Esto pasaba en el combés. Alcé la vista al alcázar de popa, y vi que el general Cisneros había caído. Precipitadamente le bajaron dos marineros a la cámara. Mi amo continuaba inmóvil en su puesto; pero de su brazo izquierdo manaba mucha sangre. Corrí hacia él para auxiliarle, y antes que yo llegase, un oficial se le acercó, intentando convencerle de que debía bajar a la cámara. No había éste pronunciado dos palabras, cuando una bala le llevó la mitad de la cabeza, y su sangre salpicó mi rostro. Entonces, D. Alonso se retiró, tan pálido como el cadáver de su amigo, que yacía mutilado en el piso del alcázar.
Cuando bajó mi amo, el comandante quedó solo arriba, con tal presencia de ánimo que no pude menos de contemplarle un rato, asombrado de tanto valor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, la mirada ardiente, la acción enérgica, permanecía en su puesto dirigiendo aquella acción desesperada que no podía ganarse ya. Tan horroroso desastre había de verificarse con orden, y el comandante era la autoridad que reglamentaba el heroísmo. Su voz dirigía a la tripulación en aquella contienda del honor y la muerte.
Un oficial que mandaba en la primera batería subió a tomar órdenes, y antes de hablar cayó muerto a los pies de su jefe; otro guardia marina que estaba a su lado cayó también mal herido, y Uriarte quedó al fin enteramente solo en el alcázar, cubierto de muertos y heridos. Ni aun entonces se apartó su vista de los barcos ingleses ni de los movimientos de nuestra artillería; y el imponente aspecto del alcázar y toldilla, donde agonizaban sus amigos y subalternos, no conmovió su pecho varonil ni quebrantó su enérgica resolución de sostener el fuego hasta perecer. ¡Ah!, recordando yo después la serenidad y estoicismo de D. Francisco Javier Uriarte, he podido comprender todo lo que nos cuentan de los heroicos capitanes de la antigüedad. Entonces no conocía yo la palabra
sublimidad
; pero viendo a nuestro comandante comprendí que todos los idiomas deben tener un hermoso vocablo para expresar aquella grandeza de alma que me parecía favor rara vez otorgado por Dios al hombre miserable.
Entre tanto, gran parte de los cañones había cesado de hacer fuego, porque la mitad de la gente estaba fuera de combate. Tal vez no me hubiera fijado en esta circunstancia, si habiendo salido de la cámara, impulsado por mi curiosidad, no sintiera una voz que con acento terrible me dijo: «¡Gabrielillo, aquí!»
Marcial me llamaba: acudí prontamente, y le hallé empeñado en servir uno de los cañones que habían quedado sin gente. Una bala había llevado a Medio-hombre la punta de su pierna de palo, lo cual le hacía decir:
«Si llego a traer la de carne y hueso…»
Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero, gravemente herido, se esforzaba en seguir sirviendo la pieza.
«Compadre —le dijo Marcial—, ya tú no puedes ni encender una colilla».
Arrancó el botafuego de manos del herido y me lo entregó diciendo:
«Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua».
Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa que le fue posible, ayudado de un grumete que estaba casi ileso; lo cebaron y apuntaron; ambos exclamaron «fuego»; acerqué la mecha, y el cañón disparó.
Se repitió la operación por segunda y tercera vez, y el ruido del cañón, disparado por mí, retumbó de un modo extraordinario en mi alma. El considerarme, no ya espectador, sino actor decidido en tan grandiosa tragedia, disipó por un instante el miedo, y me sentí con grandes bríos, al menos con la firme resolución de aparentarlos. Desde entonces conocí que el heroísmo es casi siempre una forma del pundonor. Marcial y otros me miraban: era preciso que me hiciera digno de fijar su atención.
«¡Ah! —decía yo para mí con orgullo—. Si mi amita pudiera verme ahora… ¡Qué valiente estoy disparando cañonazos como un hombre!… Lo menos habré mandado al otro mundo dos docenas de ingleses».
Pero estos nobles pensamientos me ocuparon muy poco tiempo, porque Marcial, cuya fatigada naturaleza comenzaba a rendirse después de su esfuerzo, respiro con ansia, se secó la sangre que afluía en abundancia de su cabeza, cerró los ojos, sus brazos se extendieron con desmayo, y dijo:
«No puedo más: se me sube la pólvora a la toldilla (la cabeza). Gabriel, tráeme agua».
Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje, bebió con ansia. Pareció tomar con esto nuevas fuerzas: íbamos a seguir, cuando un gran estrépito nos dejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado por la fogonadura, cayo sobre el combés, y tras él el de mesana. El navío quedó lleno de escombros y el desorden fue espantoso.
Felizmente quedé en hueco y sin recibir más que una ligera herida en la cabeza, la cual, aunque me aturdió al principio, no me impidió apartar los trozos de vela y cabos que habían caído sobre mí. Los marineros y soldados de cubierta pugnaban por desalojar tan enorme masa de cuerpos inútiles, y desde entonces sólo la artillería de las baterías bajas sostuvo el fuego. Salí como pude, busqué a Marcial, no le hallé, y habiendo fijado mis ojos en el alcázar, noté que el comandante ya no estaba allí. Gravemente herido de un astillazo en la cabeza, había caído exánime, y al punto dos marineros subieron para trasladarle a la cámara. Corrí también allá, y entonces un casco de metralla me hirió en el hombro, lo que me asustó en extremo, creyendo que mi herida era mortal y que iba a exhalar el último suspiro. Mi turbación no me impidió entrar en la cámara, donde por la mucha sangre que brotaba de mi herida me debilité, quedando por un momento desvanecido.
En aquel pasajero letargo, seguí oyendo el estrépito de los cañones de la segunda y tercera batería, y después una voz que decía con furia:
«¡Abordaje!… ¡las picas!… ¡las hachas!»
Después la confusión fue tan grande, que no pude distinguir lo que pertenecía a las voces humanas en tal descomunal concierto. Pero no sé cómo, sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice cargo de que se creía todo perdido, y de que los oficiales se hallaban reunidos en la cámara para acordar la rendición; y también puedo asegurar que si no fue invento de mi fantasía, entonces trastornada, resonó en el combés una voz que decía: «¡El
Trinidad
no se rinde». De fijo fue la voz de Marcial, si es que realmente dijo alguien tal cosa.
Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre uno de los sofás de la cámara, con la cabeza oculta entre las manos en ademán de desesperación y sin cuidarse de su herida.
Acerqueme a él, y el infeliz anciano no halló mejor modo de expresar su desconsuelo que abrazándome paternalmente, como si ambos estuviéramos cercanos a la muerte. Él, por lo menos, creo que se consideraba próximo a morir de puro dolor, porque su herida no tenía la menor gravedad. Yo le consolé como pude, diciendo que si la acción no se había ganado, no fue porque yo dejara de matar bastante ingleses con mi cañoncito, y añadí que para otra vez seríamos más afortunados; pueriles razones que no calmaron su agitación.
Saliendo afuera en busca de agua para mi amo, presencié el acto de arriar la bandera, que aún flotaba en la cangreja, uno de los pocos restos de arboladura que con el tronco de mesana quedaban en pie. Aquel lienzo glorioso, ya agujereado por mil partes, señal de nuestra honra, que congregaba bajo sus pliegues a todos los combatientes, descendió del mástil para no izarse más. La idea de un orgullo abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores, no puede encontrar imagen más perfecta para representarse a los ojos humanos que la de aquel oriflama que se abate y desaparece como un sol que se pone. El de aquella tarde tristísima, tocando al término de su carrera en el momento de nuestra rendición, iluminó nuestra bandera con su último rayo.
El fuego cesó y los ingleses penetraron en el barco vencido.
Cuando el espíritu, reposando de la agitación del combate, tuvo tiempo de dar paso a la compasión, al frío terror producido por la vista de tan grande estrago, se presentó a los ojos de cuantos quedamos vivos la escena del navío en toda su horrenda majestad. Hasta entonces los ánimos no se habían ocupado más que de la defensa; mas cuando el fuego cesó, se pudo advertir el gran destrozo del casco, que, dando entrada al agua por sus mil averías, se hundía, amenazando sepultarnos a todos, vivos y muertos, en el fondo del mar. Apenas entraron en él los ingleses, un grito resonó unánime, proferido por nuestros marinos:
«¡A las bombas!»
Todos los que podíamos acudimos a ellas y trabajamos con ardor; pero aquellas máquinas imperfectas desalojaban una cantidad de agua bastante menor que la que entraba. De repente un grito, aún más terrible que el anterior, nos llenó de espanto. Ya dije que los heridos se habían transportado al último sollado, lugar que, por hallarse bajo la línea de flotación, está libre de la acción de las balas. El agua invadía rápidamente aquel recinto, y algunos marinos asomaron por la escotilla gritando:
«¡Que se ahogan los heridos!»
La mayor parte de la tripulación vaciló entre seguir desalojando el agua y acudir en socorro de aquellos desgraciados; y no sé qué habría sido de ellos, si la gente de un navío inglés no hubiera acudido en nuestro auxilio. Estos no sólo transportaron los heridos a la tercera y a la segunda batería, sino que también pusieron mano a las bombas, mientras sus carpinteros trataban de reparar algunas de las averías del casco.
Rendido de cansancio, y juzgando que Don Alonso podía necesitar de mí, fui a la cámara. Entonces vi a algunos ingleses ocupados en poner el pabellón británico en la popa del
Santísima Trinidad
. Como cuento con que el lector benévolo me ha de perdonar que apunte aquí mis impresiones, diré que aquello me hizo pensar un poco. Siempre se me habían representado los ingleses como verdaderos piratas o salteadores de los mares, gentezuela aventurera que no constituía nación y que vivía del merodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones; cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos, los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria.
En la cámara encontré a mi señor más tranquilo. Los oficiales ingleses que habían entrado allí trataban a los nuestros con delicada cortesía, y según entendí, querían trasbordar los heridos a algún barco enemigo. Uno de aquellos oficiales se acercó a mi amo como queriendo reconocerle, y le saludó en español medianamente correcto, recordándole una amistad antigua. Contestó D. Alonso a sus finuras con gravedad, y después quiso enterarse por él de los pormenores del combate.
«¿Pero qué ha sido de la reserva? ¿Qué ha hecho Gravina? —preguntó mi amo.
—Gravina se ha retirado con algunos navíos —contestó el inglés.
—De la vanguardia sólo han venido a auxiliarnos el
Rayo
y el
Neptuno
.
—Los cuatro franceses,
Duguay-Trouin
,
Mont-Blanc
,
Scipion
y
Formidable
, son los únicos que no han entrado en acción.