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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (6 page)

BOOK: Todo se derrumba
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Los tamborileros volvieron a coger sus palillos y el aire tembló y se tensó como un arco.

Los dos equipos se colocaron frente a frente con un espacio entre ambos. Un muchacho de uno de los equipos fue bailando por el centro hasta el otro bando e indicó con quién quería luchar. Volvieron bailando juntos al centro y luego se enfrentaron.

Había doce hombres de cada bando y el desafío oscilaba entre el uno y el otro. Dos jueces iban andando en torno a los luchadores y cuando creían que estaban empatados los detenían. Así terminaron cinco combates. Pero los momentos realmente emocionantes eran cuando caía un hombre de espaldas. Entonces la enorme voz de la multitud se elevaba hasta el cielo y en todas las direcciones. Se oía incluso en los pueblos cercanos.

El último combate era entre los jefes de los equipos. Estaban entre los mejores luchadores de las nueve aldeas. La multitud se preguntaba cuál vencería al otro este año. Algunos decían que Okafo era mejor; otros decían que no podía compararse con Ikezue. El año pasado ninguno de los dos había logrado poner de espaldas al otro, aunque los jueces habían permitido que el combate durase más de lo habitual. Tenían el mismo estilo y cada uno sabía de antemano lo que planeaba el otro. Podía volver a pasar lo mismo este año.

Se acercaba la noche cuando empezaron a luchar. Los tambores enloquecieron y los espectadores también. Se echaron hacia adelante cuando los dos jóvenes entraron bailando en el círculo. Las palmas del servicio de orden no podían con tenerlos.

Ikezue levantó la mano derecha. Okafo se la agarró y entablaron el combate. Fue una lucha feroz. Ikezue trató de ponerle el talón derecho por detrás a Okafo con objeto de echarle la zancadilla al astuto estilo ege. Pero cada uno sabía lo que pensaba el otro. La multitud había rodeado y sumergido a los tamborileros, cuyo ruido frenético ya no era un mero sonido incorpóreo, no el latido mismo del público.

Los luchadores estaban casi inmóviles, el uno presa del otro. Los músculos de los brazos y de los muslos y de las espaldas resaltaban y se retorcían. Parecía un empate. Los dos jueces ya se estaban adelantando a separarlos cuando Ikezue, desesperado, hincó una rodilla en tierra para tratar de echarse al otro hacia atrás sobre las espaldas. Fue un grave error. Okafo, rápido como el rayo de Amadiora, levantó la pierna derecha y la pasó por encima de la cabeza de su rival. La multitud prorrumpió en un rugido atronador. Sus partidarios levantaron en vilo a Okafo y se lo llevaron a casa en hombros. Cantaron sus elogios y las muchachas aplaudieron, mientras cantaban:

¿Quién combatirá por nuestro pueblo?

Okafo combatirá por nuestro pueblo.

¿Ha derribado a cien hombres?

Ha derribado a cuatrocientos hombres.

¿Ha derribado a cien Gatos?

Ha derribado a cuatrocientos Gatos.

Entonces id a decirle que combata por nosotros.

Capítulo VII

T
RES
años estuvo Ikemefuna viviendo en casa de Okonkwo y parecía que los ancianos de Umuofia se hubieran olvidado de él. Crecía aprisa, como un tallo de ñame en la estación de las lluvias, y estaba lleno de fuerza vital. Ya estaba completamente asimilado en su nueva familia. Era para Nwoye como un hermano mayor, y desde el principio parecía haber inspirado un nuevo ardor en el muchacho. Le hacía sentirse adulto, y ya no se pasaban las tardes en la cabaña de la madre mientras ésta cocinaba, sino que ahora iban a sentarse con Okonkwo en el
obi
de éste, o lo contemplaban cuando se iba a la palma a extraer el vino de la tarde. Ahora nada agradaba a Nwoye más que el que su madre u otra de las esposas de su padre lo enviaran a buscar para que hiciera uno de esos trabajos caseros difíciles y de hombre, como partir leña o moler alimentos. Cuando uno de los hermanos o de las hermanas menores le daba uno de esos recados, Nwoye fingía irritación y gruñía en voz alta contra las mujeres y sus problemas.

En su fuero interno, Okonkwo se sentía complacido al ver que su hijo iba madurando, y sabía que se debía a Ikemefuna. Quería que Nwoye se convirtiera en un muchacho duro capaz de regir la casa de su padre mando él muriese y fuera a reunirse con los antepasados.

Quería que gozara de prosperidad y tuviera suficientes provisiones en el granero para alimentar a los antepasados con sacrificios periódicos. De manera que siempre se alegraba cuando le oía gruñir contra las mujeres. Eso demostraba que con el tiempo sería capaz de controlar a las suyas. Por muy próspero que fuera un hombre, si no era capaz de dominar a sus mujeres y sus hijos (y especialmente a sus mujeres) no era un hombre de verdad. Era como el hombre de la canción que tenía diez y una mujeres y no tenía sopa suficiente para su fu-fú.

Conque Okonkwo alentaba a los muchachos a venir a sentarse con él en su
obi
y les contaba historias del país: historias masculinas llenas de violencia y de sangre. Nwoye sabía que estaba bien ser viril y violento, pero sin saber por qué seguía prefiriendo las historia que solía contarle su madre antes, y que sin duda seguía contando a sus hijos más pequeños: historias sobre la tortuga y sus astucias, y sobre el pájaro
eneke-nti-oba
, que desafió a todo el mundo a un combate y al final cayó derribado por el gato. Recordaba el cuento que le había contado tantas veces de la pelea entre Tierra y Cielo, hacía mucho tiempo, y cómo Cielo retuvo la lluvia durante siete años, hasta que se agotaron las cosechas y no se podía enterrar a los muertos porque las azadas se rompían en la tierra pedregosa. Por fin se envió a Buitre a exhortar a Cielo y a ablandarle el corazón con una canción sobre los sufrimientos de los hijos de los hombres. Siempre que la madre de Nwoye cantaba aquella canción él se sentía transportado a la escena remota en el cielo donde Buitre, emisario de Tierra, cantaba pidiendo piedad. Por fin Cielo se sintió conmovido hasta la compasión y le dio a Buitre la lluvia envuelta en hojas de coco-ñame. Pero al volar a casa su largo espolón rasgó las hojas y cayó una lluvia como jamás se había visto antes. Y tanta cayó sobre Buitre que no volvió a entregar su mensaje, sino que se fue volando a un país remoto, donde había visto una hoguera. Y cuando llegó a él vio que era un hombre que hacía un sacrificio. Se calentó en la hoguera y comió las entrañas.

Esos eran los cuentos que le gustaban a Nwoye. Pero ahora sabía que eran pata mujeres tontas y para niños, y sabía que su padre quería que él se hiciera hombre. De forma que ungía que ya no le gustaban las historias de mujeres. Y vio que a su padre le agradaba esa ficción y que ya no lo reñía ni lo pegaba. De manera que ahora Nwoye e Ikemefuna se quedaban escuchando las historias que contaba Okonkwo sobre guerras tribales o sobre cómo, hacía años, había acechado a su víctima, la había dominado y había conseguido su primera cabeza humana. Y cuando les hablaba del pasado seguían sentados en la oscuridad o en el fulgor semiapagado de la leña esperando a que las mujeres terminaran de cocinarles la comida. Cuando acababan, cada una de ellas traía su cuenco de fu-fú y su cuenco de sopa al marido. Se encendía una lámpara de aceite y Okonkwo probaba algo de cada cuenco y después pasaba dos partes a Nwoye e Ikemefuna.

Así fueron pasando las lunas y las estaciones. Y después llegaron las langostas. Hacía muchos años que no pasaba aquello. Los ancianos decían que las langostas venían una vez por generación, reaparecían todos los años durante siete años y después volvían a desaparecer por el espacio de una vida. Se volvían a sus cuevas en un país remoto, donde estaban custodiadas por una raza de hombres raquíticos. Y después, al cabo de otra vida, aquellos hombres volvían a abrir las cuevas y las langostas volvían a caer sobre Umuofia.

Llegaban en la estación fría del
harmattan
después de recogidas las cosechas y se comían toda la hierba que crecía descuidada en los campos.

Okonkwo y los dos muchachos estaban trabajando en los muros exteriores rojos del recinto. Se trataba de una de las tareas más fáciles de la temporada siguiente a la recolección. Se ponía en las paredes una cubierta nueva de gruesas ramas de palma para protegerlas contra la próxima estación de las lluvias. Okonkwo trabajaba por el lado de afuera del muro y los muchachos por el de dentro. En la parte alta del muro había agujeritos que lo traspasaban de un lado al otro, y por esos agujeritos Okonkwo pasaba la cuerda, o
tie—tie
, a los muchachos, que la enrollaban en torno a los postes de madera y luego se la volvían a pasar a él, y así se iba afirmando la cubierta contra el muro.

Las mujeres se habían ido al campo a recoger leña, y los niños pequeños a visitar a sus compañeros de juegos en los recintos vecinos. El hatmattan estaba en el aire y parecía destilar una sensación neblinosa de sueño por el mundo. Okonkwo y los muchachos trabajaban en total silencio, que no se rompía más que cuando se levantaba sobre el muro una nueva rama de palma o cuando una gallina inquieta removía las hojas secas en su búsqueda incesante de comida.

Y entonces, de repente, cayó sobre el mundo una sombra y pareció que el sol quedaba escondido bajo una nube densa. Okonkwo levantó la vista de su trabajo y se preguntó si iba a llover en un momento tan rato del año. Pero casi inmediatamente sonó un grito de alegría por todas partes y Umuofia, soñolienta en la neblina del mediodía, despertó a la vida y a la actividad.

— Están bajando las langostas —gritaban alegremente por todos lados, y hombres, mujeres y niños dejaron su trabajo o sus juegos y salieron a terreno abierto a ver aquel espectáculo tan raro. Hacía muchísimos años que no llegaban las langostas, y los ancianos eran los únicos que las habían visto antes.

Al principio fue una nube relativamente pequeña. Eran las exploradoras, llegadas para estudiar el territorio. Y después apareció en el horizonte una masa que avanzaba lentamente, como una sábana interminable de nubes negras que iban a la deriva hacia Umuofia. En un momento taparon la mitad del cielo, y ahora la masa sólida estaba rota por ojos diminutos de luz como un brillante polvo de estrellas. Era un espectáculo enorme, lleno de fuerza y de belleza.

Todo el mundo había salido a la calle y hablaba nervioso y rezaba para que las langostas pasaran la noche en Umuofia. Pues, aunque hacía muchos años que no venían las langostas a Umuofia, todo el mundo sabía instintivamente que eran muy buenas de comer. Y por fin descendieron las langostas. Se posaron en todos los árboles y en todas las briznas de hierba; se posaron en los tejados y taparon el suelo desnudo. Bajo su peso se rompieron las ramas de árboles muy fuertes, y todo el país adquirió el color de tierra parda del enorme enjambre hambriento.

Mucha gente salió con cestos a tratar de cogerlas, pero los ancianos aconsejaron paciencia hasta la caída de la noche.

Y tenían razón. Las langostas se asentaron en los arbustos para pasar la noche y el rocío les mojó las alas. Entonces salió todo Umuofia, pese al frío
harmattan
, y todo el mundo llenó de langostas bolsas y cántaros. A la mañana siguiente las asaron en ollas de barro y después las pusieron al sol hasta que se secaron y se pusieron corruscantes. Y durante muchos días se comió aquel raro manjar sazonado con aceite de palma.

Okonkwo estaba sentado en su
obi
mascando contento con Ikemefuna y Nwoye, y bebiendo cantidades copiosas de vino de palma, cuando entró Ogbuefi Ezeudu. Ezeudu era el más anciano de aquella parte de Umuofia. En sus tiempos había sido un guerrero grande e intrépido, y ahora el clan le tenía mucho respeto. Rechazó participar en la comida y preguntó a Okonkwo si podía hablar una palabra con él fuera. De forma que salieron juntos, el viejo apoyándose en su bastón. Cuando ya no los podía oír nadie, le dijo a Okonkwo:

—Ese muchacho te llama padre. No tengas nada que ver con su muerte —Okonkwo se quedó sorprendido y estaba a punto de decir algo cuando continuó el anciano:

—Sí, Umuofia ha decidido matarlo. El Oráculo de los Cerros y de las Cuevas así lo ha decidido. Se lo llevarán fuera de Umuofia, como es costumbre, y lo matarán allí. Pero no quiero que tengas nada que ver con eso. Te llama padre.

Al día siguiente llegó un grupo de ancianos de los nueve pueblos de Umuofia a casa de Okonkwo a primera hora de la mañana y, antes de empezar a hablar en voz baja, mandaron salir a Nwoye e Ikemefuna. No se quedaron mucho tiempo, pero cuando se fueron Okonkwo se quedó inmóvil muchísimo rato, con la barbilla apoyada en las manos. Más avanzado el día llamó a Ikemefuna y le dijo que al día siguiente lo volverían a llevar a casa. Nwoye lo oyó y rompió en lágrimas, ante lo cual su padre le dio una gran paliza. En cuanto a Ikemefuna, no sabía qué hacer. Con el tiempo, su propia casa se había ido convirtiendo en algo muy vago y distante. Seguía echando de menos a su madre y a su hermana y se alegraría mucho de volver a verlas. Pero sabía, sin saber por qué, que no iba a verlas. Recordaba una vez en que unos hombres habían hablado en voz baja con su padre, y ahora parecía que se repetía lo mismo.

Después, Nwoye fue a la cabaña de su madre y le dijo que Ikemefuna se iba a su casa. Inmediatamente ella dejó caer el almirez con que estaba moliendo pimienta, se cruzó de brazos y suspiró: «Pobre chico.»

Al día siguiente volvieron los hombres con un pote de vino. Todos iban vestidos de punta en blanco, como si fueran a una gran reunión del clan o a hacer una visita al pueblo de al lado. Llevaban las túnicas pasadas bajo el sobaco derecho y las bolsas de piel de cabra y los machetes al hombro izquierdo. Okonkwo se preparó inmediatamente y el grupo se puso en marcha con Ikemefuna, que llevaba el pote de vino. Sobre el recinto de Okonkwo descendió un silencio mortal. Hasta los niños más pequeños parecían saber lo que pasaba. Nwoye se pasó el día entero sentado en la cabaña de su madre con los ojos cuajados de lágrimas.

Al principio de su viaje, los hombres de Umuofia reían y hacían bromas sobre las langostas, sobre sus mujeres y sobre algunos hombres afeminados que se habían negado a ir con ellos. Pero al ir acercándose a las afueras de Umuofia el silencio también descendió sobre ellos.

El sol fue ascendiendo lentamente hasta el centro del cielo, y el camino seco y arenoso empezó a devolver el calor que estaba enterrado en él. En el bosque circundante piaban algunos pájaros. Los hombres pisaban las hojas secas que yacían en el suelo. Ese era el único ruido que se oía. Y después, a lo lejos, llegó el batir leve del Ekwe. Subía y bajaba con el viento un baile pacífico de un clan remoto.

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