Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
Marchamos durante todo el día, parando sólo un momento para comer. Tampoco es que hablásemos mucho durante aquel rato pero, en fin..., comimos y volvimos al camino. El tiempo mejoraba conforme nos alejábamos de las montañas; las nubes más negras, las de lluvia, parecían quedarse enredadas en los picos de Wudang sin poder avanzar en ninguna dirección. Verme de nuevo recorriendo aquellos senderos de China con los ojos rasgados por la tinta me provocó una fuerte sensación de
deja vu
que se intensificó cuando, a media tarde, tras cruzar un pequeño río, divisamos por fin el pueblecito de Shiyan donde, a las afueras, en torno a un fuego, nos esperaban los cinco soldados del Kuomintang y los siete miembros del ejército revolucionario comunista en aparente camaradería, con nuestros caballos y mulas pastando tranquilamente en las cercanías.
Por la noche, cenando, los soldados nos informaron de que ningún miembro de la Banda Verde había asomado la nariz por aquellos parajes mientras estábamos fuera. No habían visto nada sospechoso ni nadie les había hablado de la presencia de gentes que no fueran peregrinos que iban o venían del monasterio. Parecían contentos, demasiado contentos, como si aquello se hubiera transformado en un viaje de placer del que estaban disfrutando de lo lindo. Reían groseramente y bebían licor de sorgo con excesiva alegría para mi gusto y, al parecer, habían comprado grandes cantidades de este licor en Junzhou para añadirlo a las provisiones del equipaje. Me alegré inmensamente de haber dejado a Fernanda en el monasterio, a salvo de todo aquello. No podía ni imaginar a mi sobrina sentada a mi lado contemplando aquella escena. Hicimos noche allí mismo, en un miserable lü kuan que invadimos al completo y, de amanecida, iniciamos camino hacia Yunxian, «a escasos cuarenta y ocho li de distancia», según el maestro Rojo, que era el que más hablaba de los dos gemelos (y eso que casi no abría la boca).
Los caminos no eran peores que los de Hankow a Wudang. Incluso diría que circulábamos mejor porque en esta ruta no se veían aquellas tristes caravanas de campesinos que huían en masa de las guerras. Lo malo empezaría con las nevadas pero, para entonces, nos habríamos alejado también de los puntos conflictivos más peligrosos al dirigirnos hacia zonas montañosas que apenas interesaban a los señores de la guerra. Y podía comprenderse perfectamente ese desinterés tanto al contemplar la humilde aldea montañesa de Yunxian, emplazada en una intersección de caminos y rodeada por un río, como transitando por los penosos senderos que llevaban hasta ella. Tardamos tanto en recorrer aquellos «escasos cuarenta y ocho li» que llegamos muy avanzada la noche y sin posibilidad alguna de encontrar alojamiento. Nos vimos obligados a acampar a la intemperie y a luchar contra el terrible frío nocturno con grandes hogueras y todas las mantas que teníamos. Apenas había conseguido pillar el sueño cuando un gran escándalo (gritos, golpes, voces de alarma...) me hizo saltar del jergón con el corazón en la garganta.
—¿Qué pasa? —grité repetidamente. El problema fue que, en mitad del fragor y del susto, sin darme cuenta lo estaba preguntando en castellano y, claro, ni Lao Jiang, que estaba de pie junto a mí, ni los monjes Rojo y Negro ni, por supuesto, los soldados, que corrían de un lado para otro con las armas en la mano, entendían lo que yo estaba diciendo. Debía de tratarse, sin duda, de un ataque de la Banda Verde, así que tironeé de la manga de Lao Jiang para que me prestara atención y le dije (en francés)—: Deberíamos escondernos, Lao Jiang. Estamos al descubierto.
Pero, en lugar de hacerme caso, se giró hacia el soldado al que aquella noche le había tocado el primer turno de guardia. El muchacho caminaba muy resuelto y divertido hacia nosotros con... Fernanda y Biao sujetos por el cuello. Dejé escapar una exclamación de asombro. No podía creer lo que estaba viendo.
—¿Se puede saber qué narices...? —empecé a chillar, enfurecida.
—¡No se enfade, tía, no se enfade! —imploraba, llorando, la tonta de mi sobrina a la que jamás había visto tan mugrienta y andrajosa. El corazón se me paró en el pecho. ¿Les habría pasado algo? ¿Cómo habían llegado hasta allí?
El revuelo en el campamento estaba disminuyendo. Ahora todo lo que se oía eran carcajadas. Vi, de reojo, que algunos soldados se esforzaban por calmar a los animales.
—¿Qué ha pasado? —pregunté a los niños intentando controlar mis nervios—. ¿Estáis bien?
Biao asintió con la cabeza, taciturno y, desde luego, sucio a más no poder. Fernanda se secó las lágrimas con la gran manga del abrigo chino y aspiró ruidosamente, intentando controlar los sollozos.
—Pero ¿qué demonios hacéis vosotros dos aquí? ¡Quiero una explicación ahora! ¡Ya!
—Queríamos venir —murmuró Biao con voz grave sin levantar la vista del suelo. Era tan alto que yo tenía que alzar un poco la barbilla para verle la cara.
—¡No te he oído! —grité para alegría de la divertida concurrencia, que empezaba a tomar asiento a nuestro alrededor como si estuviera disfrutando de un gran espectáculo. Y era lógico, porque mis gritos agudos podían pasar por maullidos operísticos chinos.
—He dicho que queríamos venir —repitió el niño.
—¡No teníais permiso! ¡Os dejamos al cuidado del abad!
Ambos guardaron silencio.
—Déjelo ya, Elvira —me sugirió Lao Jiang—. Mañana castigaré a Biao como se merece.
—¡Usted no le pegará con la vara! —exploté, gritándole en el mismo tono con que les estaba gritando a los niños.
—¡Sí,
tai-tai
, por favor! —suplicó Biao—. ¡Lo merezco!
—¡En este país todo el mundo está loco! —proferí hecha una energúmena. Se oyeron más risas a mis espaldas—. ¡Se acabó! ¡A dormir! Mañana hablaremos de todo esto.
—Tenemos hambre —confesó mi sobrina en ese momento con una voz completamente normal. Ya se le había pasado el disgusto y ahora venían las exigencias. Pues hasta ahí podíamos llegar. Tenía la cara lo suficientemente roñosa como para no inspirarme ninguna compasión.
—Hoy ya no hay comida para nadie —exclamé con los brazos en jarras—. ¡A dormir todo el mundo!
—¡Pero no hemos comido desde ayer! —protestó, airada.
—¡Me da exactamente lo mismo! ¡No os vais a morir por estar dos días con el estómago vacío! ¿Y vuestras bolsas?
—Donde nos descubrió el centinela —se apresuró a decir Biao.
—¡Pues, hala, traedlo todo! —Di media vuelta y empecé a alejarme—. Mañana será otro día y ya no querré matar a nadie. ¡Venga, rapidito!
No sé lo que pasó a continuación. Yo me metí en el k'ang y no quise abrir los ojos ni siquiera cuando escuché cómo aquellos dos irresponsables preparaban sus camas a mi lado. Les oí susurrar durante un rato y luego, poco a poco, todo quedó nuevamente en silencio. Aparenté que dormía porque no me quedaba otro remedio, pero no pude pegar ojo en toda la noche pensando en cómo hacerlos volver a Wudang a la mañana siguiente.
Pero cuando el soldado del último turno de guardia nos despertó y les vi allí tumbados, dormidos como marmotas, pensé que bien podían acompañarnos hasta Xi'an y quedarse en la ciudad mientras Lao Jiang, los monjes y yo entrábamos en el mausoleo. En definitiva, mi obligación era cuidar de mi sobrina y mantenerla a mi lado mientras no corriera peligro. Estaba mejor conmigo que en un monasterio taoísta y eso no me lo iba a discutir ningún buen ciudadano occidental. Resultó gracioso descubrir que ahora éramos seis haciendo taichi por las mañanas. Fernanda y Biao, por mucho frío que hiciera e, incluso, por mucha nieve que hubiera, se unían a los ejercicios matinales con sincero entusiasmo y, para cuando, a finales de noviembre, llegamos a una ciudad llamada Shang-hsien
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, tras casi un mes de duras jornadas atravesando terribles puertos de montaña entre vientos gélidos, borrascas y desprendimientos, los niños, el anticuario, los monjes y yo ofrecíamos una magnífica exhibición de armonía y coordinación de movimientos.
Pero la localidad de Shang-hsien, situada en el corazón mismo de la cordillera, en un pequeño valle formado por el curso del río Danjiang y la falda de la montaña Shangshan, era un punto geográfico históricamente peligroso. Numerosas batallas habían tenido lugar allí, nos explicó Lao Jiang tras hablar con algunos lugareños, y por eso conservaba todavía restos de sus antiguas murallas y un par de calles empedradas. A lo largo de más de dos mil años, ejércitos y sublevaciones campesinas habían utilizado Shang-hsien para llegar hasta la gran Xi'an (a sólo cien kilómetros de distancia) por estar ubicada en el único paso existente a través de los montes Qin Ling desde el sur. La ciudad tenía, incluso, un viejo lü kuan que nos pareció el colmo del lujo después de vagar tanto tiempo por las montañas aunque, en realidad, se trataba de un miserable y sórdido albergue. Pero a mí me daba lo mismo: estaba dispuesta a matar o a morir si era necesario por un buen baño de agua caliente.
Cenamos bien. Fernanda y Biao se pusieron a jugar al Wei-ch’i bajo la mirada entusiasta de los hermanos Rojo y Negro quienes, como todas las noches, terminaron participando. Los soldados, por su parte, bebieron mucho licor y estuvieron alborotando en una esquina del amplio comedor mientras Lao Jiang y yo, también como casi todas las noches, examinábamos nuestra propia copia del mapa del
jiance
(elaborada con mis lápices de colores y una hoja de mi libreta), y especulábamos acerca de las pocas palabras que sobre las trampas de la tumba había querido transmitir el arquitecto Sai Wu a su hijo. Muchas veces me preguntaba por qué el hijo de Sai Wu no recibió nunca la carta. Del texto se desprendía que las tablillas debían acompañar al niño hasta la casa del amigo de su padre, el cual se haría cargo de ellas hasta que el joven Sai Shi Gu'er alcanzara la mayoría de edad. Si el
jiance
y el niño iban juntos y el jiance nunca llegó a su destino, estaba claro que tampoco el niño llegó a Chaoxian. Sentía una inmensa compasión por aquel recién nacido a quien su padre reservaba un destino tan ambicioso y que probablemente murió con el resto del clan de los Sai. Si eso fue así, en algún punto de la cadena apareció un eslabón débil, y sólo pudo ser el «criado de toda confianza» a quien Sai Wu entregó las tablillas y el niño. Pero ¿cómo se salvaron las tablillas? Indudablemente, jamás lo sabríamos.
Nos fuimos a dormir limpios y satisfechos, incluso diría que contentos por el hecho de saber que íbamos a descansar sobre unos maravillosos
k'angs
calientes colocados encima de los ladrillos que conducían el calor de las cocinas. Aquello era un placer paradisíaco, un lujo oriental, y nunca mejor dicho. Sin embargo, mi siguiente recuerdo de aquella noche es el de una voz que me susurraba extrañas y violentas palabras al oído mientras algo frío y metálico me oprimía la garganta. Abrí los ojos de golpe, completamente despierta, sólo para descubrir que la oscuridad no me permitía ver nada y que el extraño me tenía sujeta de tal forma que no podía moverme ni tampoco respirar porque me tapaba la boca y la nariz con la mano. Quise gritar pero no pude y, en cuanto empecé a forcejear, el metal presionó aún más mi cuello y el dolor me indicó que estaba muy afilado. Un hilillo de sangre caliente resbaló por mi piel hacia el hombro. Supe, por los ruidos ahogados, que mi sobrina también se encontraba en apuros. Íbamos a morir y no podía entender qué era lo que retrasaba el momento. Como en Nanking, la proximidad de la muerte, que tanto miedo me daba, me hizo sentir más viva y más fuerte. Una luz se iluminó en mi mente y recordé que, no exactamente a mis pies pero sí cerca, había una mesilla pegada a los ladrillos calientes con una gran jofaina de barro que, si caía, armaría un estruendo terrible. Pero si me estiraba para golpear la jofaina con los pies, el cuchillo se me clavaría en la garganta y una vez seccionadas las venas de esa zona, ¿quién conseguiría parar la hemorragia? Entonces oí un gemido furioso de mi sobrina y ya no lo pensé más: en un solo movimiento, intenté apartar el cuello echando la cabeza hacia la izquierda y hacia atrás, hacia el pecho del sicario, y estiré las piernas —y todo el cuerpo— con tanta fuerza que noté perfectamente cómo golpeaba la vasija con los pies y cómo ésta echaba a volar por los aires. El sicario que me sujetaba, sorprendido y enfadado a la vez, me golpeó fuertemente con la mano en la sien pero, para entonces, el estrepitoso choque de la enorme vasija contra el suelo de piedra ya se había oído por todo el
lü kuan
y mientras intentaba inútilmente recuperarme del golpe, que me había dejado casi inconsciente, oí una exclamación ahogada a mi espalda y sentí que los brazos del asesino se aflojaban y me soltaban. Me desplomé, inerte, sobre el
k'ang
y, en ese momento, escuché un agudo chillido de angustia de mi sobrina que me hizo luchar por incorporarme para ayudarla.
—No se mueva —susurró entonces la voz del maestro Rojo (o quizá fuera la del maestro Negro; nunca lo supe)—. Su sobrina está bien.
—Fernanda, Fernanda... —llamé. La niña, llorando como una Magdalena, se me abrazó hecha un flan y yo le devolví el abrazo mientras intentaba comprender lo que estaba pasando. No podía pensar. Estaba aturdida y dentro de mi propia cabeza, que me dolía horrores, sonaban unos zumbidos penetrantes que se mezclaban con los disparos, los gritos, los golpes y las exclamaciones que llegaban desde afuera, desde el gran comedor, que se había convertido en un campo de batalla. No podía ser otra cosa que un ataque de la Banda Verde. Era su habitual forma de actuar y esta vez había faltado muy poco para que mi sobrina y yo no pudiéramos contarlo. Aunque a lo peor no podíamos, pensé acobardada. Debíamos movernos y salir de allí, escondernos en alguna parte mientras la lucha continuaba por si ganaba la Banda Verde. Más mareada que una sopa, hasta el punto de vomitar todo lo que tenía en el estómago en cuanto puse el pie en tierra, hice que Fernanda se levantara conmigo y, pasándole el brazo por los hombros, caminé dificultosamente hacia la puerta. En realidad, no sabía a dónde quería ir; actuaba sin coherencia. Abandonar la habitación significaba salir al comedor del
lü kuan
y era de allí de donde venían los disparos.
—¡Dios mío, que Biao esté bien! —oí decir, entre hipos, a la niña. Mi decisión de escapar había sido ridícula. Sujeté de nuevo a Fernanda o, mejor, me apoyé en ella y retrocedimos por la habitación vacía y oscura pisando, con los pies descalzos, los fragmentos afilados de la jofaina rota—. ¿Qué quiere usted hacer? —me preguntó confundida.