una cucharada de agua, como si fuese nicotina. Las copas son iguales a las de sir Charles y sir Bartholomew. Debido al grueso del cristal, el líquido que se ha echado dentro no se distingue ya que es incoloro. Imaginemos, pues, la copa de oporto de sir Bartholomew; una vez colocada la bandeja en la mesa, alguien echó dentro de una copa una cantidad suficiente de nicotina pura. Esto estaba al alcance de cualquiera: el mayordomo, la camarera o alguno de los invitados o invitadas, que bajó un momento y entró en el comedor cuando no había nadie. Llegan los postres, se sirve el oporto, la copa se llena y sir Bartholomew bebe y muere. Esta noche hemos simulado una tercera tragedia: le pedí a sir Charles que hiciese el papel de víctima y lo ha hecho a la perfección. Ahora, supongamos por un momento que no se trata de una farsa, sino de algo real. Sir Charles ha muerto. ¿Qué es lo primero que haría la policía?

—Pues coger la copa, desde luego —señaló Angela, e indicó el lugar donde esta había caído—. Usted no ha puesto más que agua, pero si llega a ser nicotina...

—Supongamos que fuera nicotina —Poirot empujó la copa con la punta del pie—. ¿Cree usted que la policía haría analizar la copa y que encontrarían en ella restos de nicotina?

—Seguro.

Poirot negó lentamente con la cabeza.

Todos le miraron.

—Vean, esa copa no es la de sir Charles —anunció y, sonriendo orgulloso, sacó otra del bolsillo—. La copa de sir Charles es esta. Se trata, como ustedes ven, de la teoría de los juegos de manos. La atención no puede estar en dos sitios a la vez. Para hacer mi truco he necesitado atraer la atención de todos hacia otro lugar. Bien, pues basta un momento especial, psicológico. Cuando sir Charles cae muerto, todos tratan de aproximarse al caído y nadie, nadie en absoluto, mira a Hércules Poirot, quien en aquel momento cambia las copas y nadie lo nota. Esto, como ustedes ven, demuestra mi teoría. Un momento así tuvo lugar en Crow's Nest y otro en la abadía de Melfort. Por eso no se encontró nada en la copa del cóctel ni en la del oporto.

—¿Quién hizo el cambio, entonces? —preguntó Egg.

—Eso todavía hemos de descubrirlo.

—¿No lo sabe?

El detective se encogió de hombros.

Los invitados empezaron a mostrar deseos de marcharse. Sus maneras se volvieron frías al comprender que se habían burlado de ellos. Poirot los detuvo.

—Un momento, por favor. Tengo que decirles una cosa más. Esta tarde hemos hecho una comedia. Pero esta comedia podría repetirse dentro de poco y convertirse en una tragedia. Tal vez el asesino lo hará por tercera vez. Me dirijo a todos los aquí presentes. Si alguno de ustedes sabe algo que pueda ser de utilidad a la policía, le ruego que hable ahora. Guardar silencio en estos momentos resultaría peligroso, tanto, que la muerte sería el resultado de ese silencio. Repito otra vez que si alguien sabe algo, que lo diga ahora mismo.

A sir Charles le hizo el efecto que el requerimiento de Poirot iba dirigido especialmente a la señorita Wills. Si fue así, no obtuvo ningún resultado. Nadie dijo una palabra. Con un suspiro, Poirot dejó caer la mano.

—¡Que sea lo que Dios quiera! Yo ya les he avisado, no puedo hacer nada más. Recuerden que callar es peligroso.

Los invitados se fueron retirando.

Egg, sir Charles y Satterthwaite se quedaron.

Egg no había perdonado a Poirot. Estaba sentada, silenciosa, con el rostro como la grana y expresión iracunda en los ojos. No miraba para nada a sir Charles.

—Ha sido un trabajo condenadamente limpio, Poirot —dijo Cartwright.

—¡Asombroso! —exclamó Satterthwaite—. Nunca hubiera creído que se pudiese hacer ese cambio ante mi vista sin darme cuenta.

—Por eso no me confié a nadie. Solo así saldría bien el experimento.

—¿Ha sido esa la única razón que le ha impulsado a usted a planear esta comedia?

—Verá usted, no. Tenía otra.

—¿Sí?

—Deseaba ver la expresión de cierta persona en el momento en que sir Charles caía muerto.

—¿De quién? —preguntó Egg.

—¡Ah! Ese es mi secreto.

—¿Vigilaba usted a esa persona? —dijo Satterthwaite.

—Sí.

—¿Y bien?

El detective no contestó.

—¿No va usted a decirnos lo que vio?

—Vi una expresión de sorpresa.

Egg contuvo la respiración.

—¿Quiere usted decir que sabe quién es el asesino?

—Si así le place a usted, mademoiselle...

—Entonces, ¡es que ya lo sabe todo!

—No, al contrario, no sé nada. No sé por qué Stephen Babbington fue asesinado. Lo único que sé es que no puedo probar nada. Todo depende de eso, del motivo del asesino para matar a Stephen Babbington.

Llamaron a la puerta y entró un botones con un telegrama.

El detective lo abrió. La expresión de su rostro cambió instantáneamente. Tendió el telegrama a sir Charles.

Egg se apresuró a mirar por encima del hombro del actor. El telegrama decía lo siguiente:

Venga a verme enseguida, puedo proporcionarle valiosa información sobre la muerte de sir Bartholomew.

MARGARET DE RUSHBRIDGER

—¡La señora de Rushbridger! —gritó sir Charles—. Luego teníamos razón. Tiene algo que ver con el crimen.

Capítulo XII
-
Un día en Gilling

Enseguida se entabló una animada discusión. Buscaron una guía de ferrocarriles. Se decidió, por fin, que era mejor tomar el primer tren que ir en coche.

—Gracias a Dios, vamos a ver clara esta parte del misterio —dijo Cartwright.

—¿Cuál cree usted que es ese misterio? —le preguntó Egg.

—No lo sé, pero seguro que arroja alguna luz sobre el asunto de Babbington. Seguramente la sorpresa que Tollie preparaba a sus invitados tenía algo que ver con la señora de Rushbridger. De esto creo que podemos estar seguros. ¿No le parece, monsieur Poirot?

Poirot meneó la cabeza, perplejo.

—Este telegrama complica las cosas. Hemos de darnos prisa, mucha prisa.

Satterthwaite no veía la razón de tanta prisa, pero asintió con cortesía.

—Desde luego, debemos tomar el primer tren de la mañana. Es decir, ¿creen que es necesario que vayamos todos?

—Sir Charles y yo habíamos decidido ir juntos a Gilling —dijo Egg.

—¿Y si lo dejamos para otro día? —propuso Cartwright.

—No veo por qué. No hay necesidad de que vayamos todos a Yorkshire. Sería absurdo. Poirot y Satterthwaite pueden ir a Yorkshire, y sir Charles y yo a Gilling —replicó Egg.

—Preferiría ver qué hay en el asunto de la señora de Rushbridger. Yo fui el primero que habló con la directora del sanatorio. Digamos que ya puse mi granito de arena allí.

—Por eso es mejor que se aparte. Ya ha contado un montón de mentiras y, si esta mujer ha vuelto en sí, podría descubrir sus mentiras. En cambio, creo que es mucho más importante que vaya a Gilling —replicó Egg—. Si hemos de ver a la madre de la señorita Milray, se confiará mucho más a usted que a cualquier otro. Usted es el jefe de su hija y, por lo tanto, tendrá más confianza.

Sir Charles contempló el encendido rostro de Egg.

—Iré a Gilling. Creo que tiene usted razón.

—Ya sé que la tengo.

—Creo que es una excelente decisión —opinó el detective—. Como dice mademoiselle, sir Charles es la persona indicada para entrevistarse con la señora Milray. Quién sabe si no descubrirá usted cosas mucho más importantes.

Una vez dispuestas así las cosas, a la mañana siguiente sir Charles fue a buscar a Egg en su coche. Poirot y Satterthwaite habían salido de Londres en tren.

Era una fresca y encantadora mañana. Egg sentía que el alma se le llenaba de alegría mientras iban circulando por los atajos que sir Charles conocía.

Finalmente, tomaron la carretera de Folkestone. Después de pasar por Maidstone, sir Charles consultó el mapa y, tras dejar la carretera, entraron en un camino vecinal. Era mediodía cuando llegaron a su destino.

Gilling era un pueblo que parecía olvidado por la civilización. Constaba de una vieja iglesia, la rectoría, dos o tres tiendas, una hilera de casas sencillas y tres o cuatro edificios nuevos. Todo aquel conjunto hacía de la aldea un lugar muy atractivo.

La madre de la señorita Milray vivía en una casa, al otro lado de la iglesia.

—¿La señorita Milray está enterada de esta visita? —preguntó Egg.

—¡Oh, sí! Le escribió para avisarla.

—¿Cree usted que eso ha sido conveniente?

—¿Por qué no?

—No sé. Sin embargo, no la ha traído con usted.

—No lo he hecho porque, como es una mujer tan sabihonda, no me hubiera dejado hablar y habría llevado la voz cantante.

Egg se echó a reír.

La señora Milray era la antítesis de su hija, moral y físicamente. La señorita Milray era dura; ella, suave. La mujer estaba sentada en un sillón, colocado junto a la ventana, para poder observar todo lo que ocurría fuera de la casa.

Parecía encantadísima de la llegada de sus visitantes.

—Ha sido usted muy amable, sir Charles. Mi Violet (¡Violet! Qué nombre tan poco adecuado para la señorita Milray) me ha hablado mucho de usted. No sabe cuánto le admira. Ha sido muy interesante para ella trabajar con usted todos estos años. ¿No se sienta usted, señorita Lytton Gore? Perdonen que no me levante, hace años que no puedo valerme de mis piernas. El señor lo quiso, no me quejo, y lo único que puedo decir es que una llega a acostumbrarse a todo. ¿Verdad que tomarán algo?

Egg y sir Charles rehusaron la invitación, pero la señora Milray no hizo caso. Dio unas palmadas y, a los pocos momentos, apareció una criada con una bandeja con té y pastas. Mientras lo tomaban, sir Charles fue directo al asunto que les había llevado allí.

—¿Supongo que estará usted enterada de la trágica muerte del señor Babbington, que fue párroco de este pueblo?

—¡Ya lo creo! He leído lo de la exhumación y no alcanzo a imaginar siquiera quién pudo querer asesinarlo. Era un hombre muy bueno y aquí lo querían mucho, tanto a él como a sus hijos.

—Es un gran misterio. Estamos desesperados. Tal vez usted pueda proyectar alguna luz sobre el asunto.

—¿Yo? Pero si no he visto a los Babbington desde hace... déjeme pensar un momento... Por lo menos debe de hacer unos quince años.

—Ya lo sé, pero tenemos la impresión de que tiene que haber algo en su pasado que haya motivado su asesinato.

—No se me ocurre nada. Llevaban una vida muy recogida y difícil, pobre gente, con todos aquellos chiquillos.

La señora Milray trató de recordar, pero sus recuerdos arrojaron muy poca luz sobre el problema que ellos habían ido a resolver.

Cartwright le enseñó la ampliación de una instantánea en la que estaban los Dacres, un retrato de Angela Sutcliffe cuando era joven y una horrorosa fotografía de la señorita Wills recortada de un periódico. La señora Milray las miró atentamente sin dar la menor muestra de reconocer a ninguno de ellos.

—No recuerdo a nadie. Claro que ha pasado mucho tiempo. Pero de todos modos, esto es muy pequeño. La gente siempre es la misma. Las señoritas Agnew, las hijas del doctor, están todas casadas y se marcharon de aquí; el nuevo médico es soltero; la anciana señorita Cayleys murió hace algunos años; y, en cuanto a los Richardson, él murió y ella se marchó a Gales. Están, además, los campesinos, pero esos no han cambiado casi nada. Estoy segura de que Violet les hubiera podido contar lo mismo que yo. Ella era entonces una chiquilla y se pasaba el día en la rectoría.

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