—También oí que era hombre muy sabio en la náutica.
—¿En la náutica? Sabía más que Merlín y que todos los doctores de la Iglesia. ¡Si había hecho un sinfín de mapas y había descubierto no sé qué tierras que están allá por el mismo infierno! ¡Y hombres así los mandan a una batalla para que perezcan como un grumete! Le contaré a usted lo que pasó en el
Bahama
. Desde que empezó la batalla, D. Dionisio Alcalá Galiano sabía que la habíamos de perder, porque aquella maldita virada en redondo… Nosotros estábamos en la reserva y nos quedamos a la cola. Nelson, que no era ningún rana, vio nuestra línea y dijo: «Pues si la corto por dos puntos distintos, y les cojo entre dos fuegos, no se me escapa ni tanto así de navío». Así lo hizo el maldito, y como nuestra línea era tan larga,
la cabeza no podía ir en auxilio de la cola
[6]
. Nos derrotó por partes, atacándonos en dos fuertes columnas dispuestas al modo de cuña, que es, según dicen, el modo de combatir que usaba el capitán moro Alejandro Magno, y que hoy dicen usa también Napoleón. Lo cierto es que nos envolvió y nos dividió y nos fue rematando barco a barco de tal modo, que no podíamos ayudarnos unos a otros, y cada navío se veía obligado a combatir con tres o cuatro.
»Pues verá usted: el
Bahama
fue de los que primero entraron en fuego. Alcalá Galiano revistó la tripulación al mediodía, examinó las baterías, y nos echó una arenga en que dijo, señalando la bandera: «Señores: estén ustedes todos en la inteligencia de que esa bandera está clavada». Ya sabíamos qué clase de hombre nos mandaba; y así, no nos asombró aquel lenguaje. Después le dijo al guardia marina D. Alonso Butrón, encargado de ella: «Cuida de defenderla. Ningún Galiano se rinde, y tampoco un Butrón debe hacerlo».
—Lástima es —dije yo—, que estos hombres no hayan tenido un jefe digno de su valor, ya que no se les encargó del mando de la escuadra.
—Sí que es lástima, y verá usted lo que pasó. Empezó la refriega, que ya sabrá usted fue cosa buena, si estuvo a bordo del
Trinidad
. Tres navíos nos acribillaron a balazos por babor y estribor. Desde los primeros momentos caían como moscas los heridos, y el mismo comandante recibió una fuerte contusión en la pierna, y después un astillazo en la cabeza, que le hizo mucho daño. ¿Pero usted cree que se acobardó, ni que anduvo con ungüentos ni parches? ¡Quiá! Seguía en el alcázar como si tal cosa, aunque personas muy queridas para él caían a su lado para no levantarse más. Alcalá Galiano mandaba la maniobra y la artillería como si hubiéramos estado haciendo el saludo frente a una plaza. Una balita de poca cosa le llevó el anteojo, y esto le hizo sonreír. Aún me parece que le estoy viendo. La sangre de las heridas le manchaba el uniforme y las manos; pero él no se cuidaba de esto más que si fueran gotas de agua salada salpicadas por el mar. Como su carácter era algo arrebatado y su genio vivo, daba las órdenes gritando y con tanto coraje, que si no las obedeciéramos porque era nuestro deber, las hubiéramos obedecido por miedo… Pero al fin todo se acabó de repente, cuando una bala de medio calibre le cogió la cabeza, dejándole muerto en el acto.
»Con esto concluyó el entusiasmo, si no la lucha. Cuando cayó muerto nuestro querido comandante, le ocultaron para que no le viéramos; pero nadie dejó de comprender lo que había pasado, y después de una lucha desesperada sostenida por el honor de la bandera, el
Bahama
se rindió a los ingleses, que se lo llevarán a Gibraltar si antes no se les va a pique, como sospecho».
Al concluir su relación, y después de contar cómo había pasado del
Bahama
al
Santa Ana
, mi compañero dio un fuerte suspiro y calló por mucho tiempo. Pero como el camino se hacía largo y pesado, yo intenté trabar de nuevo la conversación, y principié contándole lo que había visto, y, por último, mi traslado a bordo del
Rayo
con el joven Malespina.
«¡Ah! —dijo—. ¿Es un joven oficial de artillería que fue transportado a la balandra y de la balandra a tierra en la noche del 23?
—El mismo —conteste—, y por cierto que nadie me ha dado razón de su paradero.
—Pues ese fue de los que perecieron en la segunda lancha, que no pudo tocar a tierra. De los sanos se salvaron algunos, entre ellos el padre de ese señor oficial de artillería; pero los heridos se ahogaron todos, como es fácil comprender, no pudiendo los infelices ganar a nado la costa».
Me quedé absorto al saber la muerte del joven Malespina, y la idea del pesar que aguardaba a mi infeliz e idolatrada amita llenó mi alma, ahogando todo resentimiento.
«¡Qué horrible desgracia! —exclamé—. ¿Y seré yo quien lleve tan triste noticia a su afligida familia? ¿Pero, señor, está usted seguro de lo que dice?
—He visto con estos ojos al padre de ese joven, quejándose amargamente, y refiriendo los pormenores de la desgracia con tanta angustia que partía el corazón. Según decía, él había salvado a todos los de la lancha, y aseguraba que si hubiera querido salvar sólo a su hijo, lo habría logrado a costa de la vida de todos los demás. Prefirió con todo dar la vida al mayor número, aun sacrificando la de su hijo en beneficio de muchos, y así lo hizo. Parece que es hombre de mucha alma, y sumamente diestro y valeroso».
Esto me entristeció tanto, que no hablé más del asunto. ¡Muerto Marcial, muerto Malespina! ¡Qué terribles nuevas llevaba yo a casa de mi amo! Casi estuve por un momento decidido a no volver a Cádiz, dejando que el azar o la voz pública llevaran tan penosa comisión al seno del hogar, donde tantos corazones palpitaban de inquietud. Sin embargo, era preciso que me presentase a D. Alonso para darle cuenta de mi conducta.
Llegamos por fin a Rota, y allí nos embarcamos para Cádiz. No pueden ustedes figurarse qué alborotado estaba el vecindario con la noticia de los desastres de la escuadra. Poco a poco iban llegando las nuevas de lo sucedido, y ya se sabía la suerte de la mayor parte de los buques, aunque de muchos marineros y tripulantes se ignoraba todavía el paradero. En las calles ocurrían a cada momento escenas de desolación, cuando un recién llegado daba cuenta de los muertos que conocía, y nombraba las personas que no habían de volver. La multitud invadía el muelle para reconocer los heridos, esperando encontrar al padre, al hermano, al hijo o al marido. Presencié escenas de frenética alegría, mezcladas con lances dolorosos y terribles desconsuelos. Las esperanzas se desvanecían, las sospechas se confirmaban las más de las veces, y el número de los que ganaban en aquel agonioso juego de la suerte era bien pequeño, comparado con el de los que perdían. Los cadáveres que aparecieron en la costa de Santa María sacaban de dudas a muchas familias, y otras esperaban aún encontrar entre los prisioneros conducidos a Gibraltar a la persona amada.
En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias esta generosidad de mis paisanos. Quizás la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos. ¿No es triste considerar que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?
En Cádiz pude conocer en su conjunto la acción de guerra que yo, a pesar de haber asistido a ella, no conocía sino por casos particulares, pues lo largo de la línea, lo complicado de los movimientos y la diversa suerte de los navíos, no permitían otra cosa. Según allí me dijeron, además del
Trinidad
, se habían ido a pique el
Argonauta
, de 92, mandado por D. Antonio Pareja, y el
San Agustín
, de 80, mandado por D. Felipe Cajigal. Con Gravina, en el
Príncipe de Asturias
, habían vuelto a Cádiz el
Montañés
, de 80, comandante Alcedo, que murió en el combate en unión del segundo Castaños; el
San Justo
, de 76, mandado por D. Miguel Gastón; el
San Leandro
, de 74, mandado por D. José Quevedo; el
San Francisco
, de 74, mandado por D. Luis Flores; el
Rayo
, de 100, que mandaba Macdonell. De éstos, salieron el 23, para represar las naves que estaban a la vista, el
Montañés
, el
San Justo
, el
San Francisco
y el
Rayo
; pero los dos últimos se perdieron en la costa, lo mismo que el
Monarca
, de 74, mandado por Argumosa, y el
Neptuno
, de 80, cuyo heroico comandante, D. Cayetano Valdés, ya célebre por la jornada del 14, estuvo a punto de perecer. Quedaron apresados el
Bahama
, que se deshizo antes de llegar a Gibraltar; el
San Ildefonso
, de 74, comandante Vargas, que fue conducido a Inglaterra, y el
Nepomuceno
, que por muchos años permaneció en Gibraltar, conservado como un objeto de veneración o sagrada reliquia. El
Santa Ana
llegó felizmente a Cádiz en la misma noche en que le abandonamos. Los ingleses también perdieron algunos de sus fuertes navíos, y no pocos de sus oficiales generales compartieron el glorioso fin del almirante Nelson.
En cuanto a los franceses, no es necesario decir que tuvieron tantas pérdidas como nosotros. A excepción de los cuatro navíos que se retiraron con Dumanoir sin entrar en fuego, mancha que en mucho tiempo no pudo quitarse de encima la marina imperial, nuestros aliados se condujeron heroicamente en la batalla. Villeneuve, deseando que se olvidaran en un día sus faltas, peleó hasta el fin denodadamente, y fue llevado prisionero a Gibraltar. Otros muchos comandantes cayeron en poder de los ingleses, y algunos murieron. Sus navíos corrieron igual suerte que los nuestros: unos se retiraron con Gravina; otros fueron apresados, y muchos se perdieron en las costas. El
Achilles
se voló en medio del combate, como indiqué en mi relación.
Pero a pesar de estos desastres, nuestra aliada, la orgullosa Francia, no pagó tan caro como España las consecuencias de aquella guerra. Si perdía lo más florido de su marina, en tierra alcanzaba en aquellos mismos días ruidosos triunfos. Napoleón había transportado en poco tiempo el gran ejército desde las orillas del Canal de la Mancha a la Europa central, y ponía en ejecución su colosal plan de campaña contra el Austria. El 20 de Octubre, un día antes de Trafalgar, Napoleón presenciaba en el campo de Ulm el desfile de las tropas austriacas, cuyos generales le entregaban su espada, y dos meses después, el 2 de Diciembre del mismo año, ganaba en los campos de Austerlitz la más brillante acción de su reinado.
Estos triunfos atenuaron en Francia la pérdida de Trafalgar; el mismo Napoleón mandó a los periódicos que no se hablara del asunto, y cuando se le dio cuenta de la victoria de sus implacables enemigos los ingleses, se contentó con encogerse de hombros diciendo: «Yo no puedo estar en todas partes».
Traté de retardar el momento de presentarme a mi amo; pero, al fin, el hambre, la desnudez en que me hallaba y la falta de asilo, me obligaron a ir. Mi corazón, al aproximarme a la casa de Doña Flora, palpitaba con tanta fuerza, que a cada paso me detenía para tomar aliento. La inmensa pena que iba a causar anunciando la muerte del joven Malespina, gravitaba sobre mi alma con tan atroz pesadumbre, que si yo hubiera sido responsable de aquel desastre, no me habría sentido más angustiado. Llegué por fin, y entré en la casa. Mi presencia en el patio produjo gran sensación; sentí fuertes pasos en las galerías altas, y aún no había tenido tiempo de decir una palabra, cuando me abrazaron estrechamente. No tardé en reconocer el rostro de Doña Flora, más pintorreado aquel día que un retablo, y ferozmente desfigurado con la alegría que mi presencia causó en el espíritu de la excelente vieja. Los dulces nombres de
pimpollo
,
remono
,
angelito
, y otros que me prodigó con toda largueza, no me hicieron sonreír. Subí, y todos estaban en movimiento. Oí a mi amo que decía: «¡Ahí está! Gracias a Dios». Entré en la sala, y Doña Francisca se adelantó hacia mí preguntándome con mortal ansiedad:
«¿Y D. Rafael? ¿Qué ha sido de D. Rafael?»
Permanecí confuso por largo rato. La voz se ahogaba en mi garganta y no tenía valor para decir la fatal noticia. Repitieron la pregunta, y entonces vi a mi amita que salía de una pieza inmediata, con el rostro pálido, espantados los ojos y mostrando en su ademán la angustia que la poseía. Su vista me hizo prorrumpir en amargo llanto, y no necesité pronunciar una palabra. Rosita lanzó un grito terrible y cayó desmayada. D. Alonso y su esposa corrieron a auxiliarla, ocultando su pesar en el fondo del alma. Doña Flora se entristeció, y llamándome aparte para cerciorarse de que mi persona volvía completa, me dijo: