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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (12 page)

BOOK: Tragedia en tres actos
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Lo que no significa que estuviese inactiva. Siempre estaba ocupada en la parroquia porque el nuevo vicario era soltero, y el resto del día lo pasaba en el jardín de su casa, cuidando las plantas. Era una mujer para quien las flores formaban parte de su vida.

Una tarde, mientras trabajaba en el jardín, oyó que abrían la verja y, al alzar la mirada se encontró con Cartwright y Egg.

Margaret no se sorprendió al ver a Egg. Sabía que la muchacha y su madre tenían que volver pronto, pero sí le extrañó verla acompañada de sir Charles. Había corrido el rumor de que se había ido del pueblo para siempre. Los periódicos publicaron la noticia de su marcha al sur de Francia. En el jardín de Crow's Nest se veía un letrero que rezaba: EN VENTA. Nadie, pues, esperaba el regreso de sir Charles.

La señora Babbington apartó un mechón que le caía sobre la sudorosa frente y luego se miró las manos llenas de tierra.

—Siento no darles la mano. Ya sé que debería trabajar con guantes. Algunas veces me los pongo, pero siempre acabo quitándomelos. Las cosas se hacen mucho mejor con las manos desnudas.

Les hizo entrar en la casa. El salón era pequeño, pero confortable. En las paredes colgaban fotografías y por todas partes se veían jarrones con crisantemos de diversos colores.

—¡Es una sorpresa verle a usted por aquí, sir Charles! Creí que se había marchado de Crow's Nest para siempre.

—Yo también lo creía, señora Babbington, pero a veces el destino es más fuerte que nosotros.

La viuda no contestó. Se volvió hacia Egg, quien se anticipó a la pregunta.

—No hemos venido solo de visita de cortesía. Sir Charles y yo tenemos que decirle algo muy importante. No quisiéramos apenarla.

La mujer miró muy seria a sus dos visitantes.

—Ante todo —dijo Cartwright—, me interesa saber si ha recibido usted alguna comunicación del Ministerio del Interior.

La señora Babbington asintió.

—Bueno, eso hará menos penoso lo que tenemos que decirle.

—¿Han venido ustedes por la orden de exhumación?

—Sí. Comprendo que para usted debe de ser una cosa muy triste.

El tono simpático de Cartwright serenó a la viuda.

—No crea usted que me emociona demasiado. Para mucha gente, la idea de la exhumación es algo espantoso. Sin embargo, no es el cuerpo muerto lo que importa. Mi pobre marido está ahora en un lugar mucho más apacible, donde nadie turbará su reposo. No, no ha sido eso lo que me ha conmovido, sino la idea, la terrible idea de que Stephen no muriese de muerte natural. ¡Parece imposible!

—Comprendo que le suceda esto. A nosotros nos pasó lo mismo al principio.

—¿Qué quiere decir con lo de «al principio», sir Charles?

—Pues que la misma noche en que murió su marido, sospeché que aquella muerte no era natural. Sin embargo, como a usted, la idea me pareció tan descabellada y absurda que la deseché inmediatamente.

—Yo también lo pensé —intervino Egg.

—¿Tú también? —La señora Babbington miró, extrañada, a la joven—. ¿Tú pensaste que alguien podía haber asesinado a mi marido?

Era tan grande la incredulidad que se reflejaba en su voz, que ninguno de los dos visitantes sabía cómo proseguir. Al fin, Cartwright volvió a tomar la palabra.

—Como usted sabe, señora Babbington, me marché al extranjero. Me encontraba en el sur de Francia, cuando leí en los periódicos que mi amigo sir Bartholomew Strange había muerto en circunstancias semejantes a las de su marido. Además, recibí una carta de la señorita Lytton Gore contándomelo todo.

Egg asintió.

—Se celebraba una fiesta. Egg estaba en ella y dice que ocurrió todo exactamente igual. Murió a los dos o tres minutos.

Margaret meneó la cabeza desconsolada y lentamente.

—No puedo comprenderlo. ¡Sir Bartholomew era un hombre tan bueno! ¿Quién desearía ningún mal a esos dos hombres? Tiene que ser una equivocación, no cabe duda.

—Se ha comprobado, sir Bartholomew murió envenenado.

—Entonces, ha sido cosa de un loco.

—Señora Babbington, quiero desentrañar el misterio que rodea a esas dos muertes. Quiero descubrir la verdad. Creo, pues, que no hay tiempo que perder. En cuanto la noticia de la exhumación se haga pública, nuestro criminal estará alerta. Supongamos, para ahorrarnos tiempo, que el resultado de la autopsia es que su marido murió envenenado. ¿Sabían ustedes algo sobre el empleo de la nicotina pura?

—Yo empleo una solución de nicotina para rociar los rosales. No sabía que fuese veneno.

—Supongamos que en los dos casos se empleara el alcaloide puro. Los envenenamientos por nicotina no son corrientes.

—No sé ni una palabra de eso. Sin embargo, creo que los grandes fumadores pueden terminar así.

—¿Fumaba su marido?

—Sí.

—Ahora, escúcheme bien. Usted ha demostrado incredulidad ante la sugerencia de que alguien pudiera desearle mal alguno a su marido. ¿Quiere decir con eso que no tenía ningún enemigo?

—Estoy segura de que Stephen no tenía enemigos. Todo el mundo le quería. A veces, la gente se burlaba un poco de él —Sus ojos se humedecieron—. ¡Le asustaban tanto las innovaciones! Pero todo el mundo le quería. Era imposible no querer a Stephen.

—Supongo que su marido no habrá dejado mucho dinero.

—No, casi nada. Stephen no era ahorrador. Enseguida lo gastaba todo. Yo siempre le reñía por eso.

—¿Tenía esperanzas de recibir alguna herencia? ¿Era, acaso, heredero de alguna propiedad?

—¡Oh, no! Stephen no tenía apenas familia, solo una hermana que está casada con un sacerdote en Northumberland, pero andan mal de dinero. Todos los demás murieron.

—No parece, pues, que haya nadie que se beneficiara económicamente con su muerte.

—No, desde luego.

—Volvamos otra vez a lo de los enemigos. Usted dice que no tenía ninguno, pero probablemente pudo tenerlos de joven.

—Lo creo muy improbable. Mi marido no era de naturaleza pendenciera. Se llevaba bien con todo el mundo.

—Perdone usted la pregunta. —Sir Charles carraspeó—. Cuando se casó con usted, ¿la quería algún otro hombre?

Hubo un perceptible parpadeo en los ojos de la viuda.

—Stephen era el vicario auxiliar de mi padre. Fue el primer hombre joven que vi cuando llegué a casa de regreso del colegio. Nos enamoramos enseguida. Estuvimos comprometidos durante cuatro años. Luego se fue a Kent y pudimos casarnos. Nuestro amor fue muy sencillo y muy feliz.

Ahora le tocó a Egg interrogarla.

—¿Cree usted, señora Babbington, que su marido había visto, antes de la fiesta, en alguna otra ocasión, a alguno de los invitados de sir Charles?

—¡Claro! Puesto que estaban ustedes, su madre y el joven Oliver Manders.

—Sí, pero quiero decir a alguno de los demás.

—Cinco años atrás habíamos visto los dos a Angela Sutcliffe en un teatro de Londres. Tanto Stephen como yo estábamos muy emocionados al saber que íbamos a verla de cerca.

—¿No la volvieron a ver después?

—No. Nunca habíamos tenido ocasión de tratar a ningún actor o actriz hasta que el señor Cartwright vino aquí, lo que causó mucho revuelo. No creo que sir Charles alcance a imaginar lo que su llegada aquí significó: un soplo de romanticismo en nuestras vidas.

—¿No conocía al capitán y a la señora Dacres?

—¿Aquel hombre que solo hablaba de caballos y la señora que llevaba un traje tan bonito? No. Ni tampoco a la otra mujer, esa que escribe obras de teatro. ¡Pobre muchacha, desentonaba!

—¿Está usted segura de que no había visto antes a ninguno de los invitados?

—Estoy completamente segura, como también lo estoy de que Stephen tampoco sabía quiénes eran. Siempre habíamos ido juntos a todas partes. No salíamos el uno sin el otro.

—¿Él no le dijo nada antes, nada en absoluto, de las personas que iban a encontrar en casa de sir Charles o bien cuando las vio? —insistió Egg.

—Antes no me dijo nada, excepto que esperaba pasar una velada divertida. Cuando llegamos allí, no tuvo tiempo.

El rostro de la mujer se descompuso.

—Perdóneme usted —dijo Cartwright rápidamente— por molestarla de esta manera. Pero es que estamos convencidos de que tiene que haber algún motivo. Si pudiéramos descubrirlo. Tiene que haber una razón que justifique ese horrible y absurdo crimen.

—Lo comprendo. Si fue un asesinato, debe existir algún motivo. Pero no lo conozco ni me imagino cuál puede ser.

Durante unos minutos, reinó un profundo silencio en el salón. Luego, Charles preguntó:

—¿Puede usted hacerme un breve resumen de la vida de su marido?

La mujer tenía una memoria privilegiada para recordar fechas. Las notas que tomó Cartwright fueron las siguientes:

Stephen Babbington, nacido en Islington, Devon, en 1868. Estudió en el colegio de St. Paul y después en Oxford. Recibidas las órdenes menores, ocupó una plaza en la parroquia de Hoxton, en 1891. Fue ordenado sacerdote en 1892. Desde 1894 a 1899 ejerció como vicario de Islington, Surrey, como auxiliar del reverendo Vernon Lorrimer. Se casó con Margaret Lorrimer en 1899 y pasó a ocupar la parroquia de Gilling, Kent. En 1916 fue trasladado a la de St Petroch, Loomouth.

—Espero que esto nos sirva para empezar. Creo que donde acaso obtengamos algo es en Gilling. Antes de ocupar esa parroquia, me parece muy improbable que anteriormente su marido llegara a conocer a ninguno de los que fueron invitados a mi fiesta.

La señora Babbington se estremeció.

—¿Cree usted de veras que alguno de ellos...?

—No me atrevo a pensar nada. Bartholomew vio y sospechó algo, y murió de la misma manera, y cinco...

—Siete —corrigió Egg.

—Sí, siete de los invitados estaban presentes también. Uno de ellos debe ser el culpable.

—¿Por qué? ¿Qué interés tendría ninguno de ellos en matar a Stephen?

—Eso —dijo sir Charles— es lo que estamos tratando de averiguar.

Capítulo II
-
Lady Mary

Satterthwaite había vuelto a Crow's Nest con sir Charles. Mientras su anfitrión y Egg iban a visitar a la señora Babbington, él tomaba el té con lady Mary.

La dama se sentía atraída por Satterthwaite. A pesar de sus exquisitos modales, era una mujer de criterios muy definidos sobre los que le gustaban o los que no.

Satterthwaite tomaba té chino en una taza de porcelana de Dresde, mientras comía un minúsculo emparedado y charlaba. En su última visita, descubrieron que tenían varias amistades en común. Aquella tarde la conversación empezó por ellas, pero, poco a poco, se encauzó por caminos más íntimos. Satterthwaite era una persona muy simpática que escuchaba con atención las preocupaciones de los demás, sin hablar de las suyas. En su anterior visita, lady Mary ya encontró natural hablarle de lo mucho que le preocupaba el porvenir de su hija y ahora le hablaba como si se tratase de un amigo de toda la vida.

—Egg es muy testaruda. Cuando una cosa se le mete en la cabeza, se entrega a ella en cuerpo y alma. No me gusta lo más mínimo que se enrede en este triste asunto. Cuando se lo digo se echa a reír, pero, la verdad, no me parece propio de una señorita.

A medida que hablaba, iba enrojeciendo. Sus ojos bondadosos e ingenuos miraban a Satterthwaite como pidiéndole ayuda.

—Comprendo lo que usted quiere decir. Si le he de ser sincero, a mí tampoco me gusta. Ya sé que eso es sencillamente un prejuicio pasado de moda, pero no puedo evitarlo. Sin embargo, no debemos esperar que los jóvenes se queden en casa y se estremezcan ante los crímenes y violencias propios de esta época permisiva en que nos ha tocado vivir.

—A mí no me gusta pensar en asesinatos. Nunca me imaginé, ni hubiera soñado nunca que me vería mezclada en un suceso así. ¡Fue espantoso! —Se estremeció—. ¡Pobre sir Bartholomew!

—No le había tratado mucho, ¿verdad?

—Solo lo había visto dos veces. La primera, hace un año, cuando vino a pasar un fin de semana con sir Charles. La segunda fue aquella terrible noche en que murió el pobre Babbington. Cuando recibí la invitación para asistir a su fiesta, me quedé sorprendidísima. Acepté por Egg. ¡A ella le gustan tanto esas cosas! ¡La pobre tiene tan poca vida social! Además, estaba últimamente un poco callada y no parecía sentir interés por nada. Pensé que le convendría asistir a la fiesta.

Satterthwaite asintió con un suave gesto.

—Cuénteme algo de Oliver Manders. Ese joven me interesa bastante.

—Creo que es un chico inteligente. La vida no ha sido fácil para él. —Lady Mary enrojeció y, en respuesta a la interrogadora mirada del señor Satterthwaite, continuó—: Sus padres no estaban casados.

—¿De veras? No tenía la menor idea de ello.

—Aquí todo el mundo lo sabe. De no ser así, no le diría a usted nada. La anciana señora Manders, la abuela de Oliver, vivía en Dunboyne, esa casa tan grande de la carretera de Plymouth. Su marido era abogado. Tuvieron un hijo y una hija. El hijo se fue a Londres e ingresó en una empresa importante. Hoy en día es un hombre rico. La hija, una muchacha muy hermosa, se enamoró locamente de un hombre casado. Yo la reñí muchas veces. Al final, después de un gran escándalo, huyeron juntos. La mujer de él no quiso divorciarse. La muchacha murió tras el nacimiento de Oliver, que fue recogido por su tío de Londres. Él y su mujer no tenían hijos. El muchacho repartía su tiempo entre ellos y su abuela. Las vacaciones de verano las pasaba todos los años aquí. A mí siempre me ha dado mucha lástima. Creo que esos modales suyos tan afectados están, en gran parte, motivados por su nacimiento.

—No me extrañaría. Se las da de divino, alardeando constantemente de su superioridad. Presiento que actúa así porque en su interior se siente inferior a los demás.

—Es muy extraño.

—El sentimiento de inferioridad es uno de los más complejos. El afán de crearse una personalidad a veces suele estar detrás de muchos crímenes.

—Todo eso parece muy extraño —repitió ella.

Satterthwaite la miró. Le gustaba su figurilla graciosa, sus ojos de un gris suave y la ausencia absoluta de todo maquillaje. Entonces pensó: De joven debió de ser una belleza, pero no una belleza llamativa como la de la rosa, sino más bien la de una modesta y encantadora violeta, ocultando su dulzura con decoro.

Poco a poco fue recordando incidentes de su propia juventud y, sin darse cuenta, empezó a hablar del único amor que había tenido. Muy poca cosa es un solo amor para la juventud moderna, que los tiene a docenas, pero para él era algo muy dulce.

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