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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (51 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Ataelo se encogió de hombros.

—Siempre hay que retirarse de una emboscada mientras estás ganando —dijo.

—Tomaré nota, ¿satisfecho? —replicó Melita.

Melita cabalgó de regreso entre sus caballeros, deseando otra vez contar con una trompetera.

—¡Retirada! —gritó, y Scopasis se situó a su lado.

—¡Ahí vienen! —rugió Gaweint, y tiró con su arco.

Enojada, Melita miró a Scopasis, que empuñaba el hacha con el brazo ensangrentado hasta el codo, y con la que logró desviar una punta de lanza que surgió de la bruma de su ira, y que la golpeó en una sien, torciéndole el yelmo.

Grifón
reculó, piafando, y Melita recibió otro golpe en la espalda, y entonces arremetió con la fusta, la única arma que tenía a mano. Notó que le daba a alguien y acto seguido se encontró tirada en el suelo, sin resuello, con la boca llena de maldita hierba. Se puso bocarriba, vio el cielo azul, y el dolor le repercutió en la cabeza.

Junto a ella se erguía un hombre con un yelmo dorado. Sostenía en alto una lanza y se la clavó en el vientre. El forro de escamas paró la punta, pese a que el golpe la hizo vomitar y atragantarse, y se las arregló para apoyarse en el codo derecho y empujó, con la mente en blanco, empujó hasta quedar de rodillas. Tenía su
akinakes
en la mano y lo clavó en la tripa del caballo, cuyas entrañas se desparramaron sobre su rostro. El animal se apartó pero Melita mantuvo agarrada la hoja y lo abrió en canal. El caballo dio un par de pasos más y se desplomó, arrancándole la espada al caer.

En torno a ella ya se había formado la melé. Al limpiarse el rostro, las escamas de bronce y de plata de su cota de malla le quitaron la inmundicia de las mejillas mientras forcejeaba con el yelmo. La mentonera estaba rota y el yelmo torcido, y si bien eso le había salvado la vida, ahora reducía demasiado su ángulo de visión. Finalmente se lo quitó, liberándole el pelo trenzado.

El hombre del casco dorado estaba de pie, renqueando, y portaba una espada y un hacha.

Melita tiró el yelmo contra él, en un último acto de desafío. Era un hombre corpulento, de mediana edad, con cicatrices debajo de su magnífico yelmo.

—Upazan —dijo Melita. Resultaba mucho más fácil odiar en las distancias cortas.

Él vaciló al oír su nombre. Luego sonrió.

Unas manos la agarraron de los brazos, haciendo caso omiso de las escamas de su armadura, y la arrastraron medio en volandas a través de la melé. Sus caballeros formaban un cerco impenetrable en torno a ella, que de repente se encontró a lomos de
Grifón
.

—Oh, mi señora, te he fallado —gritó Scopasis, y Melita pensó que el corazón iba a estallarle delante de ella, de tan servil como era su actitud.

—Eres un tonto —dijo Melita, y le acarició la mejilla—. Me has salvado la vida. Dos veces. Diez. —Miró en derredor; Gaweint estaba allí y le pareció que no faltaba nadie—. Estoy viva. Estáis todos vivos. Ese era Upazan.

—¡Upazan! —dijo Gaweint, volviéndose en la silla—. ¡Maldita sea! ¿Upazan derribado y le hemos dejado escapar?

—Calla —dijo Agreint—. No se lo puede matar con espada ni con lanza. ¡Recuerda la profecía!

Una docena de jóvenes compitieron en decirse unos a otros que no temían a las profecías.

—Bueno, desde luego no se lo puede matar tirándole un yelmo —dijo Melita—. Yo lo he probado.

Una hora más tarde Upazan intentó meter prisa a su retirada con una repentina carga a través de los últimos prados del mar de hierba. En lugar de volverse y luchar, la retaguardia de Ataelo, los hombres de Buirtevaert, se dirigieron hacia el bosque. Luego una súbita lluvia de flechas cayó sobre los caballeros de Upazan, hiriendo a sus caballos desprovistos de armaduras. Diez cayeron muertos, y la carga viró bruscamente para convertirse en huida.

Ataelo sonrió como la viva imagen de la muerte, pero impidió que sus guerreros emprendieran un contraataque.

Se volvió hacia Melita y Scopasis. Eran los tres últimos guerreros que quedaban montados a caballo en el camino. A su alrededor, los arqueros sindi de Temerix seguían a cubierto, tirando sin tregua. Melita veía a Upazan a la luz del sol poniente, con su yelmo de oro refulgente, pero su ejército se estaba replegando. Solo tenía mil guerreros; cada minuto se le unían más. Había esperado sorprender a Ataelo con una carga repentina y, en cambio, había recibido un varapalo.

—Podríamos haber acabado con él —espetó Scopasis.

Ataelo sonrió y negó con la cabeza.

—Upazan no es para ti —dijo sin mirar al antiguo forajido—. Muchos hombres, y no pocas mujeres, reclaman el derecho a matarlo.

Ataelo observaba la retirada del rey sármata sin disimular su regocijo. Se echó a cabalgar por la pradera y los últimos rayos del sol convirtieron su armadura en fuego.

—¡Ja! ¡Upazan, noto tu odio desde aquí, y me río de ti! —gritó Ataelo—. ¡Luchas como un idiota! ¡Tus mujeres tienen más cabeza que tú!

Comenzaron a caer flechas cerca de Ataelo.

Upazan estaba solo, fuera del alcance de los arqueros, con su yelmo de oro como una almenara, y no contestó.

—¿O es que están todas muertas? —gritó Ataelo—. Vete a casa, usurpador, o regaremos la hierba con tu sangre.

Un hombre, un hombre con una buena armadura y mejor montura, reaccionó. Se lanzó al galope contra Ataelo; su voz era un bramido de cólera. Llevaba en alto un hacha de mango largo, y su rostro, cuando estuvo más cerca, era la máscara del padecimiento y la ira.

Temerix salió del bosque y tiró contra él. Fue un tiro a considerable distancia, y un hombre menos desesperado habría visto el vuelo de la flecha.

—Eso me hace feliz —dijo la adusta voz de Temerix.

—Esto no es una guerra de venganza —repuso Melita.

Temerix levantó la vista hacia ella.

—Sí —contestó—. Sí que lo es. Venganza. Ellos nos han devastado y los vamos a enterrar. Lo demás son tonterías.

Ataelo regresó al bosque con su caballo. Meneó la cabeza.

—¿No por venganza? —preguntó—. Oí que hiciste un juramento que resonó en las montañas. Lo oí en el mar de hierba. De modo que tuvo que ser todo un juramento.

Melita inclinó la cabeza.

—Lo hice. Y mi hermano también.

—Señora, Upazan nos ha dado caza como si fuéramos animales. Nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestro ganado han sido presas para su lanza durante muchos años.

Los ojos de Ataelo parecían brillar en la creciente penumbra.

—Hemos matado a sus hijos —dijo Melita.

—¡Sí! —contestó Ataelo—. Y ahora su odio será tan puro que los cegará. Solo el odio ciego hará que Upazan cometa la estupidez de seguirnos por el valle del Tanais.

Melita no conseguía conciliar el sueño. Y como las imágenes de aquel día le acudían a la mente una y otra vez, se levantó, cogió un odre de vino y se lo bebió. No fue, ni mucho menos, el único guerrero en comportarse así, y luego no tardó en dormirse.

Parte IV
El río Tanais
21

Norte del mar Euxino

Eumeles contemplaba las olas matutinas y escupió pensativamente a las aguas oscuras.

—¿De dónde ha sacado tantos barcos mi pequeño némesis? —preguntó.

Ninguno de los oficiales que había en popa se decidió a contestarle. Idomeneo respiró profundamente y dijo lo que pensaba.

—Te lo advertí —señaló. «Anda, mátame, maldito cretense», pensó Idomeneo. «Lo he dicho. Me siento mejor. Lo odio», se dio cuenta Idomeneo con cierto sobresalto.

—Sí —contestó Eumeles, mirando las hileras de mástiles en el horizonte—. Sí que lo hiciste. ¿Por qué mantiene sus barcos en columna?

Aulo, su almirante, inclinó la cabeza.

—Oculta su poderío. Hasta que se desplieguen, no podremos contar sus barcos. Nosotros vamos en formación; puede contar los nuestros.

—¿Y por qué vamos en formación? —preguntó Eumeles con el tono impaciente de una mente superior que tiene que pensar en todo.

Aulo no apartó los ojos de la cubierta.

—Sus remeros deben estar mejor entrenados, señor. Yo no puedo confiar en que los míos se desplieguen tan deprisa. Tú mismo lo has visto, señor. —El almirante se sentía ofendido—. Hemos tardado una hora en formar esta línea.

Eumeles seguía observando la flota que se aproximaba.

—Supongo que será inútil que pregunte de dónde ha sacado esos barcos con remeros tan bien entrenados. Seguro que Tolomeo le ha prestado la flota entera de Egipto. Me han utilizado como cebo.— Meneó la cabeza—. Da igual. Si sobrevivo, ya lo resolveré. ¿Qué podemos hacer? La mitad de nuestros barcos está dentro de la bahía del Salmón, cubriendo a Nicéforo. ¡Aconsejadme!

Los oficiales se miraron entre sí.

Idomeneo estaba en la insólita posición de tener una respuesta y, sin embargo, en su mente, había cambiado de bando. «¿Un cabrón asesino que quiere esclavizar a sus propios granjeros? Demasiado imbécil para seguir vivo», pensó Idomeneo, pero al mismo tiempo, dio su buen consejo. Tal vez estuviera tan acostumbrado a que lo ignorasen, que dudó que su consejo fuese a ser seguido. Pensó que resultaba extraño que su cabeza pudiera estar tan dividida.

—Huir —dijo Idomeneo.

Los oficiales respiraron aliviados porque había expuesto lo que ellos no se atrevían a decir.

Eumeles volvió la cabeza lentamente hasta posar sus ojos de loco en los de Idomeneo.

—Prosigue —le dijo.

—Huye a donde está Nicéforo, une las flotas y combate con la playa y nuestro nuevo fuerte a tus espaldas. Con los hombres de Nicéforo a bordo en calidad de infantes de marina, tendrás ventaja. —Idomeneo se quedó impresionado de su propia temeridad, pero siguió adelante—. Quizá pierdas Pantecapea… por una semana o un mes.

Los labios fruncidos de Eumeles se torcieron como si le hubieran dado un puñetazo.

—Es posible que Pantecapea ya esté perdida —dijo—. Mi casi tocayo y los traidores bellacos de Olbia…

Idomeneo se encogió de hombros.

—Dudo que los olbianos puedan tomar la ciudad, señor. Pero no dudo que Némesis pueda hacerlo. Sea como fuere, cuando unas tus flotas, podrás derrotarlo. Y entonces lo recuperarás todo.

De pronto a Idomeneo se le ocurrió que estaba dando un mal consejo. Los ciudadanos de Pantecapea aborrecían a Eumeles. Jamás recuperaría la ciudad si llegaba a perderla. Aunque lograra una victoria naval, se convertiría en una especie de pirata.

«Podría matarlo», pensó Idomeneo, pero no era un asesino.

—Tonterías —dijo el viejo Cayo, uno de sus mercenarios italiotas—. Lucha ahora. Una vez que huyas, sus hombres se alentarán. Los combates como este son todo corazón, señor. La destreza es lo de menos. Las arpistas mienten. En cuanto sus hombres huelan nuestro miedo, estamos perdidos.

E Idomeneo consideró que también había una parte de razón en aquel argumento.

—Ahora mismo, mi aliado Upazan está en la cuenca del Tanais, segando campesinos como si fuesen trigo maduro y sembrando miedo entre los bárbaros —dijo Eumeles—. Si nos retiramos no perdemos nada. En el Tanais, tendré nuestro nuevo fuerte a mi espalda, playas atestadas de nuestros hombres y a Upazan para repeler cualquier intento de desembarco. —Dedicó un gesto de asentimiento a Idomeneo—. Reconozco que no siempre he seguido tu consejo. En esto lo haré, y quizá en el futuro me lo piense dos veces antes de ignorarte.

Idomeneo no puso disimular la sonrisa que le pintó el semblante. Y en su cabeza, el dios dijo, «Esto es ironía. Y por eso se castiga el orgullo desmedido».

Sátiro vio la huida de la flota de su enemigo con un sentimiento rayano en el desespero.

Al principio habían remado hacia atrás a modo de treta para que efectuara un mal despliegue. Pero Sátiro había dado la señal de las atas de toro, y sus columnas se habían desplegado como una capa al abrirse, y eso había borrado cualquier pretensión que aún tuvieran de oponer resistencia. A Sátiro se le ocurrió pensar que quizá había entrenado a sus hombres demasiado bien.

Cuando quedó claro que no habría enfrentamiento, ambos bandos izaron las velas y de súbito su escuadra y los rodios tuvieron toda la ventaja; sus mástiles eran fijos, igual que la jarcia, de ahí que sus velas subieran como una nube que surgiera del mar, y los dos flancos de su formación salieron disparados, salvo los barcos egipcios prestados y las capturas recientes.

Neiron le oyó despotricar sin hacerle caso y mantuvo el rumbo sin izar velas, pues el
Loto Dorado
estaba solo en el centro de la medialuna y si las izaba se quedaría solo en la persecución.

—No seas aguafiestas —dijo Neiron—. Hemos vencido. Deja que tus muchachos se diviertan.

Eumeles perdió ocho barcos en una hora; trirremes lentos o los que precisaban estar varados para levantar el mástil. Los rodios y los barcos de León, todos los
triemiolai
, acometieron como halcones entre palomas y se llevaron lo que quisieron.

Sátiro ardía en deseos de estar en el meollo de la lucha, pero no lo estaba. Y cuando cayó la noche y su flota fondeó, con todos los tripulantes de la escuadra durmiendo a bordo en medio de la rada, Eumeles estaba a una hora a remo costa arriba.

A sugerencia de Diocles, se levantaron con el lucero del alba, zarparon a oscuras y remaron como si fueran a ganar un premio, pero Eumeles había hecho lo mismo. Capturaron un barco de aprovisionamiento que iba rezagado, e Idomeneo, el amigo de Melita, abordó al barco y luego fue nadando hasta el
Loto
, donde informó chorreando.

—Va lleno de vino —dijo alegremente.

—Hundidlo —dijo Neiron, mientras algunos marineros comenzaban a demostrar su entusiasmo—. Vosotros, cerrad el pico.

Sátiro miró a su timonel.

—¿Hundirlo?

—Seguramente estará envenenado —explicó Neiron—. Es un viejo truco. Paramos, nos emborrachamos y…

Idomeneo meneó la cabeza.

—¿Y luego la gente dice que los cretenses son malvados? —dijo.

Prendieron fuego al barco y siguieron navegando.

—Presentará batalla en el Bósforo Cimerio —predijo Sátiro.

—Huirá hasta que encuentre al resto de su flota. ¿Dónde crees que estarán? —preguntó Diocles a Pantero.

Pantero se encogió de hombros.

—Debo admitir que esto está yendo mejor de lo que esperaba —dijo, pero estamos muy lejos de casa, muchacho… es decir, mi señor. Tenemos que acabarlo de una vez.

Sátiro miró a Diocles.

—¿Por qué no presentar batalla en el Bósforo? —preguntó—. Es tan estrecho cuando el mar entra en la bahía del Salmón que los barcos formarán dos líneas y aún tendrá una reserva.

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