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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (13 page)

Nunca había estado en un hangar, pero era como en las películas: cavernoso. Había unos cuantos aviones pequeños aparcados en el interior, pero nos dirigimos, como Pam nos había indicado, hacia la gran puerta que había en la pared oeste. El reactor de Anubis estaba fuera, y los empleados uniformados de la compañía ya estaban cargando los ataúdes en las cintas transportadoras. Iban todos vestidos de negro, con la única concesión estética de la cabeza de un chacal en el pecho, un remilgo que hallaba irritante. Nos miraron casualmente, pero ninguno de ellos nos exigió ver ninguna identificación hasta que llegamos a la escalerilla que subía al avión.

Bobby Burnham estaba de pie frente a la escalerilla con un portapapeles. Como era de día, estaba claro que Bobby no era un vampiro, pero hacía gala de la palidez y la severidad que le hubieran podido confundir con uno. No lo había visto antes, pero sabía quién era, y él me identificó también, como pude saber directamente desde su mente. Pero eso no le impidió comprobar mi identidad en su maldita lista, mientras no perdía de vista a Amelia, como si fuese a convertirle en un enorme sapo de un momento a otro (eso también lo saqué directamente de la mente… de Amelia).

—Tendría que croar —le murmuré a Amelia, y ella sonrió.

Bobby se presentó, y cuando asentimos dijo:

—Su nombre está en la lista, señorita Stackhouse, pero el de la señorita Broadway no. Me temo que tendrá que llevar su propio equipaje. —A Bobby le encantaba su posición de poder.

Amelia susurraba algo entre dientes, y de repente Bobby farfulló:

—Yo le subiré el equipaje por la escalerilla, señorita Stackhouse. ¿Puede llevar la otra bolsa? Si no desea hacerlo, bajaré enseguida y la subiré yo. —El asombro de su expresión no tenía precio, pero traté de no regodearme demasiado. Amelia había jugado una baza bastante rastrera.

—Gracias, puedo sola —le tranquilicé, y cogí la bolsa que llevaba Amelia mientras él acometía la escalerilla con lo que más pesaba—. Amelia, serás canalla —dije, aunque para nada enfadada.

—¿Quién es este capullo? —inquirió.

—Bobby Burnham. Es la mano diurna de Eric. —Todos los vampiros de cierto rango tienen uno. Bobby era la última adquisición de Eric.

—¿Y qué hace? ¿Desempolvar ataúdes?

—No, hace recados, va al banco, recoge la ropa de la lavandería, trata con las instituciones del Estado que sólo abren de día y cosas así.

—Vamos, el chico de los recados.

—Bueno, sí. Pero es un chico de los recados importante.

Bobby ya bajaba la escalerilla, aún sorprendido de haberse mostrado tan educado y servicial.

—No le hagas nada más —dije, a sabiendas de que se lo estaba pensando.

Los ojos de Amelia brillaron antes de percibir lo que le estaba diciendo.

—Una pena —admitió—. Odio a los capullos con poder.

—¿Y quién no? Escucha, te veré dentro de una semana. Gracias por traerme hasta el aeropuerto.

—Tranqui. —Me dedicó una triste sonrisa—. Pásatelo bien y procura que nada te mate o te muerda.

La abracé impulsivamente y, al cabo de un segundo de sorpresa, me devolvió el abrazo.

—Cuida de Bob —le dije, antes de ascender por la escalerilla.

No podía evitar sentirme un poco nerviosa, ya que estaba cortando amarras con la vida que conocía, al menos temporalmente.

—Escoja asiento, señorita Stackhouse —indicó la empleada de Anubis Air que había en la cabina. Me cogió la bolsa y se la llevó. El interior del aparato no se parecía al de ningún otro avión exclusivo para humanos, o al menos eso era lo que aseguraba la web de Anubis. Su flota había sido modificada y equipada para el transporte de vampiros dormidos, dejando a los acompañantes humanos como segundo plato. Había zonas de carga para ataúdes a lo largo de las paredes, como plataformas de carga, y, en el extremo frontal del avión, tres filas de asientos, tres a la derecha y dos a la izquierda, para gente como yo… o al menos gente que sería de alguna utilidad para los vampiros en la conferencia. En ese momento, sólo había tres personas sentadas. Bueno, una era humana y las otras dos en parte.

—Hola, señor Cataliades —dije, y el hombre orondo se levantó del asiento con una gran sonrisa.

—Mi querida señorita Stackhouse —respondió con calidez, porque así era como hablaba el señor Cataliades—. Me alegro tanto de volver a verla.

—Yo también, señor Cataliades.

Se pronunciaba «Cataliadiz», y si tenía un nombre de pila, lo desconocía. A su lado estaba una mujer muy joven con un llamativo pelo rojo de punta. Era su sobrina, Diantha. Diantha gustaba de lucir los conjuntos más extraños, y esa noche se hizo todo un honor a sí misma. De algo más de metro y medio y complexión delgada, había escogido para la ocasión unos leotardos naranjas que le llegaban hasta las pantorrillas, unas sandalias de goma azules y una falda plisada blanca, junto con una camiseta de tirantes ajustada desteñida. Resultaba deslumbrante.

Diantha no creía en la necesidad de respirar mientras se habla.

—Holabuenas —dijo.

—Volvemos a vernos —señalé, y como ella no hizo más movimientos, me limité a hacer un gesto con la cabeza. Algunos seres sobrenaturales estrechan la mano, otros no, por lo que hay que andarse con cuidado. Me volví hacia el otro pasajero. Estaba convencida de que me sentiría más cómoda con otro humano, así que extendí la mano. Tras una perceptible pausa, el hombre imitó el gesto, como si le hubieran tendido un pescado podrido. Me estrechó la mano con dificultad y enseguida la retiró, apenas capaz de reprimir el impulso de restregarse la suya sobre los pantalones.

—Señorita Stackhouse, le presento a Johan Glassport, especialista en Derecho vampírico.

—Señor Glassport —dije educadamente, pugnando por no sentirme ofendida.

—Johan, ésta es Sookie Stackhouse, la telépata de la reina —explicó el señor Cataliades cortésmente. Su sentido del humor era tan abundante como su vientre. Tuvo un calambre en el ojo. Había que recordar que su parte no humana (la mayoría de él) era un demonio. Diantha era medio demoniaca; su tío bastante más.

Johan me escrutó brevemente de arriba abajo, casi olfateándome, y volvió al libro que tenía en el regazo.

Justo en ese momento, una azafata de Anubis empezó a darnos las típicas instrucciones mientras yo ocupaba mi asiento y me abrochaba el cinturón. Poco después, despegamos. Estaba tan disgustada con el comportamiento de Johan Glassport que no sentí ninguna ansiedad al respecto.

Creo que jamás me había topado con una grosería tan explícita. Puede que la gente del norte de Luisiana no tenga mucho dinero, y que haya una tasa de embarazos adolescentes muy alta, así como todo tipo de problemas, pero por Dios que somos educados.

—Johanesuncaraculo —dijo Diantha.

El aludido no prestó la menor de las atenciones a esa definición tan precisa, sino que se limitó a pasar la página del libro.

—Gracias, querida —contestó el señor Cataliades—. Señorita Stackhouse, póngame al día de su vida.

Me cambié de sitio para sentarme frente al trío.

—No hay mucho que contar, señor Cataliades. Recibí el cheque, como le dije por escrito. Gracias por atar todos los cabos sueltos relacionados con la propiedad de Hadley. Si cambia de opinión y me manda la factura, estaré encantada de pagarla. —Bueno, no exactamente encantada, pero sí aliviada de una obligación pendiente.

—No, querida. Era lo mínimo que podía hacer. La reina ha querido expresar así su agradecimiento, a pesar de que la noche no acabara exactamente como había planeado.

—Claro, nadie imaginó que acabaría así. —Pensé en la cabeza de Wybert volando por los aires en medio de una neblina de sangre y me estremecí.

—Usted es la testigo —dijo Johan inesperadamente. Deslizó un marcapáginas en el libro y lo cerró. Sus pálidos ojos, magnificados tras sus gafas, estaban clavados en mí. De un excremento de perro pegado a la suela de su zapato, había pasado a convertirme en algo llamativo y de su interés.

—Sí, soy la testigo.

—Entonces es el momento de que hable.

—Estoy un poco sorprendida de que, si representa a la reina en un juicio tan importante, no haya intentado hablar conmigo antes—añadí, con una voz tan calmada como pude.

—La reina tuvo problemas para localizarme, y yo tenía que terminar con mi cliente previo —dijo Johan. Su rostro de piel perfecta no mostró la menor emoción, aunque parecía un poco más tenso.

—Johan estaba en la cárcel —dijo Diantha, con voz alta y clara.

—Oh, Dios mío —solté, genuinamente pasmada.

—Por supuesto que los cargos eran del todo infundados —explicó Johan.

—Claro que sí, Johan —afirmó el señor Cataliades sin inflexión alguna en la voz.

—Ohh —dije—. ¿Y en qué consistían esos cargos tan infundados?

Johan volvió a mirarme, esta vez con menos arrogancia.

—Se me acusaba de golpear a una prostituta en México.

No sabía mucho acerca de la policía de México, pero se me hacía de lo más inverosímil que un estadounidense pudiera ser arrestado allí por golpear a una prostituta, si es que ése era el único cargo. A menos que tuviera allí muchos enemigos.

—¿Llevaba algo en la mano cuando la golpeó? —pregunté, con una radiante sonrisa.

—Creo que Johan tenía un cuchillo —ilustró el señor Cataliades, con gravedad.

Fui consciente de que la sonrisa se me borró en el acto.

—Así que ha estado en una cárcel de México por apuñalar a una mujer —dije. ¿Quién era ahora el excremento de perro?

—A una prostituta —corrigió—. Ése era el cargo, pero yo era inocente, por supuesto.

—Por supuesto —repetí.

—Mi caso no es el que está ahora mismo sobre la mesa, señorita Stackhouse. Mi trabajo consiste en defender a la reina contra unos cargos muy graves que se han presentado en su contra, y usted es una testigo de gran importancia.

—Soy la única testigo.

—Por supuesto…, de la muerte definitiva.

—Hubo muchas muertes definitivas.

—La única que importa en esta cumbre es la de Peter Threadgill.

Suspiré ante el recuerdo de la cabeza de Wybert, y dije:

—Sí, estuve allí.

Puede que Johan fuese una escoria, pero conocía su terreno. Tuvimos una larga sesión de interrogatorio que permitió al abogado conocer lo que había pasado mejor que yo, y eso que estuve presente. El señor Cataliades escuchó con gran interés, lanzando de vez en cuanto una aclaración o una explicación sobre la disposición del monasterio de la reina.

Diantha escuchó un rato, se sentó en el suelo y se puso a jugar un solitario durante una hora. Luego, reclinó su asiento y se quedó dormida.

La azafata de Anubis Air volvió a aparecer unas cuantas veces para ofrecernos algo de beber y unos aperitivos durante el vuelo de tres horas hacia el norte. Cuando terminé la sesión con el abogado, me levanté para acudir al aseo. Más tarde, en vez de volver directamente a mi asiento, me dirigí hacia el fondo del avión para echar un ojo a cada ataúd. Había una etiqueta de equipaje adherida a las agarraderas de cada uno. Nos acompañaban Eric, Bill, la reina, Andre y Sigebert. También encontré el ataúd de Gervaise, que había hospedado a la reina, y el de Cleo Babbitt, sheriff de la Zona Tres. Arla Yvonne, la sheriff de la Zona Dos, había quedado al cargo del Estado durante la ausencia de la reina.

El ataúd de la reina lucía diseños de incrustaciones de nácar, en contraste con los demás, que resultaban mucho más sobrios. Todos eran de madera pulida: nada de metales modernos para estos vampiros. Deslicé la mano sobre el de Eric, pariendo escalofriantes imágenes de mí yaciendo junto a él sin vida.

—La mujer de Gervaise se adelantó anoche por carretera con Rasul para asegurarse de que todo estaba listo para recibir a la reina —dijo la voz del señor Cataliades sobre mi hombro derecho. Di un respingo, que hizo gracia al abogado de la reina. No paró de reír ahogadamente.

—Qué silencioso —señalé, con una voz tan amarga como un limón espachurrado.

—Se preguntaba dónde andaría el quinto sheriff.

—Sí, pero puede que usted estuviera a un par de pensamientos de los míos.

—No soy telépata como usted, querida. Me limité a leer su lenguaje corporal y la expresión de su cara. Contó los ataúdes y empezó a leer las etiquetas del equipaje.

—Así que la reina no sólo es reina, sino sheriff de su propia Zona.

—Sí, así nos ahorramos confusiones. No todos los gobernantes siguen ese mismo patrón, pero a la reina le pareció de lo más fastidioso tener que consultar constantemente con otros vampiros cada vez que quería hacer algo.

—Parece lo propio para una reina. —Eché una mirada a nuestros compañeros. Diantha y Johan estaban ocupados: ella durmiendo y él con su libro. Me pregunté si sería un libro sobre disecciones, con diagramas y puede que un relato de los crímenes de Jack el Destripador, fotografías de los escenarios de los crímenes incluidas. Aquello parecía ir con Johan.

—¿Cómo es que la reina tiene un abogado como ése? —pregunté con voz tan baja como me fue posible—. Parece muy… repugnante.

—Johan Glassport es un gran abogado, uno que acepta casos que otros rechazan —dijo el señor Cataliades—. También es un asesino. Pero bueno, todos lo somos, ¿no es así? —Sus ojos, negros como abalorios, se clavaron en los míos.

Aparté la mirada durante un buen rato.

—En defensa propia o de alguien a quien quería, mataría a cualquier atacante —contesté, meditando cada palabra que salía de mi boca.

—Qué perspectiva más diplomática, señorita Stackhouse. No puedo decir lo mismo de mí. Algunas de las cosas que he matado, las destrocé por pura diversión.

Ay, Dios, era más de lo que quería saber.

—A Diantha le encanta cazar ciervos, y ha matado a gente en mi defensa. Ella y su hermana incluso han acabado con algún que otro vampiro descarriado.

Hice un apunte mental para tratar a Diantha con más respeto. Matar a un vampiro era una empresa muy difícil. Y jugaba al solitario como una diablilla.

—¿Y Johan? —pregunté.

—Quizá sea mejor que deje de lado por el momento las pequeñas predilecciones de Johan. Al fin y al cabo, no se pasará de la raya un solo milímetro mientras esté con nosotros. ¿Está satisfecha con el trabajo de Johan informándola?

—¿Eso es lo que está haciendo? Bueno, supongo que sí. Ha sido muy minucioso, que es lo que quiere usted.

—Ciertamente.

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