Una nueva circunstancia aumentó para mí y para mi amo las tristezas de aquella tarde. Desde que se rescató el
Santa Ana
no habíamos visto al joven Malespina. Por último, después de buscarle mucho, le encontré acurrucado en uno de los canapés de la cámara.
Acerqueme a él y le vi muy demudado; le interrogué y no pudo contestarme. Quiso levantarse y volvió a caer sin aliento.
«¡Está usted herido! —dije—: Llamaré para que le curen.
—No es nada —contestó—. ¿Querrás traerme un poco de agua?»
Al punto llamé a mi amo.
«¿Qué es eso, la herida de la mano? —preguntó éste examinando al joven.
—No, es algo más», repuso D. Rafael con tristeza, y señaló a su costado derecho cerca de la cintura.
Luego, como si el esfuerzo empleado en mostrar su herida y en decir aquellas pocas palabras fuera excesivo para su naturaleza debilitada, cerró los ojos y quedó sin habla ni movimiento por algún tiempo.
«¡Oh!, esto parece grave —dijo D. Alonso con desaliento.
—¡Y más que grave!», añadió un cirujano que había acudido a examinarle.
Malespina, poseído de profunda tristeza al verse en tal estado, y creyendo que no había remedio para él, ni siquiera dio cuenta de su herida y se retiró a aquel sitio, donde le detuvieron sus pensamientos y sus recuerdos. Creyéndose próximo a morir, se negaba a que se le hiciera la cura. El cirujano dijo que aunque grave, la herida no parecía mortal; pero añadió que si no llegábamos a Cádiz aquella noche para que fuese convenientemente asistido en tierra, la vida de aquél, así como la de otros heridos, corría gran peligro. El
Santa Ana
había tenido en el combate del 21 noventa y siete muertos y ciento cuarenta heridos: se habían agotado los recursos de la enfermería, y algunos medicamentos indispensables faltaban por completo. La desgracia de Malespina no fue la única después del rescate, y Dios quiso que otra persona para mí muy querida sufriese igual suerte. Marcial cayó herido, si bien en los primeros instantes apenas sintió dolor y abatimiento, porque su vigoroso espíritu le sostenía. No tardó, sin embargo, en bajar al sollado, diciendo que se sentía muy mal. Mi amo envió al cirujano para que le asistiese, y éste se limitó a decir que la herida no habría tenido importancia alguna en un joven de veinticuatro años: Medio-hombre tenía más de sesenta.
En tanto, el navío
Rayo
pasaba por babor y al habla. Álava mandó que se le preguntase a la fragata
Themis
si creía poder entrar en Cádiz, y habiendo contestado rotundamente que no, se hizo igual pregunta al
Rayo
, que hallándose casi ileso, contaba con arribar seguramente al puerto. Entonces, reunidos varios oficiales, acordaron trasladar a aquel navío al comandante Gardoqui, gravemente herido, y a otros muchos oficiales de mar y tierra, entre los cuales se contaba el novio de mi amita. D. Alonso consiguió que Marcial fuese también trasladado, en atención a que su mucha edad le agravaba considerablemente, y a mí me hizo el encargo de acompañarles como paje o enfermero, ordenándome que no me apartase ni un instante de su lado, hasta que no les dejase en Cádiz o en Vejer en poder de su familia. Me dispuse a obedecer, intenté persuadir a mi amo de que él también debía transbordarse al
Rayo
por ser más seguro; pero ni siquiera quiso oír tal proposición.
«La suerte —dijo—, me ha traído a este buque, y en él estaré hasta que Dios decida si nos salvamos o no. Álava está muy mal; la mayor parte de la oficialidad se halla herida, y aquí puedo prestar algunos servicios. No soy de los que abandonan el peligro: al contrario, le busco desde el 21, y deseo encontrar ocasión de que mi presencia en la escuadra sea de provecho. Si llegas antes que yo, como espero, di a Paca que el buen marino es esclavo de su patria, y que yo he hecho muy bien en venir aquí, y que estoy muy contento de haber venido, y que no me pesa, no señor, no me pesa… al contrario… Dile que se alegrará cuando me vea, y que de seguro mis compañeros me habrían echado de menos si no hubiera venido… ¿Cómo había de faltar? ¿No te parece a ti que hice bien en venir?
—Pues es claro: ¿eso qué duda tiene? —respondí procurando calmar su agitación, la cual era tan grande, que no le dejaba ver la inconveniencia de consultar con un mísero paje cuestión tan grave.
—Veo que tú eres una persona razonable —añadió sintiéndose consolado con mi aprobación—; veo que tienes miras elevadas y patrióticas… Pero Paca no ve las cosas más que por el lado de su egoísmo; y como tiene un genio tan raro, y como se le ha metido en la cabeza que las escuadras y los cañones no sirven para nada, no puede comprender que yo… En fin… sé que se pondrá furiosa cuando vuelva, pues… como no hemos ganado, dirá esto y lo otro… me volverá loco… pero quiá… yo no le haré caso. ¿Qué te parece a ti? ¿No es verdad que no debo hacerla caso?
—Ya lo creo —contesté—. Usía ha hecho muy bien en venir: eso prueba que es un valiente marino.
—Pues vete con esas razones a Paca, y verás lo que te contesta —replicó él cada vez más agitado—. En fin, dile que estoy bueno y sano, y que mi presencia aquí ha sido muy necesaria. La verdad es que en el rescate del
Santa Ana
he tomado parte muy principal. Si yo no hubiera apuntado tan bien aquellos cañones, quién sabe, quién sabe… ¿Y qué crees tú? Aún puede que haga algo más; aún puede ser que si el viento nos es favorable, rescatemos mañana un par de navíos… Sí, señor… Aquí estoy meditando cierto plan… Veremos, veremos… Con que adiós, Gabrielillo. Cuidado con lo que le dices a Paca.
—No, no me olvidaré. Ya sabrá que si no es por usía no se represa el
Santa Ana
, y sabrá también que puede ser que a lo mejor nos traiga a Cádiz dos docenas de navíos.
—Dos docenas, no, hombre —dijo—; eso es mucho. Dos navíos, o quizás tres. En fin, yo creo que he hecho muy bien en venir a la escuadra. Ella estará furiosa y me volverá loco cuando regrese; pero… yo creo, lo repito, que he hecho muy bien en embarcarme».
Dicho esto se apartó de mí. Un instante después le vi sentado en un rincón de la cámara. Estaba rezando, y movía las cuentas del rosario con mucho disimulo, porque no quería que le vieran ocupado en tan devoto ejercicio. Yo presumí por sus últimas palabras que mi amo había perdido el seso, y viéndole rezar me hice cargo de la debilidad de su espíritu, que en vano se había esforzado por sobreponerse a la edad cansada, y no pudiendo sostener la lucha, se dirigía a Dios en busca de misericordia. Doña Francisca tenía razón. Mi amo, desde hace muchos años, no servía más que para rezar.
Conforme a lo acordado nos trasbordamos. D. Rafael y Marcial, como los demás oficiales heridos, fueron bajados en brazos a una de las lanchas, con mucho trabajo, por robustos marineros. Las fuertes olas estorbaban mucho esta operación; pero al fin se hizo, y las dos embarcaciones se dirigieron al
Rayo
. La travesía de un navío a otro fue malísima; mas, al fin, aunque hubo momentos en que a mí me parecía que la embarcación iba a desaparecer para siempre, llegamos al costado del
Rayo
, y con muchísimo trabajo subimos la escala.
«Hemos salido de Guatemala para entrar en Guatepeor —dijo Marcial cuando le pusieron sobre cubierta—. Pero donde manda capitán no manda marinero. A este condenado le pusieron
Rayo
por mal nombre. Él dice que entrará en Cádiz antes de media noche, y yo digo que no entra. Veremos a ver.
—¿Qué dice usted, Marcial, que no llegaremos? —pregunté con mucho afán.
—Usted, Sr. Gabrielito, no entiende de esto.
—Es que cuando mi señor D. Alonso y los oficiales del
Santa Ana
creen que el
Rayo
entrará esta noche, por fuerza tiene que entrar. Ellos que lo dicen, bien sabido se lo tendrán.
—Y tú no sabes,
sardiniya
, que esos señores de popa se
candilean
(se equivocan) más fácilmente que nosotros los marinos de combés. Si no, ahí tienes al jefe de toda la escuadra,
Mr. Corneta
, que cargue el diablo con él. Ya ves como no ha tenido ni tanto así
de idea
para mandar la acción. ¿Piensas tú que si
Mr. Corneta
hubiera hecho lo que yo decía se hubiera perdido la batalla?
—¿Y usted cree que no llegaremos a Cádiz?
—Digo que este navío es más pesado que el mismo plomo, y además traicionero. Tiene mala andadura, gobierna mal y parece que está cojo, tuerto y manco como yo, pues si le echan la caña para aquí, él va para allí».
En efecto: el
Rayo
, según opinión general, era un barco de malísimas condiciones marineras. Pero a pesar de esto y de su avanzada edad, que frisaba en los cincuenta y seis años, como se hallaba en buen estado, no parecía correr peligro alguno, pues si el vendaval era cada vez mayor, también el puerto estaba cerca. De todos modos, ¿no era lógico suponer que mayor peligro corría el
Santa Ana
, desarbolado, sin timón, y obligado a marchar a remolque de una fragata?
Marcial fue puesto en el sollado, y Malespina en la cámara. Cuando le dejamos allí con los demás oficiales heridos, escuché una voz que reconocí, aunque al punto no pude darme cuenta de la persona a quien pertenecía. Acerqueme al grupo de donde salía aquella charla retumbante, que dominaba las demás voces, y quedé asombrado, reconociendo al mismo D. José María Malespina en persona. Corrí a él para decirle que estaba su hijo, y el buen padre suspendió la sarta de mentiras que estaba contando para acudir al lado del joven herido. Grande fue su alegría encontrándole vivo, pues había salido de Cádiz porque la impaciencia le devoraba, y quería saber su paradero a todo trance.
«Eso que tienes no es nada —dijo abrazando a su hijo—: un simple rasguño. Tú no estás acostumbrado a sentir heridas; eres una dama, Rafael. ¡Oh!, si cuando la guerra del Rosellón hubieras estado en edad de ir allá conmigo, habrías visto lo bueno. Aquéllas sí eran heridas. Ya sabes que una bala me entró por el antebrazo, subió hacia el hombro, dio la vuelta por toda la espalda, y vino a salir por la cintura. ¡Oh, qué herida tan singular!, pero a los tres días estaba sano, mandando la artillería en el ataque de Bellegarde».
Después explicó el motivo de su presencia a bordo del
Rayo
, de este modo:
«El 21 por la noche supimos en Cádiz el éxito del combate. Lo dicho, señores: no se quiso hacer caso de mí cuando hablé de las reformas de la artillería, y aquí tienen los resultados. Pues bien: en cuanto lo supe y me enteré de que había llegado en retirada Gravina con unos cuantos navíos, fui a ver si entre ellos venía el
San Juan
, donde estabas tú; pero me dijeron que había sido apresado. No puedo pintar a ustedes mi ansiedad: casi no me quedaba duda de tu muerte, mayormente desde que supe el gran número de bajas ocurridas en tu navío. Pero yo soy hombre que llevo las cosas hasta el fin, y sabiendo que se había dispuesto la salida de algunos navíos con objeto de recoger los desmantelados y rescatar los prisioneros, determiné salir pronto de dudas, embarcándome en uno de ellos. Expuse mi pretensión a Solano, y después al mayor general de la escuadra, mi antiguo amigo Escaño, y no sin escrúpulo me dejaron venir. A bordo del
Rayo
, donde me embarqué esta mañana, pregunté por ti, por el
San Juan
; mas nada consolador me dijeron, sino, por el contrario, que Churruca había muerto, y que su navío, después de batirse con gloria, había caído en poder de los enemigos. ¡Figúrate cuál sería mi ansiedad! ¡Qué lejos estaba hoy, cuando rescatamos al
Santa Ana
, de que tú te hallabas en él! A saberlo con certeza, hubiera redoblado mis esfuerzos en las disposiciones que di con permiso de estos señores, y el navío de Álava habría quedado libre en dos minutos».
Los oficiales que le rodeaban mirábanle con sorna oyendo el último jactancioso concepto de D. José María. Por sus risas y cuchicheos comprendí que durante todo el día se habían divertido con los embustes de aquel buen señor, quien no ponía freno a su voluble lengua, ni aun en las circunstancias más críticas y dolorosas.
El cirujano dijo que convenía dejar reposar al herido, y no sostener en su presencia conversación alguna, sobre todo si ésta se refería al pasado desastre. D. José María, que tal oyó, aseguró que, por el contrario, convenía reanimar el espíritu del enfermo con la conversación.
«En la guerra del Rosellón, los heridos graves (y yo lo estuve varias veces) mandábamos a los soldados que bailasen y tocasen la guitarra en la enfermería, y seguro estoy de que este tratamiento nos curó más pronto que todos los emplastos y botiquines.