Hama, sentado junto al hogar con sus botas tracias apoyadas en el borde de la chimenea, sonrió.
—Pero todos los ladrones, proxenetas y putas del mercado piensan que nos ha entregado al médico, ¿eh? —dijo a Neiron, que rio forzadamente. Sus remeros habían peinado las calles con los soldados de Hama.
Sátiro asintió.
—Esa parte ha ido bien —admitió.
Safo llegó con queso y aceitunas, que dejó al alcance de los hombres.
—¿Y la sirvienta? —preguntó.
—Alcea es toda tuya, tía. Mátala, tortúrala, véndela… Para nosotros ya no tiene utilidad —dijo Sátiro, y se encogió de hombros.
Safo lo miró.
—Es una persona, Sátiro. Tiene una existencia, aparte de su utilidad.
Sátiro meneó la cabeza.
—Tal vez —concedió.
—Si te has propuesto convertirte en otro Eumeles, no veo motivo alguno para seguir apoyándote —dijo Safo.
—¡Tía! ¡Solo he obrado para defender a esta familia! ¡Para protegerte!
Sátiro se sintió herido en sus sentimientos, tanto más cuanto que su tía aludía a cosas que él se preguntaba sobre sí mismo. Los estoicos decían que un insulto solo ofendía si sabías que era acertado.
Safo fue a plantarse delante de él.
—Te estás convirtiendo en un monstruo —dijo—. Estabas dispuesto a matar a Fiale a sangre fría, igual que un tirano. Lo vi en tus ojos. Si lo hubieras hecho, a pesar de todo muchos de nosotros no te lo habríamos perdonado. Terón está lejos, Filocles ha muerto y mi marido está luchando quién sabe dónde. De modo que a mí me corresponde disciplinarte, y no soy más blanda que tú, sobrino. Vas camino de convertirte en un monstruo. ¡Abre los ojos!
Sátiro intentó beber vino pero se atragantó. Hama miró hacia otro lado. Nearco asintió a cada palabra de Safo y Neiron parecía que quisiera esconderse debajo del asiento.
—¿Hama? —preguntó Sátiro—. ¿Piensas que hice mal?
El oficial galo se miró las botas. Se encogió de hombros.
—En la guerra, los hombres hacen cosas crueles. En la paz, esas cosas parecen peores.
Sátiro se levantó, súbitamente enojado.
—¡Estamos en guerra! —dijo.
Safo negó con la cabeza.
—No, no lo estamos. Fuiste tú quien decidió hacerle la guerra a Eumeles. Mi marido y León te apoyan por amor a tus padres y a ti. Y esta guerra segará vidas, sobrino. Morirán personas. Si no eres mejor que Eumeles, un hombre egoísta y codicioso, aunque un mayordomo competente. Si vas a ser otro gobernante como él, que antepone sus intereses a la ley, que mata mujeres para limpiar de obstáculos el camino hacia el poder, todas esas personas morirán en balde. —Safo adoptó un tono más amable—. Es una mujer despreciable, pero sus actos nunca justificarán los tuyos. He visto tus ojos, ha faltado muy poco para que la mataras.
—¡Podría haber hecho que nos mataran a todos! —chilló Sátiro.
—¡Eumeles podría haber dicho lo mismo de tu madre! —replicó Safo—. ¡La mató porque le tenía miedo! —Se acercó y le cogió las manos—. ¿De verdad temes a Fiale?
Sátiro se apartó y apoyó las manos en el respaldo de su silla, apretándolo como si su barco corriera un temporal y se aferrara a la borda para no ser arrojado al mar. Miró uno tras otro a todos los presentes reunidos en torno al hogar y montó en cólera, y luego su ira se apagó como llamas en madera mojada. Soltó la silla.
—¿Qué haríais en mi lugar? —preguntó.
Nearco se encogió de hombros.
—Envíala a Atenas —dijo—, lávate las manos.
Safo negó con la cabeza.
—Déjala aquí —dijo—, y yo la vigilaré. Con Alcea. —Safo enarcó una ceja depilada—. Compraré el interés de Alcea y la pondré de nuevo a trabajar con su antigua patrona como espía.
—Y Fiale la matará o la evitará —dijo Sátiro.
—Lo dudo —respondió Fiale—. Y considero que deberías dejar que lo probara.
Sátiro miró a Hama.
—¿Y bien?
—Señor, no me impliques en esto. Yo obedezco. Si me lo pidieras, la mataría. Y, sin embargo, también estoy de acuerdo con la señora. Sobre cómo puede cambiar un caudillo. He visto a un buen jefe convertirse en un mal jefe, pero nunca he visto a un señor malo convertirse en un señor bueno. —Se encogió de hombros—. En cuanto a mí, me gustaría haber capturado al médico.
Sátiro dirigió la mirada a su timonel.
—¿Y tú, Neiron?
Neiron meneó la cabeza.
—En tierra hay problemas que no existen en el mar. Yo prefiero el mar, pero diré esto: cuando zarpemos, ningún enemigo de aquí supondrá un peligro para nosotros a no ser que tenga un barco más rápido y mejor tripulación. Nos iremos con la corriente. Cuando esa mujer vuelva a tener dinero y poder —el viejo marino se encogió de hombros—, seremos pasto para los peces o serás rey.
Sátiro asintió.
—Buen consejo. —Miró a su tía—. De todos vosotros —añadió, y suspiró—. No quiero ser un monstruo.
—Bien —dijo Safo.
Sátiro respiró profundamente.
—Sin embargo, el rumor de nuestra partida no debe salir de la ciudad. Hama, Safo, ¿podréis impedir que Fiale mande una carta? ¿Una tablilla? ¿Un rollo? ¿Un esclavo que se cuele en un mercante? Y Sófocles…
Neiron apoyó una mano en el hombro de su navarco.
—No pueden, pero pueden intentarlo, por los dioses, y ponérselo difícil.
Sátiro meneó la cabeza.
—Necesitamos tiempo. Si avisan a Eumeles… —Sátiro negó con la cabeza—. La vida es riesgo. —Se las arregló para sonreír—. Tengo veinte años y ya estoy perdiendo temple. Muy bien, tía. Se queda contigo.
—Gracias —dijo Safo, tocándole la mejilla—. Hama y yo haremos cuanto esté en nuestras manos.
Por la mañana, Sátiro se presentó ante Gabines, el mayordomo de Tolomeo, a la hora convenida. Contaba con tener que aguardar, pues, en Egipto, nadie era recibido la primera vez que solicitaba audiencia con el señor de la tierra.
Para su sorpresa, lo condujeron de inmediato a la presencia del señor de Egipto. Tolomeo estaba bajo un fresco magnífico de los dioses y los héroes, sentado en un trono de marfil tallado como si fuera el arconte de la ciudad y no su rey no coronado.
—¡Sátiro! —dijo, levantándose del sitial para cogerle ambas manos—. Nos temíamos lo peor, y seguimos echando en falta a tu tío.
Sátiro hizo una venia.
—Mi señor, estoy trabajando para poner fin a la ausencia de mi tío, y también preparo una campaña en primavera para derrocar a su captor.
Tolomeo volvió a sentarse y Gabines hizo señas a los esclavos para que trajeran vino.
—¡Procura que tu plan sea mejor que el último! —dijo Tolomeo.
Sátiro se sonrojó.
—Había un espía entre nosotros —respondió.
Gabines, jefe de espionaje del señor de Egipto, se inclinó hacia delante.
—Cuéntanos, joven.
Sátiro bebió un poco de vino, lo saboreó apreciativamente y asintió.
—¿Conoces a la hetaira Fiale? —preguntó.
—No tan bien como quisiera —contestó el señor de Egipto. Rio a carcajadas, mostrando todos los dientes.
Sátiro frunció el ceño.
—Espiaba para Eumeles, junto con Sófocles el médico ateniense.
Gabines asintió.
—Sófocles se ha marchado —dijo—. Lo tenía localizado pero ahora ha huido. Mi informante lo sitúa en un barco rumbo a Sicilia.
Sátiro se volvió de sopetón.
—¿Sabías que se escondía en el mercado nocturno? —preguntó.
—¡Sí! —contestó Gabines—. Y si tu tío hubiese estado aquí, habría tenido el atino de consultar conmigo antes de actuar.
Tolomeo asintió.
—Aquí no eres rey, muchacho. Te precipitaste.
Es difícil no perder la calma cuando se es joven y todos tus mayores parecen confabulados para señalar tus errores. Sátiro volvió a sonrojarse y notó calor en las mejillas. Disimuló su incipiente enojo bebiendo más vino.
Gabines meneó la cabeza.
—La próxima vez, sabrás a qué atenerte. ¿Puedes demostrar la implicación de Fiale?
Sátiro asintió.
—Creo que sí, aunque Filocles diría que depende de lo que se exija como prueba. Su esclava intentó sobornar al mío. Tenemos a esa esclava, que conserva escritos de su dueña. Escritos que Fiale dice que están falsificados.
—Circunstancias no faltan contra esa mujer —dijo Gabines, rascándose la barba. Miró a su amo—. No te recomiendo que la conozcas mejor, mi señor. —Se volvió hacia Sátiro—. ¿Qué te propones hacer con ella, muchacho?
Sátiro se recostó y sonrió.
—Nada.
El señor de Egipto y su mayordomo se sonrieron mutuamente.
—¿En serio? —preguntó Gabines.
Sátiro asintió.
—Mi tía ha dado su palabra de que Fiale no causará más… descontento. —Saboreó el vino—. ¿Qué podéis contarme de Eumeles?
Gabines se quedó callado un rato. Reinaba un silencio tan absoluto que Sátiro podía oír la respiración del esclavo que tenía a sus espaldas.
—Eumeles se indignó cuando destruiste su escuadra en Tomis. Y ha recibido noticias sobre ti desde Bizancio y desde Rodas. Y también desde aquí. —Gabines levantó la vista—. Pero teme mucho más a tu hermana. Hemos sabido que está contratando mercenarios.
—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Sátiro.
—No lo sabemos —intervino Tolomeo—. En algún lugar tierra adentro. En Pantecapea cantan una canción, o eso asegura mi agente; la canción dice que mató a siete hombres ella sola. —Tolomeo meneó la cabeza—. Yo aún la recuerdo como una chiquilla la mar de buena y tranquila.
Sátiro no pudo reprimir una sonrisa.
—Esa es Lita. —Asintió a Gabines—. En primavera tendrá un ejército. Cuando el suelo se endurezca, irá a por Marthax, el rey de los asagatje. En verano, si todo va bien, estará preparada para enfrentarse a Eumeles.
—Siempre y cuando ese Marthax no firme una alianza con Eumeles —dijo Gabines, que se encogió de hombros.
—¿Y tú, muchacho? —preguntó Tolomeo.
—He pedido a Diodoro que se reúna conmigo en Heraclea del Euxino —contestó Sátiro—. Tengo intención de armar una flota y atacar cuando el tiempo cambie.
—¿Así, sin más? ¿Armar una flota? —preguntó Tolomeo.
—He llegado a un acuerdo con Demóstrate, el rey pirata. —Sátiro bebió un sorbo de aquel vio excelente—. Y con Rodas.
—¡Los piratas y Rodas no se mezclan, muchacho! —dijo Tolomeo.
—Y espero contar también con Lisímaco. —Sátiro se echó para delante—. Tiene pocos barcos pero necesito su buena voluntad; y puedo apartar a Eumeles de sus costas y llevarme a los piratas para que no intercepten sus vías de comunicación. Me necesita.
Gabines asintió.
—Nosotros también lo necesitamos. Sin su pequeña satrapía, Antígono el Tuerto puede moverse libremente entre Asia y Europa; Casandro estaría sentenciado.
—Pero Casandro apoya a Eumeles —repuso Sátiro.
Tolomeo se encogió de hombros.
—Somos aliados, no hermanos. Eumeles no es amigo de Egipto, como bien sabes.
—Tienes la bendición del señor para tomar el Euxino, si es que puedes —dijo Gabines. Desvió la mirada hacia los esclavos—. Pero nadie debe saber de nuestra mano en el asunto. No podemos cederte nuestros barcos.
—¿En serio? —preguntó Sátiro—. Pensaba que tal vez me…
Gabines negó con la cabeza.
—El señor Tolomeo necesita todos los remos en el agua para su expedición a Chipre —dijo.
Sátiro se dirigió a Tolomeo, no a su mayordomo.
—¿De veras, señor? Contaba con llevarme diez o quince trirremes de aquí.
—Tolomeo se inclinó hacia delante.
—Te equivocaste —dijo sin rodeos—. Te enfrentaste con Eumeles y perdiste. Capturó dos barcos míos y las repercusiones son preocupantes. No puedo permitir que ocurra algo semejante otra vez… con Casandro.
Sátiro asintió.
—Necesito barcos —dijo. Luego se encogió de hombros—. Muy bien —prosiguió—. ¿Pero tengo tu permiso para seguir adelante con mi plan?
Tolomeo negó con la cabeza.
—¿Cómo voy a darte permiso? —dijo. Se encogió de hombros exageradamente, como un actor—. ¡No puedo controlarte!
Sátiro no tuvo más remedio que reír.
—Mi señor, algo me dice que si tengo éxito afirmarás ser mi benefactor y que si fracaso me repudiarás y demostrarás que no me ofreciste ayuda.
Gabines asintió.
—Precisamente, joven. Lo que haremos —prosiguió Gabines— será cubrirte las espaldas. —Carraspeó—. Nos avergonzaron los ataques contra tu hermana. Nunca volverá a ocurrir algo semejante.
Tolomeo asintió.
Gabines se acercó como un conspirador.
—Tendré a un hombre pegado a los talones de Sófocles. Y me aseguraré de que ningún agente de Eumeles se pueda comunicar desde aquí durante los diez días posteriores a vuestra partida.
Sátiro asintió.
—Eso vale tanto como unos cuantos barcos —dijo—. ¿Puedo preguntar cómo lo harás?
Gabines se encogió de hombros.
—Estamos a punto de enviar a nuestros primeros exploradores a la costa de Chipre, y una diversión estratégica hacia las costas de Siria. Detendremos a todos los barcos durante diez días.
Sátiro silbó y meneó la cabeza.
—Las bendiciones de mi patrón, Heracles, os asistan en vuestro empeño —dijo.
Tolomeo sonrió.
—También es mi patrón, muchacho.
Sátiro asintió.
—Sigo necesitando barcos. Creo que mi tío León diría que las promesas son fáciles de hacer.
—Cuando seas rey, enseguida le cogerás el tranquillo a estas poses —dijo Tolomeo. Se levantó, estrechó ambas manos de Sátiro como si fuese un igual y le dijo—: Que Tiqué te bendiga. —Luego se acercó a él Y le susurró al oído—: Tengo dos barcos, buenos barcos con cascos sólidos, que saldrán a subasta hoy mismo. Y un par de trirremes que mis arquitectos han condenado por ser demasiado pequeños para la guerra moderna. —Se apartó y le guiñó el ojo—. Los cuatro se venderán a precios de saldo. —Retuvo una mano de Sátiro entre las suyas—. Es lo más que puedo hacer.
Sátiro sonrió.
—Que los dioses te bendigan, señor —dijo.
Los barcos que se vendían a peso rara vez se subastaban con aparejos y remos, y sus tripulaciones tampoco solían presenciar la subasta, aguardando a ser contratados por los nuevos armadores, sin embargo, así fue como sucedió en aquella ocasión. Sátiro y e Isaac Ben Zion fueron los únicos compradores que acudieron a la subasta.
—No pujes contra mí por el cuadrirreme con la máquina en proa —dijo Ben Zion—. Es para Abraham.
Sátiro vació de oficiales el establecimiento de León sin vacilar, llevándose la flor y nata de los capitanes, timoneles y maestros remeros de su flota mercante a sus nuevos barcos. Estuvo encantado de encontrar el
Avispón
, un trirreme capturado, varado en la playa.