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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (15 page)

BOOK: Tragedia en tres actos
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—A mademoiselle no le ha gustado que usted interviniera en este asunto.

—¡Ah! Eso saltaba a la vista. Soy de una naturaleza sumamente susceptible. Quiero ayudar a los enamorados, no quiero estorbarles. Usted y yo, amigo mío, trabajaremos juntos en este asunto para honor y gloria de Charles Cartwright, ¿verdad? Cuando el oscuro caso esté resuelto...

—Si se resuelve —murmuró Satterthwaite.

—Se resolverá. Yo nunca fallo.

—¿Nunca?

—En ocasiones —replicó el detective con dignidad—, he tardado algo en hacerme cargo de las cosas. No he percibido la verdad tan pronto como debía.

—¿Pero no ha fallado nunca del todo?

La insistencia del otro era pura curiosidad.


Eh bien
. Una vez. Hace mucho tiempo, en Bélgica, pero no hablemos de ello.

Una vez satisfecha su curiosidad, Satterthwaite se apresuró a cambiar de tema.

—Decía usted que, cuando el caso esté resuelto, nuestro amigo...

—Sir Charles se llevará toda la fama. Eso es esencial. Yo no habré sido más que un piñón de los engranajes. Cuando sea necesario, diré una palabra, solo una palabrita. No deseo honor ni fama. Ya soy bastante famoso.

Satterthwaite le observó con interés. Le divertía la vanidad del detective. Pero no cometió el error de interpretarla como simple fanfarronería. Los ingleses no suelen vanagloriarse de las cosas que hacen bien, de la misma manera que son indulgentes con las que hacen mal. En cambio, los latinos tienen una visión más lógica de su capacidad y, cuando se reconocen inteligentes, no ven por qué tienen que ocultarlo.

—Me gustaría saber qué espera sacar de este asunto. ¿Es la emoción de la caza lo que le impulsa a intervenir en él?

Poirot meneó la cabeza.

—No, no es eso. Como el
chien de chasse
, sigo el rastro, me excito y, una vez estoy sobre la pista, ya no me pueden desviar de ella. Todo eso es cierto, pero hay más: Es... ¿cómo se lo diría. .. ?, una especie de pasión por la verdad. No hay nada en el mundo tan interesante ni tan hermoso como la verdad.

Poirot cogió el papel en el que Satterthwaite había anotado los siete nombres y los leyó en voz alta:

—Señora Dacres, capitán Dacres, señorita Wills, señorita Sutcliffe, lady Mary Lytton Gore, señorita Lytton Gore y Oliver Manders. Muy interesante, ¿verdad?

—¿Qué?

—El orden en que están colocados los nombres.

—No creo que haya nada interesante en ello. No hemos hecho más que escribirlos tal como se nos han ido ocurriendo, sin ningún orden especial.

—Precisamente por eso. La lista está encabezada por la señora Dacres. De lo cual deduzco que es la persona sobre la que recaen más sospechas de ser el criminal.

—No es la más sospechosa. Al contrarío, es la menos verosímil.

—Entonces, esta frase quizá lo exprese mejor: es la persona que todos ustedes preferirían como autora del crimen.

Satterthwaite abrió la boca, pero al ver la sonrisa burlona de Poirot, varió lo que estaba a punto de decir.

—Quizá tenga usted razón. Sin darnos cuenta, tal vez hayamos pensado eso.

—Quisiera preguntarle a usted algo.

—Adelante.

—Por lo que ustedes me han dicho, he comprendido que sir Charles y la señorita Lytton Gore fueron juntos a interrogar a la señora Babbington.

—Sí.

—¿Usted no los acompañó?

—No, tres hubiéramos sido demasiados.

—Además, quizá sus inclinaciones le llevaron a otro sitio. Tiene usted, como se dice, cosas más importantes que hacer. ¿Adonde fue usted, señor Satterthwaite?

—Estuve tomando el té con lady Mary Lytton —contestó Satterthwaite con cierta aspereza.

—¿De qué hablaron?

—Tuvo la bondad de confiarme algunos de los sinsabores que le ocasionó la vida matrimonial.

En pocas palabras, le resumió la historia de la dama. Poirot asintió, comprensivo.

—¡Así es la vida! La muchacha idealista que se casa con una mala cabeza sin querer hacer caso de nadie. ¿No hablaron de nada más? ¿No aludieron por casualidad al señor Manders?

—Sí, hablamos de él.

—¿Qué fue lo que descubrió usted?

Satterthwaite repitió lo que le había contado lady Mary.

—¿Qué le ha hecho suponer que hablamos de él? —preguntó.

—Estaba seguro de que usted había ido allí por esa razón. ¡Oh, sí, no proteste! Usted puede desear que los criminales sean la señora Dacres o su marido, pero cree que fue el joven Manders quien quizá cometió esos asesinatos —Acalló la protesta de Satterthwaite—. Sí, sí. Usted es reservado por naturaleza. Tiene sus ideas, pero le gusta reservárselas. Eso hace que me sea más simpático. Yo soy igual.

—No sospecho de ese joven. ¡Es absurdo! Pero sí deseaba saber algo más.

—¡Lo que le digo! Instintivamente, usted lo ha escogido a él. Yo también me intereso por ese joven. Me interesé por él la noche de la fiesta porque vi...

—¿Qué vio usted? —preguntó Satterthwaite ansioso.

—Vi que había dos personas, quizá más, que interpretaban un papel. Una de ellas era sir Charles. Representaba el papel de marino, ¿no es verdad? Es una cosa naturalísima. Un gran actor no deja de serlo aunque se retire de la escena. Pero el joven Manders también fingía, dándoselas de hastiado de todo cuando, por el contrario, tiene una gran vitalidad. Por eso, amigo mío, me fijé en él.

—¿Cómo ha sabido que me preocupaba por ese muchacho?

—Por muchos detalles. Se interesó usted por el accidente que le llevó aquella noche a la abadía de Melfort. No fue con sir Charles y la señorita Lytton Gore a ver a la señora Babbington. ¿Por qué? Sencillamente, porque deseaba seguir algún rastro sin llamar la atención. Fue a casa de lady Mary para hacer averiguaciones sobre alguien. ¿Quién? Solo podía ser una persona que viviera, o hubiese vivido allí: Oliver Manders. Luego está lo más característico de todo: haber puesto su nombre al final de la lista. Es su favorito y quiere reservárselo para usted solo.

—¡Pobre de mí! ¿Así soy yo?


Précisément
. Es usted muy agudo y, además, es muy observador, pero le gusta guardarse los resultados de sus observaciones. Sus opiniones sobre la gente constituyen para usted una colección privada. No las exhibe ante los demás.

—Yo creo... —empezó Satterthwaite, pero fue interrumpido por el regreso de sir Charles.

El actor entró con paso alegre y juvenil.

—¡Brrr! ¡Qué nochecita!

Se preparó un whisky.

Satterthwaite y Poirot declinaron la bebida que les ofrecía.

—Bueno —empezó Cartwright—, ultimemos nuestro plan de campaña. ¿Dónde está la lista, Satterthwaite? ¡Ah! Gracias. Ahora, monsieur Poirot, voy a pedir la opinión del consultor. ¿Cómo hemos de repartir los trabajos preparatorios?

—¿Qué sugiere usted, sir Charles?

—Yo creo que sería conveniente repartir los sospechosos entre nosotros. División del trabajo. Primero está la señora Dacres. Egg parece la más indicada para hacerse cargo de esa señora. Seguramente cree que alguien tan elegante no recibirá un trato imparcial de ningún caballero. Parece una buena idea abordarla desde el punto de vista comercial. Satterthwaite y yo podemos hacer otro intento si lo consideramos conveniente. Tenemos luego al señor Dacres. Conozco a algunos de sus compinches y creo que conseguiré sacar algo de ellos. Luego está Angela Sutcliffe.

—El más indicado para entrevistarse con ella es usted, Cartwright —dijo Satterthwaite—. La conoce mejor que nadie.

—Sí, por eso mismo preferiría que otro se encargara. Ante todo —sonrió tristemente—, podrían acusarme de no poner todo el interés necesario. Además se trata de una amiga, ¿comprenden?


Parfaitement, parfaitement,
es por delicadeza. Es comprensible. Satterthwaite le reemplazará en la tarea.

—Lady Mary y Egg quedan descartadas, desde luego. En cuanto al joven Manders, su presencia en la fiesta de Tollie fue accidental. Sin embargo, supongo que debemos incluirlo.

—Satterthwaite se encargará del joven Manders —dijo Poirot—. Pero creo, sir Charles, que se ha olvidado usted de un nombre. Ha pasado por alto a la señorita Muriel Wills.

—¡Ah, sí! Entonces, ya que Satterthwaite se encarga de Manders, yo tomaré por mi cuenta a la señorita Wills. ¿Conforme? ¿Nada más, monsieur Poirot?

—No, no. Ahora bien, me gustaría conocer los resultados que obtengan.

—Eso no hay ni que decirlo. ¡Otra idea! Si consiguiéramos fotografías de todos los sospechosos, podríamos usarlas para hacer averiguaciones en Gilling.

—Excelente idea —aprobó Poirot—. Hay algo más. ¡Ah, sí! Su amigo sir Bartholomew no bebía cócteles y, en cambio, bebía oporto. ¿Cómo es eso?

—Tenía verdadera debilidad por el oporto.

—Me sorprende que no notase nada extraño en el gusto. La nicotina pura tiene un gusto fuerte y muy desagradable.

—Recuerde usted —le interrumpió sir Charles—, que no había el menor rastro de nicotina. El contenido de los vasos fue analizado.

—¡Es verdad! ¡Qué tonto soy! Sin embargo, la tomó y la nicotina tiene muy mal gusto.

—No sé lo que puede importar eso —opinó el actor—. La primavera pasada, Tollie estuvo muy mal de un catarro, a consecuencia del cual le quedaron un poco atrofiados el paladar y el olfato.

—¿Ah, sí? Eso es muy interesante. Simplifica considerablemente las cosas.

Cartwright se dirigió hacia la ventana y miró unos instantes hacia fuera.

—Todavía dura la tormenta. Voy a enviar a buscar sus maletas, monsieur Poirot. El Rose and Crown está muy bien para los artistas entusiastas, pero creo que usted preferirá una habitación más higiénica y una cama más confortable.

—Es usted muy amable, sir Charles.

—Nada de eso. Ahora mismo daré las órdenes oportunas.

Salió de la habitación.

Poirot miró a Satterthwaite.

—¿Quiere que le dé un consejo?

—Sí.

Poirot se acercó y le dijo en voz baja:

—Pregúntele a Manders por qué fingió un accidente. Dígale que la policía sospecha de él y fíjese bien en qué contesta.

Capítulo VI
-
Cynthia Dacres

Los salones de exhibición de la casa de modas Ambrosine Ltd. eran muy simples en apariencia. Las paredes eran de un blanco marfil que hacía juego con una gruesa alfombra central de un colorido casi neutro, así como los cortinajes y tapicerías. Los cromados brillaban por todas partes y una de las paredes destacaba por su diseño geométrico azul intenso y amarillo limón. La decoración era obra de Sydney Sandford, el más reciente y joven decorador del momento.

Egg, sentada en un sillón de diseño muy moderno, que recordaba el de un dentista, miraba indiferente el desfile de las modelos, a cual más bonita. Quería demostrar que, para ella, cincuenta o sesenta libras (el precio de uno de aquellos vestidos) era una fruslería.

A su lado, la señora Dacres, tan maravillosamente irreal como siempre, le hacía la propaganda, como dijo Egg más tarde.

—¿Le gusta este? Los lazos en los hombros son muy graciosos, ¿verdad? Además, la línea del pecho queda realzada con delicadeza. No, en ese rojo no lo tengo, pero debo tenerlo en un nuevo color, como el mostaza, que le gustará. ¿Le gustaría un color burdeos? Un poco absurdo, ¿no? Demasiado estridente y ridículo. Los vestidos simplemente no deben ser demasiado serios.

—Es muy difícil decidirse. Nunca había podido comprarme un vestido bueno hasta ahora, siempre habíamos estado mal de dinero. Recuerdo lo maravillosa que estaba usted aquella noche en Crow's Nest y pensé: Ahora que tengo dinero para gastar, iré a ver a la señora Dacres para que me aconseje. ¡No sabe usted lo que la admiré aquella noche!

—Querida, es usted muy amable. A mí me encanta vestir a la juventud. ¡Es tan importante que las muchachas no vistan de forma vulgar! Supongo que entiende lo que quiero decir.

Tú sí que no tienes nada de vulgar, pensó Egg.

—Usted tiene mucha personalidad —continuó Dacres—. Debe llevar algo que no sea vulgar. Yo le aconsejo trajes sencillos, que apenas destaquen, ¿comprende? ¿Desea usted varios modelos?

—Quisiera comprar cuatro trajes de noche y un par de tarde, además de uno o dos informales, o algo así.

La melosidad de la señora Dacres aumentó. Por fortuna, no sabía que el saldo de la cuenta de Egg en aquel momento era exactamente de quince libras y doce chelines, y que tenían que durarle hasta diciembre.

Nuevas muchachas desfilaron ante Egg. En los intervalos de conversación sobre la moda, Egg introducía otros temas.

—Supongo que no habrá usted vuelto a Crow's Nest, ¿verdad?

—No, no podría. ¡Me impresionó tanto! Aquello fue terrible. Siempre he pensado que Cornualles está tan lleno de arte. No puedo resistir a los artistas. Son siempre tan raros.

—Fue un asunto demoledor, ¿no cree? El pobre señor Babbington era tan entrañable.

—Una pieza de época, yo lo imagino así —contestó la señora Dacres.

—Había visto anteriormente al señor Babbington, ¿verdad?

—¿El anciano que murió? No, creo que no.

—Me parece recordar que él me dijo que la había visto a usted, no en Cornualles, sino en un pueblo llamado Gilling.

—¿Gilling? —La mirada de la señora Dacres era vaga—. No, Marcelle —añadió dirigiéndose a una empleada—, el modelo de Jenny,
Petit scandale
, es el que he pedido y después aquel otro azul Patou.

—¿No le parece extraordinario que asesinaran a sir Bartholomew?

Pero la señora Dacres, atenta solo a su negocio, continuó:

—¡Querida, fue algo que no se puede describir! A mí me ha venido de perlas. Toda clase de mujeres horribles vienen a encargarse vestidos solo por la sensación de ver a alguien que estaba presente en el momento del crimen. Este modelo azul Patou es perfecto para usted. Fíjese en todos estos inútiles y ridículos volantes, hacen que sea adorable. Juvenil sin que llegue a cansar. Sí, la muerte del pobre sir Bartholomew ha sido un regalo del cielo para mí. Existe la remota posibilidad de que yo sea la asesina. He procurado que corra el rumor. Vienen unas mujeres gordísimas y me miran con los ojos desorbitados. Y entonces...

Se interrumpió al ver que entraba una norteamericana descomunal, sin duda una cliente importante.

Mientras la recién llegada exponía sus carísimos deseos con toda claridad, Egg se las compuso para marcharse discretamente, diciéndole a la joven que había reemplazado a la señora Dacres que quería reflexionar antes de decidirse.

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