Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
—¡Por los espíritus! —exclamó Biao, con cara de susto.
—Los chinos creen que los malos espíritus sólo pueden avanzar en línea recta —gruñó el gordo Paddy, alejándose de nuevo hacia la zona derecha del puente.
—Ahora vamos a tener que mojarnos —anunció Lao Jiang—. Debemos revisar el puente por debajo. Como dijo el Príncipe de Gui: «El mejor lugar sería, sin duda, bajo el famoso puente que zigzaguea.»
—Pero ¿qué locura es ésta? —pregunté horrorizada a mi sobrina que estaba a mi lado un instante antes. Pero, junto con Lao Jiang y su criado Biao, Fernanda caminaba ya hacia tierra firme con la intención de meterse en el lago de aguas verdes. Paddy, que regresaba, me miró con ojos amustiados.
—Esperaba no tener que llegar a esto. ¿Quiere que nosotros dos saltemos desde aquí? —preguntó irónicamente, siguiendo los pasos de los tres locos que ya salían del puente por el otro extremo.
No me moví. En absoluto estaba dispuesta a meterme en esas aguas sucias llenas de peces vivos más grandes que un niño de dos años. A saber cuántos microbios albergaban, cuántas enfermedades podrían cogerse allí. Morir de fiebres no entraba en mis planes ni tampoco en los de mi sobrina.
—¡Fernanda! —grité—. ¡Fernanda, ven aquí ahora mismo!
Pero, mientras que todo un vecindario de ojos rasgados se asomó a los balcones al reclamo de mis gritos para ver qué pasaba, la niña hizo oídos sordos.
—i Fernanda! ¡Fernanda!
Sabía que me estaba oyendo, así que, con todo el dolor de mi corazón, no tuve más remedio que claudicar. Algún día, me dije satisfecha, algún día colgaría su rollizo cuerpo de un gancho carnicero.
—¡Fernandina!
Se detuvo y giró la cabeza para mirarme.
—¿Qué quiere, tía? —respondió.
Si las miradas matasen, la niña habría caído muerta en ese mismo momento.
—¡Ven aquí!
—¿Por qué?
—Porque no quiero que te metas en ese lago ponzoñoso. Podrías caer enferma.
En ese momento se oyó el ruido de un cuerpo al chocar contra el agua. Biao, haciendo honor a su nombre, había saltado a la sopa verde sin pensárselo dos veces. El anticuario, tras quitarse las gafas de concha y dejarlas en el suelo, descendía por unas pequeñas escalerillas talladas en la piedra y ya tenía las piernas metidas hasta las rodillas. La túnica beige empezaba a flotar a su alrededor. O estaban locos o eran unos ignorantes. En la guerra, mucha gente había muerto por beber agua contaminada y hubo epidemias terribles que los médicos intentaron atajar obligando a hervir los líquidos antes de ingerirlos.
—No se preocupe tanto, Mme. De Poulain —voceó Lao Jiang terminando de meterse en el lago hasta el cuello—. No va a pasarnos nada.
—Yo no estaría tan segura, señor Jiang.
—Entonces, usted no se meta porque enfermará.
—Y mi sobrina tampoco.
Fernanda, obediente pese a todo, se había quedado en el borde del lago, mirando cómo Biao nadaba de un lado para otro igual que un pez y Tichborne, después de quitarse el sombrero de paja aceitada, bajó también las escalerillas y siguió al anticuario, que se dirigía con paso tranquilo hacia la parte inferior del puente. En algún momento dejó de hacer pie y empezó a bracear. Al poco, ya tenía a los tres nadando debajo de mí, y Fernanda, viendo que yo estaba mejor situada para observar lo que ocurría, se acercó y se puso a mi lado. Ambas nos asomamos por la barandilla.
—¿Ves algo, Lao Jiang? —se oyó preguntar a Paddy, resoplando.
—No.
—¿Y tú, Biao?
—No, yo tampoco, pero las carpas intentan morderme.
El niño estaba cerca de las rocas que formaban la isla del pabellón y le vimos salir de allí a toda velocidad perseguido por unas carpas anaranjadas y negras que parecían perros de presa.
—Las carpas no muerden, Biao. Tienen la boca demasiado pequeña —comentó Paddy sin resuello—. Mejor será examinar la otra parte, la de las tres esquinas.
Fernanda y yo les seguimos desde arriba y esperamos pacientemente a que terminaran de inspeccionar todos y cada uno de los pilares de piedra que sujetaban la estructura.
—No creo que haya nada por aquí, señor Jiang —bufó Biao sacando la cabeza del agua. Una ramita verde le colgaba del pelo.
Ahora el anticuario sí parecía enfadado. Desde arriba pude distinguir con claridad su ceño fruncido.
—Tiene que estar, tiene que estar... —salmodió y volvió a sumergirse en la sopa con gesto decidido.
Pequeño Tigre levantó la cabeza para mirar a Fernanda y puso una mueca de duda en la cara para que la viera la niña. Luego, desapareció otra vez.
Paddy, nadando cansinamente, se dirigió hacia las escalerillas. Era evidente que no podía más y que se había dado por vencido. Salió del agua con toda la ropa pegada al cuerpo, echándose hacia atrás las dos mechas de pelo mojado —en realidad eran las patillas, muy largas, que utilizaba para cubrir el descampado superior—. En cuanto llegó arriba, se dejó caer en el suelo, agotado, y, sin moverse de donde estaba, nos hizo una señal de saludo con la mano.
Lao Jiang y Biao continuaron su búsqueda bajo el puente. El sol avanzaba en el cielo y la luz se hacía más intensa, más blanca. El anciano y el niño pasaron varias veces cerca de las rocas que formaban la base de la isla artificial y, siempre que lo hacían, un banco de carpas de aspecto fiero les golpeaba de manera enloquecida hasta que conseguía alejarles. La tercera vez que ocurrió, Lao Jiang ya no se movió. Ni Fernanda ni yo podíamos verlo pero la cara de Biao, que escapaba nadando como un ratón perseguido por una manada de gatos salvajes, era lo suficientemente expresiva como para adivinar que algo malo estaba ocurriendo. Fernanda no pudo contenerse:
—¿Y el señor Jiang, Biao?
El niño zarandeó la cabeza para sacudirse el agua y miró en dirección al anciano.
—¡Entre las carpas! —vociferó, asustado. Las que le perseguían a él habían dado la vuelta y regresaban para sumarse a las que continuaban aporreando a Lao Jiang—. ¡No se mueve!
—¿Cómo que no se mueve? —me espanté. ¿Le habría pasado algo? ¿Se estaría ahogando?—. ¡Ayúdale! ¡Sácale de ahí!
—¡
Bu
16
...
bu
! ¡No puedo! Pero está bien, parece que está bien, sólo que no se mueve.
Alterado por los gritos, Tichborne se había levantado del suelo y corría como podía para bajar las escaleras y volver al agua.
—Me está haciendo gestos con las manos —explicó el niño.
—¿Y qué dice? —chillé, al borde del colapso nervioso.
—Que nos callemos —explicó Biao, sin dejar de bracear—. Que no hagamos ruido.
Miré a Fernanda sin comprender nada.
—A mí no me pregunte, tía. Yo tampoco entiendo lo que está pasando. Pero si dice que nos callemos, mejor será hacerle caso.
Los minutos siguientes fueron de verdadera angustia. Biao y Tichborne, juntos, contemplaban la escena que se producía fuera de nuestro campo de visión, bajo el puente, cerca de las rocas, y ninguno hablaba ni se movía como no fuera para mantenerse a flote. Después de un tiempo que me pareció eterno, les vimos retroceder un par de metros sin quitar la vista de lo que sucedía frente a ellos. Y, entonces, la cabeza del anticuario —aunque mejor sería decir la cabeza y una mano que portaba un objeto— apareció tranquilamente en el centro de un ruedo de carpas que avanzaban pegadas a él sin apenas dejarle espacio para respirar. Eran como un ejército sitiando al enemigo dispuesto a impedir que escapara. El anticuario se deslizaba muy despacio y el cardumen de peces se desplazaba con él. El irlandés y el niño empezaron a nadar a toda velocidad hacia las escalerillas, huyendo de lo que se les venía encima y Fernanda y yo contuvimos un grito de horror al ver aquella situación espeluznante. Cuando al fin reaccionamos, echamos a correr hacia el lugar por donde Paddy y el niño estaban saliendo del agua, empujados por la masa de carpas que continuaban rodeando al señor Jiang mientras éste se dirigía muy despacio hacia las escaleras. En cuanto puso el pie en el primer peldaño, el agua comenzó a hervir. Los animales empezaron a agitarse enloquecidamente y a embestir a Lao Jiang como si fueran toros, pero el anticuario continuó impasible su ascenso hasta que, por fin, salió y sonrió triunfante. Apestaba, igual que apestaban Tichborne y Biao, pero, sin duda, me estaba acostumbrando a los olores putrefactos de Shanghai porque no me molestó demasiado. Lao Jiang, satisfecho, nos mostró una vieja caja de bronce cubierta de cardenillo.
—
Voilà
! —dejó escapar, contento, pisoteando el charco de agua que se estaba formando a sus pies—. ¡La tenemos!
—¿Por qué le atacaban las carpas? —inquirió Fernanda arrugando la nariz cuando Biao se colocó junto a ella.
El señor Jiang no le hizo caso, así que fue Paddy quien le contestó.
—Las carpas son peces muy nerviosos. En seguida se sienten amenazados si se invade su territorio y se vuelven realmente fieros si, además, están en época de cría. El licenciado Wan eligió bien el lugar. Durante siglos, estas carpas han mantenido alejados de la caja a los nadadores curiosos. Un tipo muy listo ese Wan.
—Debimos adivinar desde el principio —añadió Lao Jiang, calándose las gafas— que las carpas formaban parte de la trampa.
—¿Por qué? —Tichborne parecía ofendido.
—Porque las carpas son el símbolo chino del mérito literario, de la aplicación en el estudio, de haber aprobado un examen con excelentes notas... Es decir, el símbolo del propio licenciado Wan.
—¡Abrámosla! —exclamé.
—No,
madame
, ahora no. Primero debemos salir de Shanghai. —El anticuario levantó la mirada hacia el cielo y buscó el sol—. Es tarde. Debemos marcharnos inmediatamente o perderemos el ferrocarril.
¿El ferrocarril...?
—¿El ferrocarril? —me sorprendí. Había estado convencida todo el tiempo de que huiríamos en barco, remontando el Yangtsé.
—Sí,
madame
, el Expreso de Nanking que sale de la Estación del Norte a las doce del mediodía.
—Pero, pensé que... —balbucí.
—La Banda Verde creerá que huimos escondiéndonos en algún sampán del río, como cabría esperar, y registrará cualquier barcaza que navegue por el delta del Yangtsé durante los próximos días. A estas horas, los dos matones que huyeron durante la pelea estarán informando de lo ocurrido y la Banda ya sabe que hemos empezado la búsqueda y que, o nos cazan ahora o tendrán que perseguirnos por todo el país.
Empezamos a caminar en dirección a la salida, desandando el trayecto realizado al llegar. Los sicarios a los que Lao Jiang había hecho algo en el cuello permanecían en la misma postura, sin moverse, aunque los ojos les iban de un lado a otro, desorbitados. El anticuario no se inmutó.
—¿Qué les pasa? —pregunté, examinándolos aprensivamente a distancia.
—Están encerrados dentro de sus cuerpos —afirmó Biao con temor.
—En efecto.
—¿Morirán? —quiso saber Fernanda, pero el señor Jiang permaneció silencioso, andando hacia la puerta de salida del Jardín del Mandarín.
—Mi sobrina le ha preguntado si morirán, Lao Jiang.
—No,
madam
e. Podrán moverse dentro de un par de horas chinas, es decir, dentro de cuatro horas de las suyas. La vida, cualquier vida, hay que respetarla, aunque sea tan indigna como ésta. No se puede alcanzar el Tao con muertes innecesarias sobre la conciencia. Si un luchador es superior a su contendiente, no debe abusar de su poder.
Ahora hablaba como un filósofo y supe que era un hombre compasivo. Lo que no acababa de entender era aquello del Tao, pero tiempo habría para aclarar los cientos de preguntas que se me acumulaban en la garganta. Lo más urgente era escapar, huir de Shanghai lo antes posible porque, como había dicho el anticuario, la Banda Verde ya estaría al tanto de que los cinco habíamos visitado los jardines Yuyuan a primera hora de la mañana y no se iba a creer que había sido para hacer turismo.
—¿Conocerán los eunucos imperiales el texto verdadero de ¡a leyenda del Príncipe de Gui? —inquirí en aquel momento.
—No lo sabemos —repuso Tichborne retorciendo los faldones de su larga túnica para escurrir el agua—, pero es de suponer que no porque, en caso contrario, ¿para qué necesitarán el cofre?
—Lo más probable —observó juiciosamente Lao Jiang— es que conocieran su existencia, que alguien lo hubiera leído alguna vez y que tuvieran el cofre localizado y a buen recaudo para poder usar el texto cuando llegase el momento. La torpeza de Puyi se vuelve a poner de manifiesto al ordenar aquel inventario de tesoros sin calcular las consecuencias. Hubiera sido lógico adivinar que los eunucos y los funcionarios que venían enriqueciéndose con los robos no iban a permitir que se descubrieran. La solución más fácil era quemar las pruebas, provocar los incendios para que no pudiera llegar a saberse la cuantía de lo robado y apoderarse así de más objetos valiosos.
—Pero quizá alguien recuerde lo que decía el texto —objeté.
—En cualquier caso,
madame
, aunque Puyi y sus manchúes tuviesen la información de los lugares donde se escondieron los pedazos del jiance, cosa poco probable dada la nula inteligencia demostrada por los miembros de la familia imperial y por la vieja corte, este detalle resulta insignificante. Lo que realmente importa es que no pueden permitirse de ningún modo que otros la tengan también. Piénselo con cuidado. Cualquier señor de la guerra, cualquier noble Han, cualquier erudito Hanlin de rango superior y grandes ambiciones podría estar igualmente interesado en descubrir la tumba de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, y por las mismas razones que Puyi. De modo que necesitan recuperar el cofre al precio que sea y el cofre lo tenemos nosotros.
Tichborne soltó una carcajada.
—¿Quieres ser emperador, Lao Jiang?
—Creí que usted era un chino profundamente nacionalista —musité sin hacer caso al irlandés.
—Y lo soy,
madame
. Pero también creo que China ya no puede vivir dando la espalda al mundo, regresando al pasado. Hay que avanzar para que, algún día, podamos ser una potencia mundial como
Meiguo
y
Faguo
. Incluso como su patria, la Gran Luzón, que lucha por integrarse en las democracias modernas.
—Yo soy de España, señor Jiang —objeté.
—Es lo que he dicho,
madame
. La Gran Luzón, España.
Le costó lo suyo pronunciar el nombre. Resultaba que, como los mercaderes chinos llevaban trescientos años haciendo negocios con Manila, la capital de la isla de Luzón, España, para ellos, era «La Gran Luzón», el remoto país que compraba y vendía productos a través de su colonia de las Filipinas. No tenían la más remota idea de dónde estaba ni de cómo era y, además, les importaba muy poco y, por eso, pensé que el señor Jiang volvía a tener razón: China debía abrirse al mundo urgentemente y dejar de vivir en la Edad Media. No necesitaba más emperadores feudales, fueran manchúes o Han, sino partidos políticos y un moderno sistema parlamentario republicano que la hiciera progresar hasta el siglo XX.