Tolomeo está preparando una campaña naval contra Chipre. Antígono está en Siria, confirmando su apoyo a las ciudades costeras mientras su hijo Demetrio reconstruye su centro de operaciones en Palestina tras la derrota del año pasado. Casandro intenta imponerse al joven Heracles, el último hijo de Alejandro, aunque nadie sabe si para convertirlo en rey de Macedonia o para matarlo. Y Lisímaco trabaja para construir su propia ciudad a fin de rivalizar con Alejandría y Antioquía. Según parece, cada uno de los diádocos quiere tener su propia ciudad.
Y Sátiro escribió:
Confío en que ya hayas recibido mi carta anterior. Necesitaré a los Exiliados y a nuestra falange en primavera. Si Seleuco puede prescindir de ti, te aguardaré en Heraclea del Euxino para el festival de Atenea. Ruego saludes de mi parte a Crax y a Sitalkes, y también a Amintas y a Draco, y diles a todos que Melita se ha marchado al este a sublevar a los sakje.
Safo leyó lo que Sátiro había escrito.
—Pareces muy seguro —comentó.
Sátiro asintió.
—No —dijo—. Es posible que mi hermana ya haya muerto. O que mi alianza naval fracase. O que Dionisio de Heraclea se niegue a prestarme su ciudad como base de operaciones para mi ejército… o que simplemente perdamos. —Se encogió de hombros—. O sea que hay muchas cosas que pueden salir mal; la palabra «seguro» jamás entra en mis pensamientos.
Cogió el tintero y escribió con esmero:
Por favor, envíame respuesta en cuanto recibas esto. Si dispones de tiempo, manda una copia a Safo y otra a Doña Amastris de Heraclea, y una tercera a Eumenes; es el arconte de Olbia, aunque te cueste creerlo. Y una cuarta vía Pantero al navarco de Rodas, al templo de Poseidón. Así tendré las máximas posibilidades de recibir tu contestación, ya que pronto emprenderé el vuelo.
—¿Alguna vez has pensado que si tienes éxito mi marido perderá su mando? Los Exiliados ya no serán exiliados. —Safo se rio—. Es una broma. Pero, si se restaura Tanais, ¿qué haremos todos nosotros?
Sátiro negó con la cabeza.
—Ni idea, tía —dijo—. Aunque me encantaría averiguarlo.
Y más tarde, bien entrada la noche, llegó Helios. Olía a un discreto perfume.
—¿Y bien? —preguntó Sátiro—. ¿Has pasado una velada agradable?
—No demasiado —contestó el chico. Su voz parecía forzada, su rostro cuidadosamente inexpresivo—. Es tonta de remate, por más mala uva que gaste. Me ha ofrecido cien daricos de oro para que te matara. —Helios soltó un monedero sobre el aparador, tan pesado que hizo crujir el cedro—. Le he contado un cuento penoso sobre cómo abusabas de mí, y me ha dicho que era un blandengue. —Bajó los ojos al suelo—. Pero después de complacerla, ha cambiado de canción, y ahí está la prueba. Y sí, sale casi todas las noches. Le gustan los chicos, como a la mayoría de ese tipo de mujeres. —El desprecio que sentía por sí mismo era patente, pero también su repugnancia por ella—. ¡Se cree que es mi dueña! —espetó.
Sátiro se estremeció.
—Yo… pensaba que eras demasiado joven para… Lo siento, Helios. Te he puesto en una situación…
Sátiro pensó que matar a inocentes no era el único precio que había que pagar por ser rey.
Helios parpadeó con sus largas pestañas rubias y se encogió de hombros.
—No he sido demasiado joven… No te preocupes. Tampoco es algo que no haya hecho antes, y en peores circunstancias.
Sátiro mantuvo la voz neutra.
—¿De dónde procede el dinero? Dudo mucho que esos cien daricos sean suyos.
—No lo son —dijo Helios—, pero tampoco sé de dónde salen. ¿Está implicada su ama? Tampoco lo sé. Por cierto, mañana vendrá a cantar para ti.
Sátiro asintió.
—Zarpamos dentro de tres días. Deberías hacerte con una espada, un yelmo y una coraza ligera. ¿Alguna vez has llevado armadura?
—No —dijo Helios, pestañeando.
—Ve a casa de Isaac Ben Zion y pide a su mayordomo que te venda una armadura. ¿Qué edad tienes, a todas estas? —preguntó Sátiro.
—Creo que tengo catorce años —contestó el chico—. Perdí la noción del tiempo… en el burdel.
Volvió a bajar la vista al suelo. Sátiro lo cogió del mentón y le levantó la cabeza.
—¿Nadie te ha contado la regla de la casa de León? —preguntó—. Ningún hombre debe arrepentirse de lo que hiciera antes de venir aquí; solo cuenta lo que aquí haga. Eres libre. Libérate del pasado.
Helios lo miró de hito en hito, incómodo y admirado.
Sátiro apartó la vista.
—Si tienes catorce años —dijo—, pide una armadura egipcia de lino. Crecerás demasiado deprisa para que merezca la pena comprar una de bronce o de escamas. —Señaló los daricos de oro—. Puedes usar eso, si quieres. Pero solo después de la visita de Fiale.
—¿Qué le harás? —preguntó Helios.
—¿A ella? —respondió Sátiro con dureza. Le sorprendió lo que sentía su corazón, pues se aproximaba más al odio de lo que había esperado—. Nada —dijo—. No le haré nada.
Fiale llegó precedida por su perfume, un toque de menta y jazmín que fue directo al corazón de Sátiro. Se quitó la estola de lana selecta haciéndola revolear y se la tiró a su sirvienta, que la cogió al vuelo y se retiró hacia la pared.
Sátiro observó que la sirvienta cruzaba una mirada con Helios, que ya estaba en pie junto a la misma pared. Luego se permitió besar a Fiale en la mejilla. El aliento de aquella mujer en el rostro tendría que haberlo excitado; la sutileza con que se servía de su cuerpo era la cúspide de su poder para subyugar a los hombres, y enseguida se percató de que Sátiro se estaba dominando.
Fiale se apartó y cruzó los brazos.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó.
Hama apareció en el umbral con Carlo, el hombre de mayor talla de todos los Exiliados, un gigante germano con cicatrices que se confundían con los tatuajes de su rostro. Entró en la habitación, desenvainó una espada corta y se plantó con ella en las manos.
—¿Dónde está Sófocles, Fiale? —preguntó Sátiro.
Fiale se llevó una mano al cuello.
—Soy una mujer libre. No puedes retenerme —le reprochó.
—Coged a la esclava —ordenó Sátiro—. No toquéis a la señora.
Carlo agarró a Alcea del pelo. La esclava intentó defenderse con una navaja y Carlo la estampó contra la pared. Alcea soltó la navaja.
—Acuso a tu esclava de conspirar contra mi vida. —Sátiro señaló a Helios—. El liberto Helios testificará que tu esclava le ofreció cien daricos de oro para que me matara.
Fiale retrocedió hacia un rincón.
—¡Safo! —chilló—. ¡Sátiro ha perdido el juicio!
—Mira, Fiale, Estratocles y Sófocles te compraron pero no puedo demostrarlo, y además… estás en venta. ¿Quién puede culparte por haberte vendido?
Sátiro hacía lo posible por disimular su amargura, y pensó lo mucho que se divertiría su hermana si estuviera presente. Nunca le había gustado la hetaira y había advertido innumerables veces a Sátiro de que pusiera freno a sus sentimientos por ella; en realidad, se había burlado de él.
—Estás loco. La droga te ha derretido los sesos. —Fiale se irguió—. ¡He venido a cantar para ti!
—Si ordenara que te desnudaran, ¿qué interesantes frascos encontraría? Una ampolla llena de veneno, ¿tal vez?
Sátiro meneó la cabeza.
—Exijo… —comenzó Fiale. Sátiro se puso de pie y la hetaira se calló.
—Me confundes con otro chico mucho más amable que conociste hace tiempo. No hay exigencias que valgan, Fiale. Hoy, antes de una hora, te embarcarás rumbo a Atenas después de revelar hasta el último detalle de tus conspiraciones. Te marcharás allí y nunca regresarás a Alejandría. Y al llegar me escribirás una carta a mí, tu nuevo amo.
Fiale se puso muy pálida pero le sostuvo la mirada.
—Estás delirando.
—Es muy posible —dijo Sátiro—. Pero no en este asunto.
Entró Safo, seguida de Nearco.
—¡La tienes! —dijo.
Fiale abrió mucho los ojos.
—¡Somos amigas! —exclamó Fiale.
—Has espiado en mi casa por última vez —respondió Safo.
—¡Hipócrita! —le espetó Fiale.
—Esa tal vez no sea tu mejor defensa —dijo Sátiro, caminando hacia Alcea.
—¿Por qué tendría que marcharme a Atenas? —preguntó Fiale.
—Depositas todas tus ganancias en manos de Isaac Ben Zion, ¿verdad? —preguntó Sátiro—. Me parece que cuando le cuente que has traicionado a su socio comercial, conduciéndolo al cautiverio, quizá decida confiscar tu fortuna. —Sátiro sonrió—. Tuviste… ¿poca visión de futuro, debería decir?, al dejar tu fortuna donde podía ser utilizada contra ti. Mañana, hasta tu último óbolo estará a buen recaudo en los cofres de mi tía. Si alguna vez quieres recuperar tu dinero, tendrás que obedecernos. Vete a Atenas. Quédate allí. Ódianos si así lo prefieres, pero ódianos de lejos. Y si alguna vez te pillamos obrando contra nuestros intereses, espiando, murmurando, cotilleando, un hombre semejante a Carlo, aquí presente, te tomará presa, te llevará a Delos y te venderá en el mercado de esclavos. ¿Queda claro? Ya no eres joven. Dudo que puedas ahorrar lo suficiente para comprar tu libertad otra vez.
Fiale se puso a sollozar. Pasó directamente de hablar en tono imperioso a hacerlo con la voz quebrada, sin mostrar ninguna emoción intermedia.
—¡No es justo! ¡No eres justo! Tú, que fuiste mi amante… ¿Quién me ha difamado de este modo? ¿Vas a exiliarme por lo que haya dicho un esclavo?
Alcea habló.
—¿Qué va a ser de mí, señor? —preguntó.
Sátiro asintió.
—Morirás, salvo si me lo cuentas todo. Y conste que ya sé bastante. Tanto que apenas tengo motivos para ser indulgente a no ser que me cuentes cosas que no sepa. Deja que comience yo: te reúnes con Sófocles en el mercado nocturno, detrás de la pared falsa de cierta taberna…
Fiale volvió a llevarse la mano al cuello y Alcea se postró, demostrando su acatamiento.
—Le escribía cada semana, con informes sobre tu casa.
Sátiro asintió.
—¿Y a quién habéis sobornado en esta casa? —preguntó.
Safo dio un respingo, y Sátiro le puso una mano en el hombro.
—¿Quién te proporciona información desde dentro de esta casa? —insistió Sátiro.
—No lo sé —contestó Alcea. Al ver el semblante de Safo, gimió—. ¡No lo sé! Alguien deja una tablilla de cera escondida en la cisterna de nuestra casa. Casi cada semana encuentro una.
Sátiro asintió.
—Eso no lo sabía. Tal vez vivas. ¿Hama? ¿Te importaría interrogarla?
Hama asintió.
—A tu servicio, señor.
Sátiro se volvió hacia Fiale.
—¿Te marcharás a Atenas, despoina? ¿O debo tomar otras medidas?
Fiale se encogió de hombros.
—No iré.
—¿De veras? —preguntó Sátiro—. No estoy seguro de que mi
eudaimonia
sobreviviera a tu muerte. Pero no te equivoques conmigo, despoina. Te mataré si es preciso. Seré rey en el Euxino. No me detendrán una hetaira provinciana ni un asesino a sueldo. ¿Dónde puedo encontrar a Sófocles?
Fiale negó con la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Niego los cargos que me imputas. Careces de pruebas. Me marcharé a Atenas y te odiaré desde allí.
—Elige —dijo Sátiro—. Cuéntamelo todo y vive. ¿Dónde lo encuentro? Si me dices la verdad, podrás emprender una vida nueva en Atenas.
—Niego tus acusaciones. No conozco a nadie que se llame Sófocles. Estratocles me contrató como cortesana y, según parece, le guardas un rencor tremendo por ello. ¿Qué voy a saber yo, pobre de mí? ¡Solo soy una hetaira! —agregó Fiale, manteniéndose en sus trece.
—Tengo las notas que le ha escrito —espetó Alcea.
—¡Mientes! —replicó Fiale—. ¿Cómo ibas a tenerlas?
—Me ordenabas que las quemara —dijo Alcea—, pero las guardé por si llegaba un día como este.
—¡Bah! —Pudo haberlas escrito ella misma —dijo Fiale—. Es quien redacta todos mis escritos.
Sátiro negó con la cabeza.
—Me parece que no me estás tomando en serio —dijo.
Fiale se cruzó de brazos.
—No me dejaré engatusar para condenarme a mí misma.
Hama habló con pesar.
—Puedo hacer que diga cualquier cosa en cuestión de una hora —dijo.
Nearco dio un paso al frente.
—No voy a ser cómplice de una tortura —dijo.
Sátiro miró uno por uno a todos los presentes.
—Una vez, cuando no maté a Estratocles, todos me aconsejasteis que en el futuro fuese el primero en golpear. Tía Safo, esta mujer es una víbora que nos hará daño en cuanto tenga ocasión. Ahora mismo, mientras hablamos, un asesino, su aliado, nos acecha. Intentó matar a Lita y tú acabaste con una daga clavada en el pecho para salvarla. Esta mujer proporcionó la información que dio pie a ese ataque, así como la información que condujo a la captura de León, y quizás haya hecho otro tanto contra el señor Tolomeo y Diodoro. Ahora no toca mostrarse indulgente.
Nearco miró a Fiale, cuyos ojos le imploraron.
—Soy inocente —le dijo—. Sátiro está loco.
Nearco se volvió hacia Sátiro. Negó con la cabeza y miró de nuevo a Fiale.
—Impediré que te torturen —dijo—. Pero eres tú, no Sátiro, quien está loca.
—Sé dónde encontrar a Sófocles, el médico —dijo Alcea, que seguía postrada en el suelo.
—Yo también —repuso Sátiro. No quería matar a Fiale pero no veía otra salida. Volvía a encontrarse en una situación como la de la playa; la muerte lo rondaba otra vez. Pero Sátiro había comenzado a entender a las personas. Si no acababa con ella, la hetaira iría a por él.
Y entonces pensó: «¿Qué haría Filocles?». Y lo vio claro. Filocles nunca la mataría. Filocles le arrancaría los colmillos y la dejaría libre. El acto moral.
—Traedlo —dijo.
Sófocles se les escapó por el grosor de una puerta. El médico ateniense desapareció en los túneles que se abrían detrás de la taberna mientras los hombres de Sátiro derribaban la pared falsa. Hama tenía atenazado al tabernero, apoyando la espada en su cuello, e inundaron las calles de soldados, pero aun así lo perdieron. Carlo arrastraba a Fiale allí donde efectuaban registros, de modo que todos los moradores de la noche la vieran en compañía de los Exiliados.
Más tarde, tomando vino caliente, Sátiro meneó la cabeza.
—Me he precipitado —dijo—. He dejado que la prisa por zarpar haya determinado mis actos. Tendría que haber permitido que siguiera conspirando y cogerla con las manos en la masa. Y lo mismo vale para el médico. Ahora me doy cuenta.