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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (58 page)

Mientras tanto, Caperucita había estado cogiendo flores, y cuando tuvo un ramillete tan grande que ya no podía añadir una flor más, acordóse de su abuelita y reemprendió presurosa el camino de su casa.

Extrañóle ver la puerta abierta; cuando entró en la habitación experimentó una sensación rara, y pensó: «¡Dios mío, qué angustia siento! Y con lo bien que me encuentro siempre en casa de mi abuelita».

Gritó:

—¡Buenos días!

Pero no obtuvo respuesta. Se acercó a la cama, descorrió las cortinas y vio a la abuela, hundida la cofia de modo que le tapaba casi toda la cara y con un aspecto muy extraño.

—¡Ay, abuelita! ¡Qué orejas más grandes tienes!

—Así te oigo mejor.

—¡Ay, abuelita, vaya manos tan grandes que tienes!

—Así puedo cogerte mejor.

—¡Pero, abuelita! ¡Qué boca más terriblemente grande!

—¡Es para tragarte mejor!

Y, diciendo esto, el lobo saltó de la cama y se tragó a la pobre Caperucita Roja.

Cuando el mal bicho estuvo harto, se metió nuevamente en la cama y se quedó dormido roncando ruidosamente.

He aquí que acertó a pasar por allí el cazador, el cual pensó: «¡Caramba, cómo ronca la anciana! Voy a entrar, no fuera que le ocurriese algo!». Entró en el cuarto y, al acercarse a la cama, vio al lobo que dormía en ella.

—¡Ajá! ¡Por fin te encuentro, viejo bribón! —exclamó—. ¡No llevo poco tiempo buscándote!

Y se disponía ya a dispararle un tiro, cuando se le ocurrió que tal vez la fiera habría devorado a la abuelita y que quizás estuviese aún a tiempo de salvarla.

Dejó pues la escopeta y, con unas tijeras, se puso a abrir la barriga de la fiera dormida.

A los primeros tijeretazos, vio brillar la caperucita roja, y poco después saltó fuera la niña exclamando:

—¡Ay, qué susto he pasado! ¡Y qué oscuridad en el vientre del lobo!

A continuación salió también la abuelita, viva aún, aunque casi ahogada. Caperucita Roja corrió a buscar gruesas piedras, y con ellas llenaron la barriga del lobo. Éste, al despertarse, trató de escapar; pero las piedras pesaban tanto, que cayó al suelo muerto.

Los tres estaban la mar de contentos. El cazador despellejó al lobo y se marchó con la piel; la abuelita se comió el pastel, se bebió el vino que Caperucita le había traído y se sintió muy restablecida. Y, entretanto, la niña pensaba: «Nunca más, cuando vaya sola, me apartaré del camino desobedeciendo a mi madre».

Y cuentan también que otro día que Caperucita llevó un asado a su anciana abuelita, un lobo intentó de nuevo desviarla de su camino. Mas la niña se guardó muy bien de hacerlo y siguió derechita, y luego contó a la abuela que se había encontrado con el lobo, el cual le había dado los buenos días pero mirándola con unos ojos muy aviesos.

—A buen seguro que si no llegamos a estar en pleno camino me devora.

—Ven —dijo la abuelita—, cerraremos la puerta bien para que no pueda entrar.

No tardó mucho tiempo en presentarse el muy bribonazo gritando:

—Ábreme, abuelita; soy Caperucita Roja, que te traigo asado.

Pero las dos se estuvieron calladas, sin abrir. El lobo dio varias vueltas a la casa y, al fin, se subió de un brinco al tejado, dispuesto a aguardar a que la niña saliese al anochecer para volver a casa; entonces la seguiría disimuladamente y la devoraría en la oscuridad.

Pero la abuelita le adivinó las intenciones. He aquí que delante de la casa había una gran artesa de piedra, y la anciana dijo a la pequeña:

—Coge el cubo, Caperucita; ayer cocí salchichas; ve a verter el agua en que las cocí.

Hízolo así Caperucita, y repitió el viaje hasta que la artesa estuvo llena. El olor de las salchichas subió hasta el olfato del lobo, que se puso a husmear y a mirar abajo; al fin, alargó tanto el cuello que perdió el equilibrio, resbaló del tejado, cayó de lleno en la gran artesa y se ahogó.

Caperucita se volvió tranquilamente a casita sin que nadie le tocase ni un pelo.

La campesina prudente

E
RASE una vez un pobre campesino que sólo tenía una casita, en la que vivía con su única hija.

Díjole ésta:

—Deberíamos pedir al Señor Rey un trocito de tierra baldía.

Al conocer el Rey su mísera situación, les regaló un trozo de prado que padre e hija labraron con la idea de plantar en él un poco de grano.

Cuando ya casi lo tenían todo arado, encontraron en la tierra un almirez de oro puro.

—Oye —dijo el padre a la muchacha—, puesto que el Señor Rey ha sido tan bondadoso al regalarnos este campo, nuestro deber es entregarle este almirez.

Pero la hija se opuso, diciendo:

—Padre, tenemos el almirez, pero no la mano, y querrán que entreguemos también ésta; por consiguiente, más vale callar.

Pero el hombre no quiso escuchar su consejo y, cogiendo el almirez, lo llevó al Señor Rey diciéndole que lo habían encontrado en su terruño y que se lo entregaba como muestra de respeto.

Tomó el Rey el almirez y preguntó al campesino si no había encontrado nada más.

—No —respondió el buen hombre; y entonces le replicó el Rey que debía traerle la mano del almirez.

Contestó el labrador que no la habían hallado, pero de nada le sirvió; era como si el viento se llevase sus palabras.

Fue encerrado en la cárcel, en la que estaría hasta entregar la mano de almirez. Cada vez que los carceleros le llevaban el pan y el agua, que constituían el sustento de los presos, oían gritar al campesino:

—¡Ay! ¡Por qué no escuché a mi hija! ¡Por qué no escuché a mi hija!

Hasta que fueron al Rey y le contaron lo que el hombre decía sin parar, y que se negaba a comer y beber.

Entonces el Rey ordenó que condujesen al detenido a su presencia, y preguntóle por qué gritaba continuamente: «¡Ay, si hubiese escuchado a mi hija!».

—¿Qué es lo que dijo ella?

—Me aconsejó que no os trajese el almirez, ya que si lo hacía me exigiríais también la mano.

—Puesto que tienes una hija tan inteligente, quiero conocerla.

Y la muchacha hubo de comparecer ante el Rey, el cual le dijo que ya que era tan lista le plantearía un acertijo, y si lo descifraba se casaría con ella. Avínose la moza, diciendo que lo acertaría.

El Rey se expresó del siguiente modo:

—Preséntate ante mí ni vestida ni desnuda, ni a caballo ni en coche, ni por el camino ni por fuera del camino. Si eres capaz de hacerlo, me casaré contigo.

Retiróse ella y se desnudó completamente, con lo cual no estaba vestida; cogió luego una gran red de pesca y, metiéndose en ella, se envolvió bien, por lo que no estaba ya desnuda. Alquiló a continuación un asno, le ató a la cola la red y obligó al animal a arrastrarla, con lo cual avanzó ella ni a caballo ni en coche. Además, el asno hubo de caminar por dentro de la rodera, por lo que ella no tocaba el suelo sino con el dedo gordo del pie, y no iba ni por el camino ni fuera de él.

Al llegar a palacio, confesó el Rey que había acertado el enigma, y que la condición quedaba cumplida. Dio la libertad a su padre y, tomándola a ella por esposa, hízola dueña y señora de todo el patrimonio real.

Transcurrieron varios años, y un día el Señor Rey salió a pasar revista. Varios campesinos con sus carros se estacionaron frente al palacio, donde habían vendido sus cargas de leña; algunas de las carretas iban tiradas por bueyes; otras, por caballos.

Uno de los campesinos venía con tres yeguas, y una de ellas tuvo un potrito que se escapó y fue a meterse entre dos bueyes que tiraban de un carro. Los labriegos empezaron entonces a reñir, pelearse y alborotar, porque el dueño de los bueyes sostenía que éstos habían tenido el potrillo y, por tanto, quería quedarse con él, mientras el otro afirmaba que el potrito era hijo de su yegua y, en consecuencia, le pertenecía.

El alboroto llegó a oídos del Rey, el cual sentenció que el potrito se quedase donde lo habían encontrado, con lo cual pasó a ser propiedad del dueño de los bueyes contra toda razón.

Marchóse el otro llorando y lamentándose por la pérdida de su caballito; pero, enterado de que la Señora Reina era compasiva y procedía del pueblo, presentóse a ella y le rogó que le ayudase a recuperar su potrito.

—Te ayudaré, si me prometéis no descubrirme. Mañana por la mañana, cuando el Rey salga a pasar revista, te pones en medio de la carretera por la que él ha de pasar provisto de una red de pesca y haces como si pescaras, sacudiéndola y vertiéndola cual si estuviese llena de peces.

A continuación díjole lo que debía responder al Rey cuando éste le preguntase.

Y he aquí que al otro día nuestro campesino se fue a «pescar» en aquel lugar seco. Al pasar el Rey y verlo, envió a uno de sus seguidores a averiguar qué estaba haciendo allí aquel loco. El cual respondió:

—Estoy pescando.

Preguntóle el mensajero cómo podía pescar en un sitio donde no había agua, y le replicó el campesino:

—Del mismo modo que dos bueyes pueden tener un potro, yo puedo pescar en un lugar seco.

El criado fue a transmitir la respuesta al Rey. Éste hizo venir al labrador y le dijo que aquella respuesta no era suya; ¿de quién era pues? ¡Y cuidado con lo que respondía! Pero el hombre juró y porfió que era suya.

Tendiéronle entonces sobre un haz de paja y lo azotaron y atormentaron hasta que se decidió a confesar que la respuesta era de la Reina.

Al llegar el Rey a palacio, dijo a su esposa:

—Ya que has sido falsa, no te quiero más por mujer. Conmigo has terminado; vuélvete al lugar de donde viniste, a tu choza del campo.

Sin embargo, autorizóla a llevarse lo mejor y lo que más quisiera; sería su despedida.

Dijo ella:

—Sí, querido esposo, haré lo que me mandas.

Y, arrojándose sobre él y besándolo, le dijo que quería despedirse. Mandó luego qué trajesen un fuerte somnífero, para brindar con él por la despedida. El Rey se bebió un copioso trago, pero ella apenas lo probó.

Así, el marido no tardó en quedar sumido en un sueño profundo, y entonces la Reina ordenó a un criado que envolviese al Señor Rey en un precioso lienzo blanco y que entre varios lo llevasen al coche que aguardaba en la puerta; y de este modo se trasladó a su pobre casita.

Allí lo puso en su cama, donde siguió durmiendo muchas horas hasta que, al fin, despertó y, mirando a su alrededor, dijo:

—¡Dios santo! ¿Dónde estoy?

Y llamó a sus criados; pero no compareció ninguno.

Al cabo de un rato acercóse su esposa y le dijo:

—Mi querido Señor Rey, me mandasteis que me llevase lo mejor y lo que yo más quisiera de palacio; y como para mí, lo mejor y lo que más quiero sois vos, os llevé conmigo.

Llenáronsele al Rey los ojos de lágrimas y exclamó:

—¡Querida esposa, tú debes ser mía y yo tuyo!

Y la condujo nuevamente a palacio y se volvió a casar con ella; y seguramente viven todavía.

El doctor Sabelotodo

E
RASE una vez un pobre labrador, llamado Cangrejo. Un día fue a la ciudad, guiando una carreta de bueyes cargada de leña, y la vendió a un doctor por dos ducados. Éste le pagó mientras estaba sentado a la mesa; y, viendo el leñador lo bien que comía y bebía, entróle envidia y pensó que también él quisiera ser doctor.

Permaneció unos momentos indeciso y, al cabo, preguntó si no podría ser él doctor.

—¡Ya lo creo! —respondióle el otro—. Nada más fácil.

—¿Qué debo hacer, pues? —inquirió el campesino.

—Ante todo, te compras una cartilla de esas que tienen pintado un gallo; en segundo lugar, vendes tu carreta y los bueyes y, con lo que saques, te compras vestidos y las demás cosas propias del oficio de doctor; y, finalmente, te mandas pintar un rótulo que diga: «Soy el doctor Sabelotodo», y lo clavas en la puerta de tu casa.

El campesino lo hizo todo al pie de la letra. Y he aquí que cuando ya llevaba ejerciendo una temporadita, no muy larga, a un gran señor le robaron una cantidad de dinero. Como alguien le hablara de un cierto doctor Sabelotodo, que vivía en tal y cual pueblo, y que seguramente sabría dónde estaba el dinero robado, mandó enganchar el coche, se fue a aquel pueblo, presentóse en su casa y le preguntó si era el doctor Sabelotodo.

Así era, en efecto. Entonces le rogó que se fuese con él para recuperar el dinero sustraído.

—Muy bien, pero a condición de que me acompañe Margarita, mi mujer.

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