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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (12 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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—¿Cuándo morí? Diecinueve. —Ni un atisbo de sentimiento cruzó su cara.

—¿Te solías arreglar el pelo todos los días?

Su rostro pareció suavizarse un poco.

—Sí, claro. Lo hacía con estilos muy elaborados. Mi doncella tenía que ayudarme. Me ponía almohadillas por debajo para darle más volumen. ¡Y la ropa interior! Te morirías de risa viendo cómo me tenía que embutir en ella.

Por muy interesante que estuviese siendo la conversación, me di cuenta de que estaba cansada y de que me apetecía volver a casa.

—Así que el meollo de la cuestión es que eres absolutamente leal a Eric, y quieres que sepa que ninguno de vosotros sabía que Bill tenía planes secretos cuando vino a Bon Temps. —Pam asintió—. Entonces, ¿esta noche has venido para…?

—Para pedirte que tengas misericordia con Eric.

La idea de que Eric necesitase misericordia jamás se me había pasado por la cabeza.

—Eso es tan divertido como tu ropa interior de cuando eras humana —dije—. Pam, sé que crees que le debes todo a Eric, a pesar de que te matara… Nena, te mató… Pero yo no le debo nada.

—Te preocupas por él —respondió. Por primera vez parecía un poco enfadada—. Sé que es así. Nunca se había enmarañado tanto con sus emociones. Nunca ha estado en una posición de tanta desventaja. —Parecía que se estaba armando de nuevo. Di por sentado que la conversación se había terminado. Nos levantamos y volví a colocar las tumbonas de Sam.

No sabía qué decir.

Afortunadamente, no tuve que pensar en nada. El propio Eric salió de las sombras que se proyectaban por los bordes del recinto.

—Pam —dijo, cargando la única sílaba de la palabra—. Se hacía tan tarde que he seguido tu rastro para asegurarme de que estabas bien.

—Maestro —contestó ella, algo que nunca había oído de boca de Pam. Hincó una rodilla sobre la grava, gesto que debió de ser de lo más doloroso.

—Vete —ordenó Eric, y ella obedeció sin decir nada.

Permanecí en silencio. Eric me estaba lanzando esa fija mirada vampírica, y yo no podía leer su mente en absoluto. No me cabía duda de que estaba enfadado; pero ¿sobre qué, con quién y con qué intensidad? Eso era lo divertido y lo escalofriante de estar con vampiros, todo en uno.

Eric decidió que las acciones hablarían más claro que las palabras. De repente, estaba justo delante de mí. Puso un dedo sobre mi barbilla y alzó mi cabeza para encontrarme con la suya. Sus ojos, que resultaban simplemente oscuros bajo la tenue luz, se clavaron en los míos con una intensidad excitante a la par que dolorosa. Vampiros; sentimientos encontrados. Todo es lo mismo.

No me sorprendió del todo que me besara. Cuando alguien ha tenido unos mil años de práctica con el beso, puede ser muy, muy bueno, y mentiría si dijese que era inmune contra ese enorme talento. Mi temperatura aumentó notablemente. Era todo lo que podía hacer para no echarme encima de él, rodearle con mis brazos y apretarme contra su cuerpo. Para ser un muerto, tenía la química más viva, y al parecer todas mis hormonas estaban bien despiertas después de la noche con Quinn. Pensar en él fue como recibir un jarro de agua helada.

Con una reticencia casi dolorosa, me aparté de Eric. Su rostro lucía una expresión de concentración, como si estuviese catando algo y tuviera que decidir si le gustaba o no.

—Eric —dije, con voz temblorosa—. No sé por qué estás aquí ni por qué estás montando todo este drama.

—¿Eres de Quinn ahora? —Sus ojos se entornaron.

—No soy de nadie —dije—. Yo elijo.

—¿Y ya has elegido?

—Eric, esto ya se pasa del descaro. Tú y yo nunca hemos estado juntos. Nunca me has dado ninguna señal de que estuviera en tus pensamientos. Nunca me has tratado como si tuviese una importancia en tu vida. No digo que hubiera estado abierta a ello, pero sí que, en su ausencia, soy libre de encontrar a otro…, eh, compañero. Y, hasta el momento, Quinn me encanta.

—No lo conoces más de lo que conocías a Bill.

Aquello dio donde más me dolía.

—¡Al menos estoy segura de que no le ordenaron acostarse conmigo para ganar una baza política!

—Era mejor que supieras lo de Bill —dijo.

—Sí, es mejor —comulgué—. Pero eso no quiere decir que disfrutara en el proceso.

—Sabía que sería duro, pero tuve que obligarle a decírtelo.

—¿Por qué?

Eric pareció no saber qué contestar. No sabría definirlo de otra manera. Apartó la mirada y la dirigió hacia la oscuridad del bosque.

—No estuvo bien —dijo, al fin.

—Cierto. Pero también cabe la posibilidad de que quisieras acabar con mi amor por él.

—Ambas cosas son posibles —afirmó.

Hubo un tenso momento de silencio, como si algo gordo se estuviese preparando.

—Vale —dije lentamente. Era como una sesión de terapia—. Llevo meses viéndote taciturno, Eric. Desde que dejaste…, ya sabes, de ser tú mismo. ¿Qué te pasa?

—Desde la noche que me maldijeron, me he preguntado por qué acabé corriendo por la carretera que lleva a tu casa.

Retrocedí un par de pasos y traté de discernir alguna prueba, alguna indicación de lo que estaba pasando por su cabeza y determinaba la expresión de su pálido rostro. De nada sirvió.

Nunca se me ocurrió preguntarme qué hacía Eric allí. Tantas cosas me habían asombrado, que el hecho de encontrarme a Eric solo, medio desnudo y totalmente desorientado a primera hora del día de Año Nuevo, había quedado enterrado en las postrimerías de la Guerra de los Brujos.

—¿Alguna vez averiguaste la respuesta? —pregunté, dándome cuenta de lo estúpida que era la pregunta apenas las palabras salieron de mi boca.

—No —dijo, casi como en un susurro—. No. Y la bruja que me maldijo ha muerto, aunque la maldición se haya roto. Ahora ya no me puede decir qué acarreaba. ¿Me impelía a buscar a la persona que odiaba? ¿A la que amaba? ¿Sería cosa del azar que me encontrara corriendo hacia ninguna parte…, salvo que «hacia ninguna parte» era de camino a tu casa?

Hubo un momento de incómodo silencio por mi parte. No sabía qué decir, y Eric aguardaba claramente una respuesta.

—Puede que sea la sangre de hada —respondí débilmente, a pesar de las horas que me había pasado convenciéndome de que la fracción de sangre de hada que llevaba dentro no era lo bastante significativa como para causar algo más que una leve atracción de los vampiros que frecuentaba.

—No —contestó él. Y desapareció.

—Bueno —dije en voz alta e insatisfecha—. Es complicado decir la última palabra con un vampiro.

Capítulo 8

—Mi equipaje está hecho —canturreé.

—Bueno, no soy tan solitaria y triste como para ponerme a llorar —dijo Amelia. Había accedido amablemente a llevarme al aeropuerto, pero debí hacerle prometer que sería también más agradable esa mañana. Se había mostrado algo melancólica durante el tiempo que me había estado maquillando—. Ojalá pudiera ir también —comentó, admitiendo lo que le había estado rondando la mente. Claro que ya me había percatado de cuál era su problema antes de que lo verbalizara. Pero yo no podía hacer nada.

—Yo no puedo invitar o dejar de invitar a nadie —dije—. No soy más que una mandada.

—Ya lo sé —farfulló—. Recogeré el correo, regaré las plantas y cepillaré a Bob. Eh, me han dicho que el vendedor de seguros de Bayou State necesita una recepcionista, ya que la madre de la mujer que trabajaba para él fue evacuada de Nueva Orleans y precisa cuidados las veinticuatro horas.

—Anda, pues ve a solicitar el empleo —dije—. Te encantará. —El de mi seguro era un mago que reforzaba sus pólizas con conjuros—. Greg Aubert te caerá bien, y te resultará de lo más interesante. —Quería que la entrevista de Amelia en la aseguradora fuese una alegre sorpresa.

Amelia me miró de soslayo con una leve sonrisa.

—Ah, ¿es mono y soltero?

—No. Pero cuenta con otros atributos interesantes. Y recuerda que le prometiste a Bob que no te liarías con más chicos.

—Oh, sí—dijo Amelia, taciturna—. Oye, veamos cómo es tu hotel.

Amelia me estaba enseñando cómo usar el ordenador de mi prima Hadley. Me lo traje de Nueva Orleans con la idea de venderlo, pero Amelia me convenció para que lo instalara en casa. Resultaba curioso verlo allí, sobre un escritorio en el rincón más antiguo de la casa, la habitación que ahora usaba como salón. Amelia pagó una línea de teléfono extra para la conexión a Internet, ya que la necesitaba para su portátil en el piso de arriba. Yo aún era una novata llena de nervios.

Amelia accedió a Google y tecleó «Hotel Pyramid of Gizeh». Nos quedamos mirando la imagen que apareció en la pantalla. La mayoría de los hoteles para vampiros estaban situados en amplios centros urbanos, como Rhodes, y también eran atracciones turísticas. A menudo referido escuetamente como «el Pyramid», el recinto tenía forma precisamente de pirámide, claro, y estaba recubierto de cristales reflectantes color bronce. Una hilera de cristal más ligero cubría la zona más próxima a la base.

—No es exactamente… hmmm. —Amelia contemplaba la imagen con la cabeza ladeada.

—Necesita más inclinación —dije, y Amelia asintió.

—Tienes razón. Es como si quisieran que pareciese una pirámide, pero no necesitaran tantos pisos para que lo pareciese de verdad. El ángulo no es lo bastante inclinado como para que parezca majestuosa.

—Y la base es un rectángulo grande.

—Eso también. Supongo que será por las salas de convenciones.

—No tiene aparcamiento —observé, escrutando la pantalla.

—Oh, seguro que es subterráneo. Los pueden hacer así por allí.

—Está frente al lago —dije—. Eh, podré ver el lago Michigan. Mira, hay un pequeño parque entre el hotel y el lago.

—Y unos seis carriles para el tráfico —puntualizó Amelia.

—Vale, también.

—Pero está cerca de una gran zona comercial —añadió.

—Tiene un piso exclusivo para humanos —leí—. Apuesto a que es el de la base, el de los cristales más ligeros. Pensé que era cosa del diseño, pero es para que los humanos puedan disfrutar de la luz durante el día. La gente necesita esas cosas para sentirse bien.

—Matizo: es por ley —dijo Amelia—. ¿Qué más hay? Salas de reuniones, bla, bla, bla. Cristal opaco por todas partes, salvo en la planta de los humanos. Suites exquisitamente decoradas en los pisos superiores, bla, bla, bla. Personal con amplia formación en las necesidades de los vampiros. ¿Querrá eso decir que todos están dispuestos a ser donantes de sangre o cuerpos para el folleteo?

Qué cínica Amelia. Pero ahora que yo sabía quién era su padre, tenía sentido.

—Me encantaría ver la habitación de la planta más alta, la punta de la pirámide —dije.

—No se puede. Aquí dice que no es una planta para huéspedes. En realidad es donde está todo el tema del aire acondicionado.

—Pues vaya. Hora de marcharnos —indiqué, echando un ojo al reloj.

—Pues sí —respondió Amelia, mirando con tristeza a la pantalla.

—Sólo estaré fuera una semana —dije. Sin duda, Amelia era una de esas personas a las que no les gusta estar solas. Bajamos las escaleras y llevamos mis cosas al coche.

—Tengo el número del hotel para llamar en caso de emergencia. También tengo tu móvil. ¿Llevas el cargador?

Maniobró por el largo camino de grava y salió a Hummingbird Road. Rodearíamos Bon Temps para salir a la interestatal.

—Sí. —Y también mi cepillo de dientes y la pasta, mi depiladora, mi desodorante, mi secador (sólo por si acaso), mi maquillaje, toda mi ropa nueva más unos extras, muchos zapatos, camisones, el reloj de viaje con alarma de Amelia, ropa interior, bisutería, un bolso extra y dos libros de bolsillo—. Gracias por prestarme la maleta. —Amelia había contribuido con su llamativa maleta de ruedas roja y una bolsa a juego, además de otra que había llenado con un libro, un crucigrama, un lector de CD portátil con auriculares y un porta CD.

No hablamos mucho durante el viaje. Pensaba en lo extraño que sería dejar a Amelia sola en la casa de mi familia. Hacía más de ciento setenta años que sólo había habido Stackhouses por allí.

Nuestra esporádica conversación se extinguió cuando llegamos a las cercanías del aeropuerto. No parecía que hubiera más que decir. Estábamos justo delante de la terminal principal del aeropuerto de Shreveport, pero nuestro destino era un pequeño hangar privado. Si Eric no hubiese reservado un vuelo chárter de Anubis semanas atrás, se habría quedado con dos palmos de narices, porque la cumbre estaba poniendo a la línea aérea al límite de sus posibilidades. Todos los Estados involucrados enviaban sus delegaciones, y un buen puñado del centro del continente, desde el Golfo de México hasta la frontera canadiense, estaba incluido en la división central de Estados Unidos.

Unos meses atrás, Luisiana habría necesitado dos aviones. Ahora, con uno bastaba, sobre todo porque una parte de la comitiva se había adelantado. Leí la lista de los vampiros que faltaban después de la reunión en el Fangtasia, y, para mi pesar, Melanie y Chester estaban en ella. Los había conocido en la sede de la reina en Nueva Orleans y, aunque no habíamos tenido tiempo de convertirnos en colegas ni nada, me cayeron muy bien.

En la puerta de la cerca que rodeaba el hangar había un guardia que comprobó mi carné de conducir y el de Amelia antes de dejarnos pasar. Era un poli humano fuera de servicio, pero parecía competente y alerta.

—Giren a la derecha y llegarán al aparcamiento que hay junto a la puerta del muro este —dijo.

Amelia se inclinó un poco hacia delante mientras conducía, pero la puerta no resultó difícil de encontrar. Ya había otros coches aparcados. Eran casi las diez de la mañana, y el aire era fresco, justo por debajo de lo que sería calor. Era un temprano aliento otoñal. Después del tórrido verano, era todo un alivio. Pam dijo que haría más frío en Rhodes. Había consultado el pronóstico del tiempo para la siguiente semana en Internet y me había llamado para que me asegurara de incluir un suéter en el equipaje. Sonó casi excitada, lo cual ya era decir demasiado de Pam. Empezaba a darme la impresión de que estaba un poquito inquieta, quizá algo cansada de Shreveport y el bar. Quizá sólo eran ideas mías.

Amelia me ayudó a descargar las maletas. Tuvo que retirar unos cuantos conjuros de la Samsonite roja antes de poder prestármela. No pregunté qué habría pasado si se hubiera olvidado. Saqué el tirador de la maleta con ruedas y me eché la bolsa al hombro. Amelia cogió el resto y abrió la puerta.

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