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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (4 page)

— ¿Dónde está Ojiugo? —preguntó a su segunda esposa, que salió de su cabaña a sacar agua de una cántara gigantesca a la sombra de un arbolito en el centro del recinto.

— Ha ido a hacerse las trenzas.

Okonkwo se mordió los labios y se llenó de ira.

— ¿Dónde están sus hijos? ¿Se los ha llevado? —preguntó con una frialdad y una calma desusadas.

— Aquí están —contestó su primera esposa, la madre de Nwoye. Okonkwo se inclinó y miró en la cabaña. Los hijos de Ojiugo estaban comiendo con los hijos de su primera esposa.

— ¿Te pidió antes de irse que les dieras de comer?

— Sí —mintió la madre de Nwoye, tratando de minimizar el descuido de Ojiugo.

Okonkwo sabía que no decía la verdad. Se volvió a su
obi
a esperar el regreso de Ojiugo. Y cuando llegó ésta le dio una gran paliza. En su cólera había olvidado que era la Semana de la Paz. Sus dos primeras esposas corrieron alarmadísimas a recordarle que era la semana sagrada.

Pero Okonkwo no era hombre para detenerse a media paliza, ni siquiera por temor de una diosa.

Los vecinos de Okonkwo oyeron los gritos de su esposa y llamaron a voces por encima de los muros del recinto para preguntar qué pasaba. Algunos fueron a verlo por sí mismos. Era inaudito pegar a alguien durante la semana sagrada.

Antes de que anocheciera, Ezeani, que era el sacerdote de la diosa Tierra, Ani, visitó a Okonkwo en su
obi
. Okonkwo sacó una nuez de cola y la puso ante el sacerdote.

— Llévate tu nuez de cola. No voy a comer en casa de un hombre que no respeta a nuestros dioses y antepasados.

Okonkwo trató de explicarle lo que había hecho su esposa, pero Ezeani no pareció hacerle caso. Llevaba en la mano un báculo corto con el que golpeaba en el suelo para subrayar lo que decía.

— Escúchame —dijo cuando terminó de hablar Okonkwo—. No eres un recién llegado a Umuofia. Sabes igual que yo que nuestros antepasados ordenaron que antes de plantar nada en la tierra observáramos una semana en la que no se dice ni una palabra dura al vecino. Vivimos en paz con nuestros vecinos para honrar a nuestra gran diosa de la tierra, sin cuya bendición no crecerán nuestras cosechas. Has cometido una grave falta —gran golpe del báculo en el suelo—. Tu esposa hizo mal, pero aunque entraras en tu
obi
y te encontraras con su amante encima de ella hubieras cometido una gran falta al apalearla —nuevo golpe del báculo en el suelo—. La falta que has cometido puede traer la ruina a todo el clan. La diosa Tierra a la que has insultado puede negarse a darnos su fruto y pereceremos todos —ahora su tono pasó de la ira a la exigencia—. Mañana llevarás al santuario de Ani una cabra, una gallina, una medida de paño y cien cauríes —se puso en pie y salió de la cabaña.

Okonkwo hizo lo que le había dicho el sacerdote. También llevó un pote de vino de palma. Interiormente se sentía arrepentido. Pero no era hombre que fuera diciendo a sus vecinos que había cometido un error. Y por eso la gente decía que no respetaba a los dioses del clan. Sus enemigos decían que la buena fortuna se le había subido a la cabeza. Lo calificaban de pajarito
nza
, que hasta tal punto se olvidaba de todo después de una comida fuerte, que desafiaba hasta a su
chi
.

Durante la Semana de la Paz no se trabajaba en absoluto. La gente visitaba a sus vecinos y bebía vino de palma. Aquel año no se habló de nada más que del nso-ani que había cometido Okonkwo. Era la primera vez en muchos años que un hombre rompía la paz sagrada. Ni los más ancianos del lugar podían recordar más que una o dos ocasiones así en algún momento del remoto pasado.

Ogbuefi Ezeudu, que era el más anciano del pueblo, estaba diciendo a otros dos hombres que habían ido a visitarlo que el castigo por romper la Paz de Ani se había hecho muy blando en su clan.

— No siempre ha sido así —dijo—. Mi padre me dijo que a él le habían contado que en el pasado si un hombre rompía la paz lo arrastraban por todo el pueblo hasta que moría. Pero al cabo de un tiempo cesó esta costumbre porque rompía la paz que se trataba de mantener.

— Ayer me dijo alguien —dijo uno de los más jóvenes— que en algunos clanes es una abominación que muera alguien durante la Semana de la Paz.

— Y es verdad —continuó Ogbuefi Ezeudu—. En Obodoani tienen esa costumbre. Si muere alguien en esta época no lo entierran, sino que lo echan al Bosque del Mal. Es una mala costumbre la de esa gente, porque carece de comprensión. Echan ahí a muchos hombres y mujeres sin enterrarlos. Y, ¿con qué resultado? Su clan está lleno de los malos espíritus de esos muertos sin enterrar, ansiosos de hacer daño a los vivos.

Tras la Semana de la Paz todos los hombres se pusieron a destrozar terrenos para hacer nuevos campos con sus familias. Se dejó que la maleza cortada se secara y luego se le prendió fuego. Cuando el humo empezó a levantarse hacia el cielo aparecieron de diferentes direcciones milanos que se cernieron sobre los campos en un saludo silencioso. Se aproximaba la temporada de las lluvias, en la que se irían hasta que volviera la temporada seca.

Okonkwo pasó los días siguientes preparando sus ñames para la siembra. Contemplaba cada ñame con mucho cuidado para ver si era bueno para sembrar. A veces decidía que un ñame era demasiado grande para sembrarlo entero y lo partía diestramente con su afilado cuchillo. Su hijo mayor, Nwoye, e Ikemefuna lo ayudaban trayéndole del granero los ñames en cestos alargados y ayudándole a contar las semillas preparadas en grupos de cuatrocientos. A veces Okonkwo le daba a cada uno unos cuantos ñames para prepararlos. Pero siempre advertía errores en su trabajo y se lo decía con muchas amenazas.

— ¿Te crees que estás cortando ñames para la cocina? —le preguntaba a Nwoye—. Si vuelves a partir otro ñame de este tamaño, te rompo la cara. Te crees que todavía eres un niño. Cuando yo tenía tu edad ya empecé a cultivar los campos. Y tú —le decía a Ikemefuna—, ¿es que en tu pueblo no se cultiva el ñame?

En su fuero interno Okonkwo sabía que los dos muchachos eran todavía demasiados chicos para comprender plenamente el difícil arte de preparar los ñames de siembra. Pero consideraba que nunca era demasiado pronto para empezar. El ñame significaba la virilidad, y el hombre que podía alimentar a su familia con ñame de una cosecha a la siguiente era verdaderamente un gran hombre. Okonkwo quería que su hijo fuera un gran agricultor y un gran hombre. Iba a quitarle los inquietantes indicios de pereza que creía advertir ya en él.

— No estoy dispuesto a tener un hijo que no pueda llevar la cabeza bien alta en las reuniones del clan. Antes lo estrangulo con mis propias manos. Y si te quedas mirándome así —juraba—, ¡Amadiora te va a romper la cabeza!

Unos días después cuando la tierra había quedado ablandada por dos o tres grandes lluvias, Okonkwo y su familia fueron a los campos con cestos de ñames para la siembra, con sus azadas y sus machetes, y empezaron a plantar. Fueron haciendo montoncitos de tierra en línea recta por todo el campo y sembrando los ñames dentro de ellos.

El ñame, el rey de las plantas, era un rey muy exigente. Durante tres o cuatro lunas exigía mucho trabajo y una atención constante desde el canto del gallo hasta que se acostaban las gallinas. Los tallos tiernos estaban protegidos contra el calor de la tierra con círculos de hojas de sisal. Cuando arreciaban las lluvias, las mujeres plantaban maíz, melones y alubias entre los montones de ñames. Después se guiaban éstos, primero con palitos y más tarde con ramas de árboles altas y gruesas. Las mujeres quitaban las malas hierbas tres veces en momentos concretos de la vida de los ñames, ni demasiado temprano ni demasiado tarde.

Y ahora ya habían llegado las lluvias, tan densas y persistentes que incluso el hacedor de lluvia del pueblo dijo que ya no podía intervenir. Ya no podía detener la lluvia, igual que no trataría de provocarla en medio de la temporada seca, sin que su salud corriera grave peligro. El dinamismo personal necesario para contrarrestar las fuerzas de aquellos extremos atmosféricos sería demasiado fuerte para la naturaleza humana.

De manera que en medio de la temporada de lluvias nadie se injería en la naturaleza. A veces caía agua en aguaceros tan grandes que el cielo y la tierra parecían fundidos en una humedad gris. Entonces no se sabía si el gruñido sordo del trueno de Amadiora venía de arriba o de abajo. En aquellos momentos, en cada una de las incontables cabañas techadas de bálago de Umuofia, los niños se quedaban sentados en torno a la cocina de sus madres y se contaban cuentos, o se quedaban con su padre en el
obi
de éste y se calentaban en torno a un fuego de leña y tostaban maíz y se lo comían. Era un breve período de descanso entre la temporada dura y laboriosa de la siembra y la temporada igual de laboriosa, pero animada, del mes de la cosecha.

Ikemefuna había empezado a sentirse parte de la familia de Okonkwo. Seguía acordándose de su madre y de su hermana de tres años, y pasaba por momentos de tristeza y de depresión. Pero él y Nwoye se habían hecho tan amigos que aquellos momentos se iban haciendo menos frecuentes y menos dolorosos. Ikemefuna poseía una reserva inagotable de relatos populares. Incluso los que ya sabía Nwoye los contaba él con un frescor nuevo y con el sabor local de un clan diferente. Nwoye recordaría aquella época vívidamente hasta el fin de sus días. Incluso recordaba cómo se había reído cuando Ikemefuna le contó que el nombre correcto de una mazorca de maíz, con sólo unos cuantos granos dispersos, era
ezeagadi-nwayi
, o sea, los dientes de una vieja. Nwoye se había acordado inmediatamente de Nwayieke, que vivía cerca del árbol de udala. Tenía más o menos tres dientes y se pasaba la vida fumando en pipa.

Poco a poco las lluvias fueron escampando y haciéndose menos frecuentes, y volvió a distinguirse entre el cielo y la tierra. La lluvia caía en chaparrones ligeros y sesgados en medio del sol y de una brisa leve. Los niños ya no se quedaban en casa, sino que corrían por el pueblo cantando:

La lluvia está cayendo, el sol está brillando,

Sólo Nnadi está comiendo y cocinando.

Nwoye siempre se preguntaba quién era Nnadi y por qué vivía solo y comía y cocinaba solo. Acabó por decidir que Nnadi debía vivir en aquel país en que pasaba el cuento favorito de Ikemefuna, donde la hormiga tiene una corte esplendorosa y la arena no para de bailar.

Capítulo V

S
E
aproximaba el Festival del Nuevo Ñame y Umuofia estaba con ánimo de fiesta. Era una ocasión de dar gracias a Ani, la diosa Tierra y fuente de toda la fecundidad. Ani participaba más en la vida de la gente que ninguna otra deidad. Era la juez final de la moral y la conducta. Y, lo que es más, estaba en estrecha comunión con los padres difuntos del clan, cuyos cadáveres ya se habían entregado a la tierra.

La Fiesta del Nuevo Ñame se celebraba todos los años antes de que empezara la recolección, a fin de honrar a la diosa Tierra y a los espíritus de los antepasados del clan. No se podían comer ñames nuevos hasta haber ofrecido algunos a aquellas fuerzas. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esperaban el Festival del Nuevo Ñame porque con él se iniciaba la temporada de la abundancia: el año nuevo. La última noche antes del festival todos los que todavía tenían ñames del año pasado se deshacían de ellos. El año nuevo tenía que empezar con ñames nuevos y sabrosos y no con la cosecha seca y fibrosa del año pasado. Todas las ollas, las calabazas y los cuencos de madera se lavaban a fondo, y en especial el mortero de madera en el que se batía el ñame. Las comidas más importantes del festival eran el fu-fú de ñame y la sopa de verduras. Se hacían en tales cantidades que, por mucho que comiera la familia o por muchos amigos v parientes que invitase de los pueblos vecinos, al final del día siempre quedaban cantidades enormes de comida. Siempre se contaba la historia del rico que había puesto a sus invitados un montón de fu-fú tan alto que quienes estaban sentados de un lado no podían ver lo que pasaba del otro, y hasta el atardecer uno de ellos no pudo ver a un cuñado suyo que había llegado durante la comida y le había tocado el otro lado. Hasta entonces no pudieron intercambiar saludos ni darse la mano por encima de lo que quedaba de comida.

O sea, que el Festival del Nuevo Ñame era un motivo de alegría en todo Umuofia. Y todos los hombres de brazo fuerte, como dicen los ibos, habían de invitar a mucha gente de todas partes. Okonkwo siempre invitaba a los parientes de sus esposas, y como ya tenía tres esposas, sus invitados formaban un grupo bastante numeroso.

Pero, Okonkwo, sin saber por qué, nunca se entusiasmaba tanto con las fiestas como los demás. Comía bastante y se podía beber una o dos calabazas bastante grandes de vino de palma. Pero siempre se sentía incómodo cuando se pasaba varios días esperando una fiesta o recuperándose de ella. Hubiera estado mucho más contento trabajando en sus campos.

Ya sólo faltaban tres días para el festival. Las esposas de Okonkwo habían frotado las paredes y las cabañas con tierra roja hasta que reflejaban la luz. Después las habían pintado con dibujos de color blanco, amarillo y verde oscuro. Después se habían puesto a pintarse ellas con madera camote y se habían hecho unos dibujos negros preciosos en el estómago y en la espalda. También los niños iban adornados, sobre todo en la cabeza, que se habían afeitado haciendo dibujos muy bonitos. Las tres mujeres hablaban nerviosas de los parientes a los que habían invitado, y los niños pensaban encantados en los mimos que les iban a prodigar aquellos visitantes del país de sus madres.

También Ikemefuna estaba nervioso. Le parecía que el Festival del Nuevo Ñame era un acontecimiento mucho más importante aquí que en su propio pueblo, lugar que ya estaba empezando a distanciarse y borrarse en su imaginación.

Y entonces estalló la tormenta. Okonkwo, que había estado paseando sin rumbo en su propio recinto con ira contenida encontró de pronto una salida a ésta.

— ¿Quién ha matado este banano? — preguntó.

Inmediatamente cayó el silencio sobre el recinto.

— ¿Quién ha matado este árbol? ¿O estáis todos sordos y mudos?

De hecho, el árbol estaba perfectamente vivo. La segunda mujer de Okonkwo se había limitado a quitarle unas cuantas hojas para envolver comida, y lo dijo. Sin más argumentos Okonkwo le dio una buena paliza y la dejó llorando con su única hija. Ninguna de las otras esposas osó intervenir, salvo para decir de vez en cuando tímidamente: «Ya basta, Okonkwo», desde una distancia prudente.

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