Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
Es curioso cómo pescan los chinos. No usan cañas ni redes. Adiestran a esas grandes aves acuáticas de vistoso cuello para que capturen a los peces y, luego, los regurgiten en los canastos de la barca aún vivos y sin dañarlos. Pinté varios cormoranes aquella mañana en los márgenes y las pequeñas esquinas de hojas ya usadas de mi cuaderno con la idea de emplearlos después en el mismo cuadro en el que pensaba dibujar las aspas giratorias del ventilador de mi camarote del
André Lebon
. Aún faltaban piezas para la composición pero ya tenía claro que habría cormoranes y ventiladores.
Llegamos a Nanking el miércoles, 5 de septiembre, por la tarde, antes de la puesta de sol. A esas alturas me resultaba inconcebible pensar que sólo hacía una semana que había llegado a China, era como si llevara mucho más tiempo y empezaba a situar mi salida de París en un pasado remoto que comenzaba a borrarse. Las nuevas experiencias, los viajes, tienen un influjo amnésico poderoso, como cuando pintas con un nuevo color sobre otro anterior que desaparece.
En Nanking, el Yangtsé hubiera podido tomarse por un mar en vez de por un río —tan ancho era su cauce—. En algún momento perdimos de vista la orilla norte y ya no la volvimos a recuperar, de manera que sólo el lento discurrir de las aguas fangosas en una dirección daba indicios de que aquel océano interminable era una corriente fluvial. Vapores de gran tonelaje, cargueros, remolcadores y cañoneras ascendían y descendían por el río o permanecían atracados en el muelle mientras caravanas de barcazas como la nuestra y cientos de sampanes familiares —auténticas casas flotantes—, cargados de hombres, mujeres y niños ligeros de ropa, se agolpaban y viraban de manera sorprendente en busca de un trecho de agua por el que avanzar. El olor a pescado frito era terrible.
Dejamos el río y abandonamos aquel embarcadero lleno de gente, cajas, cestas y jaulas de patos y gansos para adentrarnos en la ciudad. Necesitábamos encontrar un lugar donde dormir aquella noche y, aunque no lo dije, también donde poder darnos un baño: algunos de nosotros apestábamos como bueyes.
Pero Nanking no era Shanghai, con sus modernos hoteles y sus luces nocturnas. Aquella ciudad era una ruina. Grande, sí, pero una ruina. No quedaba en ella nada del esplendor de la antigua Capital del Sur (que es lo que significa Nanking, por oposición a la Capital del Norte, Pekín) fundada por el primer emperador de la dinastía Ming en el siglo XIV. Los deteriorados muros de la vieja ciudad surgían de vez en cuando mientras avanzábamos por las calles amplias y sucias en busca de una posada. Paddy, con los ojos hinchados y enrojecidos, caminaba dando traspiés aunque se iba espabilando un poco con el aire de la noche que, sin ser fresco, al menos aquel día no era tórrido.
El señor Jiang caminaba confiado y alegre. Nanking le traía buenos recuerdos de su juventud, ya que en esta ciudad había aprobado su examen literario con las mejores calificaciones. Al parecer, la Capital del Sur era algo así como una de nuestras ciudades universitarias europeas y los letrados que realizaban aquí sus estudios estaban mucho mejor considerados que los del resto de China. Grandes monumentos Ming se conservaban en la ciudad, sobre todo en las afueras, ya que había sido, en el pasado, una metrópoli de considerable importancia política y económica, con una población culta y numerosa.
—En Nanking —comentó orgulloso el anticuario— se publican los libros más hermosos del Imperio Medio. La calidad del papel y de la tinta que se fabrican aquí no tiene parangón.
—¿Tinta china? —preguntó Fernanda distraída, contemplando la miseria y la desolación de las calles por las que avanzábamos.
—¿Acaso hay de otra en este país? —repuso Paddy desabridamente. Todavía estaba resacoso.
Finalmente, después de mucho deambular, encontramos alojamiento en un triste
lü kuan
(una especie de hotel barato) situado entre la Misión Católica y el Templo de Confucio, al oeste de la ciudad. Se trataba, más bien, de un patio cuadrado con aspecto de antigua pocilga cubierto en parte por un sobradillo de paja y a cuyos lados daban las habitaciones. Al fondo, tenebrosamente iluminadas por farolillos y quinqués, se apiñaban las mesas llenas de gente que cenaba o jugaba sobre extraños tableros a pasatiempos desconocidos para mí.
El señor Jiang pronto entabló conversación con el dueño del negocio, un celeste joven, grueso y de frente despejada que aún conservaba su rancia coleta Qing. Mientras los demás cenábamos unos rollos de camarones con pedazos de carne condimentada y trozos de cerdo dulce y agrio —yo había ganado mucha habilidad con los palillos, los
kuaizi
, durante los días pasados en la gabarra y Fernanda parecía no haber utilizado otra cosa para comer en toda su vida—, el anticuario permaneció en pie junto a la gran cocina de leña recabando información del propietario para intentar situar los pocos datos que teníamos sobre el lugar en el que el médico Yao escondió, trescientos años atrás, el segundo pedazo del
jiance
de Sai Wu. Justo cuando estábamos terminando de cenar, el dueño del
lü
kuan
se despidió de Lao Jiang con una gran sonrisa nerviosa y el anticuario regresó junto a nosotros.
—¿Y si informa a la Banda Verde de nuestra presencia en su establecimiento? —le pregunté, intranquila, mientras él tomaba asiento y, con los palillos, cogía un gran trozo de carne de cerdo.
—¡Oh! No dudo de que lo hará. —me respondió amablemente—. Pero no esta noche. No ahora. De modo que tomemos el té con tranquilidad y déjenme contarles lo que he averiguado.
Biao, que había cenado en un patio trasero con los demás criados, se presentó, mugriento aún y apestoso, con una tetera de agua caliente para la infusión. Todo el mundo parecía contento aquella noche. Quizá me estaba preocupando en exceso.
Un chino viejo y ciego entró de pronto en el comedor y tomó asiento junto a una columna. De un estuche que dejó en el suelo extrajo una especie de pequeño violín de mástil largo cuya caja estaba hecha con la concha de una tortuga y, cogiéndolo verticalmente, empezó a rasgar las cuerdas con un arco y a entonar (si es que a eso se le podía llamar entonar) una canción extraña, quizá melancólica, en un agudo falsete. Algunos comensales siguieron el ritmo con golpes sobre las mesas, encantados por el entretenimiento y tanto el anticuario como el irlandés esbozaron grandes sonrisas de alegría mirando al músico.
—La situación es ésta —empezó a decir el señor Jiang reclamando nuestra atención—. La gran mayoría de las puertas de la antigua muralla Ming que rodea la ciudad han cambiado de nombre desde su construcción. Por eso yo no recordaba ninguna Puerta Jubao, como dice el mensaje del Príncipe de Gui, y el posadero tampoco conoce ninguna, pero está convencido de que se trata de
Nan-men
, la Puerta de la Ciudad, también llamada Puerta
Zhongkua
, es decir, Zhonghua Men, la puerta más grande de toda China, porque hay un montecito llamado Jubao frente a ella, al otro lado del río Qinhuai que sirvió de foso a la muralla. Sería la puerta principal de la vieja ciudadela de Nanking, la puerta sur, que fue construida en la segunda mitad del siglo XIV por orden del primer emperador Ming, Zhu Yuan Zhang.
—¿Cuántas puertas tiene la muralla? —preguntó Tichborne.
—En origen tenía muchas, más de veinte. En la época Ming, Nanking era la ciudad fortificada más grande del país y tenía dos murallas, la interior y la exterior, de la que no queda nada. La interior, que es de la que estamos hablando, tenía casi sesenta y ocho
li
20
, es decir, treinta y cuatro kilómetros, de los que hoy sólo se conservan unos veinte. De las puertas, quedarán siete u ocho. Cuando yo me examiné había doce, pero las últimas revueltas y los levantamientos han dañado muchas de ellas. Zhonghua Men, sin embargo, está en perfecto estado.
—Pero no estamos seguros de que esa Zhonghua Men sea la Puerta Jubao, ¿verdad?
—Debe de serlo,
madame
. El hecho de que exista un monte Jubao frente a ella resulta bastante significativo.
—Y, exactamente, ¿qué decía el mensaje del Príncipe de Gui? Deben disculparme pero no lo recuerdo.
Paddy resopló. Tenía la cara muy pálida y unas grandes bolsas negras le colgaban debajo de los ojos hinchados y enrojecidos.
—El príncipe le decía al médico Yao que buscara «en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei, de la región de Xin'an, provincia de CheMang», para esconder su fragmento. En China, el ladrillo es el elemento de construcción más utilizado después de la madera y los artesanos que los fabricaban para el Estado estaban obligados a escribir en ellos su nombre y provincia de procedencia. Así se les podía localizar y castigar si el material no era de buena calidad.
—¿Y el Príncipe de Gui conocía a todos los suministradores? —me extrañé—. Resulta curioso que, entre todos los artesanos que fabricaron ladrillos para las murallas y las puertas de Nanking, que debieron de ser muchos, el último emperador Ming conociera la existencia de ese anónimo obrero Wei de la región de Xin'an muerto tres siglos atrás.
—Está claro que aquí hay más de lo que vemos, madame —repuso Lao Jiang—. No adelantemos acontecimientos. Todo se aclarará cuando resolvamos el problema. Ahora, lo importante es que ustedes aprendan a identificar los caracteres chinos que representan
Wei
,
Xin'an
y
Chekiang
. Nosotros, los hijos de Han, utilizamos las mismas sílabas para nombrar muchas cosas distintas. Sólo la entonación con que las pronunciamos diferencia a unas de otras. Por eso nuestro idioma tiene una musicalidad tan insólita para los
Yang-kwei
, ya que si pronunciamos una palabra-sílaba con una entonación equivocada la frase dice otra cosa completamente distinta de lo que quería decir. La única posibilidad que tenemos de ser precisos es con la escritura. Los ideogramas son diferentes para cada concepto. Escribiendo, podemos entendernos entre nosotros aunque procedamos de regiones diferentes del Imperio Medio e, incluso, podemos entendernos con los japoneses y con los coreanos, aunque hablen otros idiomas, porque adoptaron nuestro sistema de escritura muchos siglos atrás.
—¡Menudo discurso! —se burló Tichborne—. A mí me costó tres años hablar tu maldita lengua y aprender los pocos caracteres que sé.
El anticuario apartó a un lado de la mesa los cuencos de la cena y sacó de uno de sus bolsillos una cajita rectangular forrada de seda roja que contenía, en tamaño reducido, lo que los celestes llaman los «Cuatro Tesoros Literarios», es decir, los pinceles de pelo, la pastilla de tinta, el soporte para fabricarla y el papel, un rollo pequeño de papel de arroz que extendió y aseguró en sus esquinas con los cuencos de la cena. Se arremango y dejó caer unas gotas de agua de la tetera en el soporte para la tinta; seguidamente, cogió la pastilla y, con movimientos metódicos, la frotó hasta que la brillante emulsión negra adquirió la densidad que deseaba y, a continuación, sujetó el pincel en posición vertical con todos los dedos de la mano derecha mientras que con la izquierda retiraba la manga del brazo que escribía para que no arrastrara y estropeara los trazos; empapó el pincel en la tinta y lo apoyó sobre la superficie blanca. ¡Con cuánta unción realizó estos gestos! Parecía un sacerdote ejecutando un rito sagrado. Y lo que dibujó fue algo así:
—Éste es el carácter Wei —dijo, levantando la cabeza y entregando el pincel a Paddy que se dispuso a copiarlo rápidamente al lado del de Lao Jiang, aunque con menos seguridad y gracia—. Wei, el apellido de nuestro artesano. Su significado es «rodear», «cercar», «cerco»..., como bien se adivina por su forma. Memorícenlo. Intenten dibujarlo para así recordarlo mejor. De todas formas, mañana, antes de salir hacia la Puerta Jubao, volveré a enseñárselo.
Yo saqué mi
Moleskine
y copié el carácter con sanguina, en grande. Fernanda me contemplaba con cierta envidia.
—¿Me deja usted una hoja, tía? —preguntó humildemente. Sabía que era mi libreta de dibujo y que lo que me pedía era un sacrificio para mí.
—Toma —dije arrancándola con cuidado, suavemente, de arriba hacia abajo—. Y toma este lápiz también. Y tú, Biao, ¿quieres otra hoja y otro lápiz?
Pequeño Tigre desvió la mirada.
—No, gracias —rehusó—. Ya lo he memorizado.
Algo se barruntó Lao Jiang porque giró suspicazmente la cabeza hacia él.
—¿Sabes escribir chino? —preguntó con cierta violencia—. ¿Cuántos caracteres conoces ya?
El niño se asustó.
—En el orfanato sólo nos enseñan la caligrafía extranjera.
Los ojos de Lao Jiang lanzaron chispas y centellas y soltó los útiles de escritura para apoyar las palmas de las manos contra la mesa como si quisiera aplastarla.
—¿No conoces ningún carácter de tu lengua? —Nunca había visto al anticuario tan enfadado.
—Sí, éste —musitó el pobre Biao señalando con el dedo el apellido del artesano.
Paddy apoyó tranquilizadoramente la mano sobre el hombro del señor Jiang.
—Déjalo. No vale la pena —gangoseó—. Enséñale tú y no le des más vueltas.
El anticuario respiró hondo y exhaló muy despacio el aire por la boca. Con una cara que daba miedo, volvió a sujetar el pincel de aquella curiosa manera vertical y lo empapó de tinta. Su rostro cambió entonces y se serenó. Parecía que no pudiera escribir estando enfadado, que tuviera que concentrarse y mantener un estado de ánimo tranquilo para empezar a realizar aquellos complicados ideogramas que requerían trazos lentos y rápidos, largos y cortos, suaves y enérgicos. Observándole, se comprendía por qué los celestes habían hecho un arte de su caligrafía y, al mismo tiempo, por qué nosotros no.