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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (35 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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—Debemos escondernos —susurré—. Es la Banda Verde.

—¡Pero no hay ningún sitio para hacerlo! —exclamó.

Una bala entró por la puerta con un silbido y se incrustó en la pared haciendo saltar esquirlas de piedra que rebotaron sobre nosotras. Mi sobrina chilló.

—¡Cállate! —le ordené pegando la boca a su oreja para que nadie más me oyera—. ¿Es que quieres que sepan que estamos aquí y que vengan a por nosotras?

Sacudió la cabeza, negando enérgicamente, y me cogió de la mano para llevarme hasta una esquina de la habitación. Por el camino, pasamos sobre los cuerpos muertos de los dos asesinos que nos habían atacado. Sorprendida, la escuché remover las mantas y las esteras de bambú de los
k'angs
y dirigirse a continuación hacia mí con no sé qué extraña intención. Muy mareada todavía noté que me envolvía en una de las mantas y que me enrollaba con una de las esteras hasta dejarme convertida en un rulo que apoyó desconsideradamente contra la pared. Había que admitir que era una buena idea, la mejor de las posibles.

—¿Y tú? —pregunté desde el interior de mi agobiante refugio.

—Yo también me estoy escondiendo —respondió.

Ya no volvimos a hablar hasta que, mucho tiempo después, la lucha en el patio terminó. Yo había pasado un rato malísimo y no sólo por el miedo. No sé cómo me había golpeado el desgraciado sicario pero el dolor de cabeza y la sensación de angustia, de mareo y, la peor de todas, la de ir a perder el conocimiento en cualquier momento, convirtieron aquel tiempo dentro del rollo de estera en una auténtica heroicidad por mi parte: debía esforzarme mucho por mantenerme despierta y en pie, y eso que tenía la espalda apoyada contra la pared. Cuando ya creía que no podría aguantar ni un segundo más me pareció escuchar la voz de Biao.

—¡
Tai-tai
! ¡Joven Ama! —sonaba muy lejos, como si nos llamara desde el otro mundo, aunque lo más probable era que quien estuviera ya cerca del otro mundo fuera yo—. ¡Joven Ama! ¡
Tai-tai
!

—¡Biao! —oí decir a mi sobrina. Yo intenté hablar, pero sólo recuerdo que vomité de nuevo dentro de mi estrecho escondite y nada más.

Abrí los ojos y vi un techo de adobe pintado de blanco. Mi primera sensación fue la de haber dormido mucho y, luego, la de que había demasiada luz. Entorné los párpados y pensé que era extraño que no nos hubiéramos despertado al amanecer para hacer los ejercicios taichi. ¿Dónde estaba Biao? ¿Por qué no me había despertado Fernanda?

—Avisa a Lao Jiang —dijo alguien—. Ha abierto los ojos.

Claro que había abierto los ojos. Qué tontería. ¿O acaso era otra persona la que había abierto los ojos? No entendía nada de lo que estaba pasando.

—¿Tía? ¿Cómo se encuentra?

En mi pequeño campo de visión apareció la cara compungida de mi sobrina, toda hinchada y llorosa. Iba a preguntarle, de malos modos, qué narices le pasaba para tanto lagrimeo cuando me di cuenta de que me costaba muchísimo hablar, de que no podía articular la mandíbula, que se negaba a abrirse.

—¿Tía...? ¿Me ve, tía, me ve?

Algo muy grave me estaba pasando y no podía comprender qué era ni por qué. Empecé a asustarme. Al final, haciendo un esfuerzo increíble, conseguí despegar los labios.

—Claro que te veo —balbucí a duras penas.

—¡Me ve! —gritó alborozada—. No se mueva, tía. Tiene un bulto en la cabeza del tamaño de una plaza de toros y media cara morada.

—¿Cómo? —repliqué intentando incorporarme. Obviamente, era demasiado esfuerzo.

—¿No recuerda nada de lo que pasó anoche?

¿Anoche?, ¿qué había pasado anoche? ¿No nos habíamos ido a dormir después de cenar? Y, por cierto, ¿dónde estábamos?

—La Banda Verde nos atacó —me dijo mi sobrina.

¿La Banda Verde...? ¡Ah, sí, la Banda Verde!. Sí, claro que nos había atacado. De repente recordé todo lo sucedido. El asesino que me había puesto un cuchillo en el cuello, la patada que le di a la jofaina, un golpetazo terrorífico en la sien... Y, después, retazos de sueños, una manta, una estera...

—Sí, ya lo recuerdo —murmuré.

—Bien —dijo la voz de Lao Jiang desde las proximidades—. Buena señal. ¿Cómo se encuentra, Elvira? ¿O prefiere que la llame Chang Cheng?

Oí la risa de Biao cerca y también la de mi sobrina.

—Nada de Chang Cheng —proferí, molesta.

—Aquí la tenemos de nuevo —exclamó, satisfecho.

Una de las caras idénticas de los hermanos Rojo y Negro (no podía ver aún con tanta nitidez como para distinguir si tenía la sombra en la mejilla) se puso delante de mí, me examinó con atención y tocó el lado izquierdo de mi cabeza. Me dolió tanto que grité.

—Recibió un golpe terrible —me explicó el maestro—, Seguramente «La Palma de Hierro». Algunos de los atacantes conocían técnicas secretas de lucha Shaolin. Podría haber muerto.

—Fue una dura batalla —declaró Lao Jiang.

—¿Qué ocurrió? —pregunté.

—Nos atacaron por sorpresa. Entraron en nuestras habitaciones sin que los soldados se dieran cuenta.

—Demasiado licor de sorgo —gruñí, enfadada.

—No se preocupe —dijo él, lúgubremente—. Lo han pagado caro. Ninguno ha sobrevivido.

—¿Cómo dice? —me alarmé, intentando incorporarme de nuevo. Me dolió todo el cuerpo y desistí.

—Los maestros Jade Rojo y Jade Negro fueron los primeros que consiguieron salir de su cuarto. Nos atacaron a todos a la vez. Eran más de veinte hombres. Creo que Biao ha contado veintitrés cadáveres, ¿no, Biao?

—Sí, Lao Jiang. Más los doce soldados.

Qué estúpida carnicería, recuerdo que pensé. ¿Por qué los hombres resuelven siempre los problemas con guerras, matanzas o asesinatos? Si los de la Banda Verde querían el jiance, o todo el dichoso contenido del «cofre de las cien joyas», con apresarnos, obligarnos a dárselo y soltarnos era suficiente, Pero no, había que atacar, matar y morir. Absurda violencia.

—Veníamos hacia aquí cuando usted tiró al suelo el lienp'en —dijo el maestro—. Sabíamos que estaban en peligro. Con el ruido, los soldados despertaron y empezó la pelea.

—Al principio —siguió contando Lao Jiang—, las balas de los rifles acabaron con muchos de los asaltantes pero los que quedaron vivos al final, cuando nuestros soldados ya estaban en las últimas, eran luchadores Shaolin como el que la atacó a usted. Los maestros Jade Rojo, Jade Negro y yo habíamos conseguido eliminar a cuatro o cinco de ellos con muchas dificultades pero aún quedaban otros tantos que, incluso heridos, liquidaron a los últimos muchachos del grupo comunista de Shao. Fue un ataque fuerte y muy bien organizado. Esta vez no querían correr riesgos. Venían dispuestos a llevarse el jiance pero, gracias a la jofaina que usted tiró, no les dimos tiempo ni a buscarlo. El maestro Jade Negro tiene varias lesiones importantes y yo muchas contusiones y un par de heridas. El maestro Jade Rojo es el que ha salido mejor parado; sólo recibió cortes en las manos y en la espalda, pero ninguno de gravedad.

—¿Y Biao? —me inquieté,

—Estoy bien,
tai-tai
—le oí decir—. A mí no me pasó nada,

—¿Cómo sabían que estábamos aquí? ¿Nos habían seguido?

—Indudablemente —afirmó Lao Jiang—. El monasterio de Wudang era la última referencia que tenían de los tres fragmentos del jiance. Recuerde que habían visitado al abad. Ya no les quedaban más oportunidades antes de perdernos.

—¿Y por qué aquí? ¿por qué en esta ciudad?

—No lo sabemos. Quizá se enteraron tarde de nuestra salida o quizá esperaron hasta tenernos en este lugar por alguna razón, la más probable de las cuales es que los expertos en artes marciales que nos atacaron procedan del templo Shaolin de Songshan, en la cercana provincia de Henan, al Oeste, el lugar más importante de lucha Shaolin de toda China. No creo que fueran monjes, pero nunca se sabe. Esta ciudad, Shang-hsien, es el mejor punto de encuentro para reunir al grupo de sicarios procedentes del sur que venían tras nosotros con el de luchadores procedentes de Henan. La Banda Verde ha debido de gastar mucho dinero organizando este ataque.

—¿Y ahora qué?

—Ahora, debemos descansar. Usted no estará en condiciones de moverse hasta dentro de un par de días por lo menos y hay que disponer el regreso del maestro Jade Negro a Wudang. No puede acompañarnos el resto del viaje y tampoco podemos dejarle aquí.

—¿Tan mal está?

—Tiene los dos brazos rotos y una herida muy profunda en la pierna derecha. Luchó valerosamente y se llevó la peor parte. Pero no corre peligro de muerte.

¿Los gemelos iban a separarse? Eso sí que era una novedad. Si el maestro Rojo, el gran erudito, se quedaba con nosotros, quizá consiguiéramos averiguar si tenía personalidad propia al margen de la de su hermano, el luchador.

—Ahora que no disponemos de soldados —siguió diciendo Lao Jiang— y que el maestro Jade Negro regresa a Wudang, si se produjera otro ataque como el de anoche estaríamos completamente perdidos.

—¿Y no puede usted pedir ayuda al Kuomintang o a los comunistas de esta ciudad?

—¿Kuomintang en esta zona de China...? No, Elvira. Ni Kuomintang ni comunistas. Estamos en las cumbres del macizo Qin Ling, ¿recuerda?, prácticamente aislados del mundo salvo por un estrecho y escarpado camino de montaña cubierto de nieve. Sin embargo, la buena noticia es que, si abandonamos ese camino y seguimos otras rutas, ya no podrán darnos alcance y, si nos pierden el rastro ahora, serán incapaces de volver a encontrarnos. No saben hacia dónde nos dirigimos.

—Hacia Xi’an —replicó Fernanda con tonillo de suficiencia, como sí Lao Jiang fuera tonto o algo así.

—Xi'an es una ciudad muy grande, joven Fernanda, tan grande como Shanghai y nosotros no vamos directamente hacia allí. —Lao Jiang acababa de dar al traste con mi intención de dejar a los niños en aquel lugar—. La Banda Verde no tiene ni idea de cuál es nuestro destino, ¿O para qué crees que querían el
jiance
? No saben dónde está el mausoleo.

—Pero, Lao Jiang —objeté sin pestañear para que no me explotara la cabeza—, ¿cómo vamos a cruzar las montañas nosotros solos? ¿Es que no recuerda todo lo que hemos pasado para llegar hasta aquí? ¿Cómo vamos a salir vivos de ésta si dejamos el camino?

—Ya no estamos muy lejos, Elvira. Con el peor de los tiempos posibles podría faltarnos, como máximo, una semana hasta Xi'an y, además, a partir de ahora todo el trayecto es de bajada. Debemos evitar a toda costa que nos sigan. Es lo único que pueden hacer, su única posibilidad de encontrar la tumba. Estoy seguro de que han dejado espías en Shang-hsien, gente dispuesta a venir tras nosotros hasta la misma entrada del mausoleo. ¿Es que quiere usted que nos ataquen allí? ¿Se lo imagina? Debemos tomar todas las precauciones posibles.

—Entonces, hay alguien ahí afuera esperando a que reanudemos el viaje. —Un sueño raro me cerraba los ojos. Me dio miedo dormirme.

—Este tramo final es el más importante para ellos. Ya no tienen otras referencias. Si ahora nos pierden de vista, se acabó y no creo que sean tan tontos. Supongo, por otro lado, que no esperaban fracasar en el asalto de anoche pero, por si acaso, debemos guardarnos muy bien las espaldas.

—¿Y cómo lo haremos? —pregunté, notando que, sin poder evitarlo, me iba quedando rápidamente dormida.

—Pues, verá. Lo que hemos pensado es lo siguiente...

Y ya no recuerdo nada más.

Aquella tarde me desperté sin encontrarme mejor. Apenas pude beber un sorbo de agua. Mi sobrina me contó que Lao Jiang había pagado al dueño del
lü kuan
por nuestra estancia y por todos los daños y que había contratado a seis porteadores expertos para llevar al maestro Jade Negro de vuelta a Wudang y que, además, para no tener problemas con las autoridades chinas de Shang-hsien, también había comprado un pedazo de tierra en las afueras y había llegado a un acuerdo con algunos campesinos para que enterraran allí a los muertos en cuanto fuera posible porque, en esta época del año, el suelo estaba congelado. Mientras tanto, los cuerpos se conservarían en unas cuevas de la montaña Shangshan, en cuya ladera se encontraba la ciudad, y también por eso Lao Jiang había tenido que pagar una cierta cantidad de dinero en concepto de alquiler.

Mientras hablaba, Fernanda se empeñaba en darme la comida en la boca como a los niños pequeños pero no pude tragar absolutamente nada. Recuerdo que, por curiosidad, pasé muy suavemente la mano por el vendaje que cubría la hinchazón de mi cabeza y que, no sólo vi las estrellas, sino que, además, me asusté muchísimo al comprobar que el chichón tenía exactamente las mismas dimensiones que la parte más ancha de un huevo de gallina. Qué golpe no me habría dado aquel bestia, me dije, shaolin, mandarín o lo que fuera. Ahora, que, desde luego, lo había pagado caro. Por idiota. Peor para él. Si se hubiera dedicado a cualquier otra profesión más pacífica no estaría criando malvas.

A la mañana siguiente, en cambio, me desperté muchísimo mejor. Seguía doliéndome la cabeza pero pude levantarme del
k'ang
. Al lavarme la cara tuve que hacerlo con extremo cuidado porque todo el lado izquierdo me dolía y, luego, al desayunar, cada bocado me supuso un quejido de dolor. Después, tranquilamente, estuve paseando por el
lü kuan
, contemplando cómo los criados intentaban remediar los destrozos de la batalla, que eran muchos. Parecía que un tornado hubiera pasado por allí, o peor, un terremoto como el que había destruido Japón tres meses atrás, cuando Fernanda y yo llegamos a Shanghai. Resultaba increíble pensar que hacía ya tanto tiempo que deambulábamos por China en busca de la tumba perdida de un antiguo emperador pero, por difícil que fuera de creer, mis pies encallecidos y mis fuertes piernas podían corroborarlo. Continué dando vueltas por el
lü kuan
hasta que, inesperadamente, en un rincón, me encontré frente a un gran espejo octogonal con un trigrama tallado en cada lado del marco —los hexagramas del
I Ching
eran de seis líneas y éstos sólo de tres, pero parecían primos hermanos—. No pude evitar soltar un grito de horror cuando me vi reflejada. El vendaje me daba un aspecto muy parecido al de los soldados heridos que regresaban a París durante la guerra; pero lo peor, con diferencia, era la tumefacción negro azulada que me deformaba la parte izquierda del rostro, ojo, labios y oreja incluidos. Me había convertido en un monstruo. Si en algún momento la tan llevada y traída moderación taoísta debía serme útil sin duda era en aquél, y no se trataba de estar fea, guapa o deformada; se trataba de que hubieran podido matarme con aquel golpe llamado «La Palma de Hierro» y mi cara lo decía bien a las claras. Podría estar muerta, me repetía mientras me observaba cuidadosamente y supe que, en tanto aquel enorme cardenal no desapareciera, debía echar mano de la moderación, del
Wu wei
y de la moderación otra vez.

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