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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (27 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Sin ver siquiera que la Muerte le dirigía miradas furibundas y que, alzando la mano, amenazaba con el puño cerrado, levantó a la enferma y la puso de manera que le quedase la cabeza donde antes tenía los pies. Diole luego la hierba, y al momento un rubor tiñó las mejillas de la princesita, y la vida volvió a palpitar en ella.

La Muerte, al verse defraudada por segunda vez y privada de lo que era suyo, dirigióse a grandes zancadas al encuentro del médico y le dijo:

—Estás perdido; te ha llegado la hora.

Y, sujetándolo con su gélida mano con fuerza tal que el mozo no pudo oponer resistencia, lo condujo a una caverna bajo tierra.

Vio allí miles y miles de luces en hileras infinitas; unas ardían con poderosa llama; otras, con llama mediana; y, por fin, otras con una pequeña llamita. Continuamente se apagaban algunas y se encendían otras, como en una danza de luces.

—Estas llamas que ves —dijo la Muerte— son las vidas de los humanos. Las grandes corresponden a los niños; las medianas, a los adultos que están en la plenitud de sus años; las débiles son de los ancianos. Pero también hay niños y jóvenes que sólo tienen una lucecita.

—Y la mía, ¿cuál es? —preguntó el médico, pensando que sería una muy grande.

Pero la Muerte le mostró una velilla a punto de apagarse:

—Ahí la tienes.

—¡Querida madrina! —exclamó el médico asustado—, ¡enciéndeme una nueva, hazlo por mí, para que pueda disfrutar de mi vida, para que pueda ser rey y casarme con la princesita!

—No está en mi poder el hacerlo —respondió la Muerte—; no puede empezar a arder una nueva sin que se haya extinguido otra antigua.

—Pues aplica la vieja a otra nueva, que prenda en el momento en que se apague aquélla —suplicó el médico.

La Muerte hizo como si quisiera satisfacer su deseo, y trajo una vela nueva y larga; pero como quería vengarse, descuidóse intencionadamente al cambiarla, y la velita débil cayó al suelo y se apagó. En el mismo momento desplomóse el médico, quedando en manos de la Muerte.

El viejo «Sultán»

U
N campesino tenía un perro muy fiel llamado «Sultán», que se había hecho viejo en su servicio y ya no le quedaban dientes para sujetar su presa.

Un día, estando el labrador con su mujer en la puerta de la casa, dijo:

—Mañana mataré al viejo «Sultán»; ya no sirve para nada.

La mujer, compadecida del fiel animal, respondió:

—Nos ha servido durante tantos años, siempre con tanta lealtad, que bien podríamos darle ahora el pan de limosna.

—¡Qué dices, mujer! —replicó el campesino—. ¡Tú no estás en tus cabales! No le queda un colmillo en la boca, ningún ladrón le teme; ya ha terminado su misión. Si nos ha servido, tampoco le ha faltado su buena comida.

El pobre perro, que estaba tendido a poca distancia tomando el sol, oyó la conversación y entróle una gran tristeza al pensar que el día siguiente sería el último de su vida.

Tenía en el bosque un buen amigo, el lobo, y al caer la tarde se fue a verlo para contarle la suerte que le esperaba.

—Ánimo, compadre —le dijo el lobo—, yo te sacaré del apuro. Se me ha ocurrido una idea. Mañana, de madrugada, tu amo y su mujer saldrán a buscar hierba y tendrán que llevarse a su hijito, pues no quedará nadie en casa. Mientras trabajan, acostumbran dejar al niño a la sombra del vallado. Tú te pondrás a su lado, como para vigilarlo. Yo saldré del bosque y robaré la criatura, y tú simularás que sales en mi persecución. Entonces, yo soltaré al pequeño, y los padres, pensando que lo has salvado, no querrán causarte ya ningún daño, pues son gente agradecida; antes, al contrario, en adelante te tratarán a cuerpo de rey y no te faltará nada.

Parecióle bien al perro la combinación, y las cosas discurrieron tal como habían sido planeadas. El padre prorrumpió en grandes gritos al ver que el lobo escapaba con su hijo; pero cuando el viejo «Sultán» le trajo al pequeñuelo sano y salvo, acariciando contentísimo al animal, le dijo:

—Nadie tocará un pelo de tu piel, y no te faltará el sustento mientras vivas —luego se dirigió a su esposa—. Ve a casa en seguida y le cueces a «Sultán» unas sopas de pan, que ésas no necesita mascarlas, y le pones en su yacija la almohada de mi cama; se la regalo.

Y, desde aquel día, «Sultán» se dio una vida de príncipe.

Al poco tiempo acudió el lobo a visitarlo, felicitándolo por lo bien que había salido el ardid.

—Pero, compadre —añadió—, ahora será cosa de que hagas la vista gorda cuando se me presente oportunidad de llevarme una oveja de tu amo. Hoy en día resulta muy difícil ganarse la vida.

—Con eso no cuentes —respondióle el perro—; yo soy fiel a mi dueño, y en esto no puedo transigir.

El lobo pensó que no hablaba en serio y, al llegar la noche, presentóse callandito, con ánimo de robar una oveja; pero el campesino, a quien el leal «Sultán» había revelado los propósitos de la fiera, estaba al acecho armado del mayal, y le dio una paliza que no le dejó hueso sano.

El lobo escapó con el rabo entre las piernas; pero le gritó al perro:

—¡Espera, mal amigo, me la vas a pagar!

A la mañana siguiente, el lobo envió al jabalí en busca del perro, con el encargo de citarlo en el bosque para arreglar sus diferencias. El pobre «Sultán» no encontró más auxiliar que un gato que sólo tenía tres patas y, mientras se dirigían a la cita, el pobre minino tenía que andar a saltos, enderezando el rabo cada vez del dolor que aquel ejercicio le causaba.

El lobo y el jabalí estaban ya en el lugar convenido, aguardando al can; pero, al verlo de lejos, creyeron que blandía un sable, pues tal les pareció la cola enhiesta del gato.

En cuanto a éste, que avanzaba a saltos sobre sus tres patas, pensaron que cada vez cogía una piedra para arrojársela después. A los dos compinches les entró miedo; el jabalí se escurrió entre la maleza, y el lobo se encaramó a un árbol.

Al llegar el perro y el gato, extrañáronse de no ver a nadie. El jabalí, empero, no había podido ocultarse del todo entre las matas y le salían las orejas. El gato, al dirigir en torno una cautelosa mirada, vio algo que se movía y, pensando que era un ratón, pegó un brinco y le mordió con toda su fuerza. El jabalí echó a correr chillando desaforadamente y gritando:

—¡El culpable está en el árbol!

Gato y perro levantaron la mirada y descubrieron al lobo que, avergonzado de haberse comportado tan cobardemente, hizo las paces con «Sultán».

El morral, el sombrerillo y el cuerno

E
RASE que se eran tres hermanos; las cosas les habían ido de mal en peor, y al final su miseria era tan grande, que ya nada les quedaba donde hincar el diente. Dijeron entonces:

—Así no podemos seguir; mejor será que nos vayamos por esos mundos a probar fortuna.

Pusiéronse, pues, en camino y recorrieron muchos lugares y pisaron mucha hierba, sin que por ninguna parte se les presentase la buena suerte.

De este modo llegaron un día a un dilatado bosque, en medio del cual se alzaba una montaña, y al acercarse vieron que toda ella era de plata.

Dijo entonces el mayor:

—Ya he encontrado la fortuna que deseaba, y no aspiro a otra mayor.

Cogió toda la plata con que pudo cargar y se volvió a casa. Pero los otros dos dijeron:

—A la fortuna le pedimos algo más que plata.

Y, sin tocar el metal, siguieron su ruta.

Al cabo de otras dos o tres jornadas de marcha llegaron a una montaña, que era de oro puro. El segundo hermano se detuvo y se puso a reflexionar; estaba indeciso: «¿Qué debo hacer? —preguntábase—. ¿Tomar todo el oro que necesito para el resto de mi vida, o seguir adelante?».

Decidióse al fin; se llenó los bolsillos del metal, se despidió de su hermano y regresó a su casa.

El tercero reflexionó así: «El oro y la plata no me dicen gran cosa. Seguiré buscando la fortuna; tal vez me reserve algo mejor».

Siguió caminando, y a los tres días llegó a un bosque, más vasto aún que el anterior; no se terminaba nunca, y como no encontrara nada de comer ni de beber, el mozo se vio en trance de morir de hambre.

Trepó entonces a un alto árbol para ver si descubría el límite de aquella selva; pero las copas de los árboles se extendían hasta el infinito. Se dispuso a bajar al suelo, mientras pensaba atormentado por el hambre: «¡Si por lo menos pudiese llenarme la tripa!».

Y he aquí que, al tocar el suelo, vio con asombro debajo del árbol una mesa magníficamente puesta, cubierta de abundantes viandas que despedían un agradable tufillo. «Por esta vez —pensó—, mis deseos se cumplen en el momento oportuno». Y, sin pararse a considerar quién había guisado y servido aquel banquete, acercóse a la mesa y comió hasta saciarse.

Cuando hubo terminado, ocurriósele una idea: «Sería lástima que este lindo mantel se perdiese y estropease el bosque». Y, después de doblarlo cuidadosamente, lo guardo en su morral.

Reemprendió luego el camino hasta el anochecer, en que volviendo a acuciarle el hambre, quiso poner el mantel a prueba. Lo extendió y dijo:

—Quisiera que volvieses a cubrirte de buenos manjares.

Y apenas hubo expresado su deseo, el lienzo quedó cubierto de platos llenos de sabrosísimas viandas. «Ahora veo —dijo— en qué cocina guisan para mí. Mejor es esto que el oro y la plata», pues se daba perfecta cuenta de que había encontrado una mesa prodigiosa.

Pero considerando que aquel mantel no era aún un tesoro suficiente para poder retirarse a vivir en su casa con tranquilidad y holgura, continuó sus andanzas siempre en pos de la fortuna.

Un anochecer se encontró, en un bosque solitario, con un carbonero todo tiznado y cubierto de polvo negro, que estaba haciendo carbón y tenía al fuego unas patatas destinadas a su cena.

—¡Buenas noches, mirlo negro! —le dijo saludándolo—. ¿Qué tal lo pasas tan solito?

—Pues todos los días igual, y cada noche patatas para cenar —respondió el carbonero—. Si te apetecen, te invito.

—¡Muchas gracias! —dijo el viajero—, no quiero privarte de tu comida; tú no esperabas invitados. Pero si te contentas con lo que yo pueda ofrecerte, serás tú mi huésped.

—¿Y quién te traerá las viandas? Pues, por lo que veo, no llevas nada, y en dos horas a la redonda no hay quien pueda venderte comida.

—Así y todo —respondió el otro—, te voy a ofrecer una cena como jamás viste igual.

Y, sacando el mantel de la mochila, lo extendió en el suelo y dijo: «¡Mantelito, cúbrete!». Y en el acto aparecieron cocinados y guisados, todo caliente como si saliese de la cocina.

El carbonero abrió unos ojos como naranjas, pero no se hizo rogar, sino que alargó la mano y se puso a embaular tasajos como el puño.

Cenado que hubieron, el carbonero dijo con aire satisfecho:

—Oye, me gusta tu mantelito; me iría de perlas aquí en el bosque, donde nadie cuida de cocerme nada que sea apetitoso. Te propongo un cambio. Mira aquella mochila de soldado, colgada allí en el rincón; es verdad que es vieja y no tiene buen aspecto; pero posee virtudes prodigiosas. Como yo no la necesito, te la cambiaría por tu mantel.

—Primero tengo que saber qué prodigiosas virtudes son esas que dices —respondió el viajero.

—Te lo voy a decir —explicó el carbonero—. Cada vez que la golpees con la mano, saldrán un cabo y seis soldados armados de punta en blanco, que obedecerán cualquier orden que les des.

—Bien, si no tienes otra cosa —dijo el otro—, acepto el trato.

Dio el mantel al carbonero, descolgó la mochila del gancho y, colgándosela al hombro, se despidió.

Después de haber andado un trecho, quiso probar las virtudes maravillosas de la mochila y le dio unos golpes. Inmediatamente aparecieron los siete guerreros, preguntando el cabo:

—¿Qué ordena Su Señoría?

—Volved al encuentro del carbonero, a marchas forzadas, y exigidle que os entregue el mantelito.

Los soldados dieron media vuelta a la izquierda, y al poco rato estaban de regreso con el mantel que, sin gastar cumplidos, habían quitado al carbonero. Mandóles entonces que se retirasen y prosiguió la ruta, confiando en que la fortuna se le mostraría aún más propicia.

A la puesta del sol llegó al campamento de otro carbonero, que estaba también cociendo su cena.

—Si quieres cenar conmigo patatas con sal, pero sin manteca, siéntate aquí —invitó el tiznado desconocido.

—No —rechazó él—. Por esta vez, tú serás mi invitado.

Y desplegó el mantel, que al instante quedó lleno de espléndidos manjares. Cenaron y bebieron juntos, con excelente humor, y luego dijo el carbonero:

—Allí, en aquel banco, hay un sombrerillo viejo y sobado, pero que tiene singulares propiedades. Cuando uno se lo pone y le da la vuelta en la cabeza, salen doce culebrinas puestas en hilera, que se ponen a disparar y derriban cuanto tienen por delante sin que nadie pueda resistir sus efectos. A mí, el sombrerillo de nada me sirve, y te lo cambiaría por el mantel.

—Sea en buena hora —respondió el mozo.

Y, cogiendo el sombrerillo, se lo encasquetó entregando al propio tiempo el mantel al carbonero.

Cuando había avanzado otro trecho, golpeó la mochila y mandó a los soldados que fuesen a recuperar el mantel. «Todo marcha a pedir de boca —pensó—. Y me parece que no estoy aún al cabo de mi fortuna».

Y no se equivocaba, pues al término de la jornada siguiente se encontró con un tercer carbonero quien, como los anteriores, lo invitó a cenar sus patatas sin adobar. Él le ofreció también una opípara cena a costa del mantel mágico, quedando el carbonero tan satisfecho, que le propuso trocar la tela por un cuerno dotado de virtudes mayores todavía que el sombrerillo.

Cuando lo tocaban, derrumbábanse murallas y baluartes y, al final, ciudades y pueblos quedaban reducidos a montones de escombros.

El joven aceptó el cambio, pero al poco rato envió a su tropa a reclamarlo, con lo que estuvo en posesión de la mochila, el sombrerillo y el cuerno. «Ahora —díjose— tengo hecha mi fortuna, y es hora de que vuelva a casa a ver qué tal les va a mis hermanos».

Al llegar a su pueblo, comprobó que sus hermanos, con la plata y el oro recogidos, se habían construido una hermosa casa y se daban la gran vida.

Presentóse a ellos, pero como iba con su mochila a la espalda, el tronado sombrerillo en la cabeza y una chaqueta medio desgarrada, se negaron a reconocerlo por hermano suyo. Decían, burlándose de él:

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