—Si te marchas, no volverás. Y nosotros moriremos. Y no pienso permitirlo.
Fue la alocución más larga que Melita hubiese oído alguna vez en boca de Temerix. Lo miró a los ojos.
—Escucha, Temerix. Mi hermano está viniendo. Tiene una flota. Construí ese fuerte para ganar tiempo. Si nos marchamos, regresaremos.
Temerix negó con la cabeza.
—Cuando emprendiste esta guerra, prometiste a los granjeros que vencerías. —Su mirada era acusadora—. No somos tus peones para que nos metas en ese fuerte rodeado de enemigos mientras tus amados sakje cabalgan libres por las llanuras. Si perdemos esta guerra, moriremos o seremos esclavos.
Melita se puso de pie.
—Temerix, estás cansado. Todos lo estamos. No hagas esto. Falta poco, muy poco. —Miró a los dos hombres—. Por todos los dioses, no estamos vencidos. Luchamos siguiendo una táctica dilatoria cruenta y sabíamos que iba ser así.
Ataelo meneó la cabeza.
—Samahe dice que circulan rumores. Que algunos de los caciques de Marthax están hablando de marcharse. Cuando hay rumores como estos, lo mejor es dar tú el primer paso, de modo que sientan que sus motivos de queja han llegado a tus oídos, y sin que parezca que has estado a merced del viento sino que te has ceñido a tu plan. —Se encogió de hombros—. Es como lo hacen los sakje. Tu madre lo sabía.
Melita estaba cansada. Había disparado cien flechas en cuatro días y sostenido dos luchas con espada contra un enemigo. Tenía problemas de visión, los huesos doloridos, y cuando orinaba le salía sangre sin saber por qué.
—Reúne a mis jefes —dijo Melita—. Temerix, reúne a tus hombres más importantes.
—¿Vamos a celebrar un consejo? —preguntó Temerix.
—No —contestó Melita.
Hicieron una hoguera inmensa que consumió un viejo roble entero en unas pocas horas de luz y calor. Ahora las noches eran templadas, pero no tanto como para no agradecer la cercanía de un fuego y un tazón de sidra caliente o ponche de vino especiado. Y la hoguera era lo bastante grande para arder a pesar de la lluvia.
Era noche cerrada, la hora en que los agotados combatientes se envolvían en sus pieles húmedas y sus mantas griegas e intentaban dormir unas horas antes de levantarse con las primeras luces del día para volver a matar y a morir. Los combatientes de una guerra total no acuden de buen grado a un consejo. Las palabras pierden su valor decisivo y lo único que desea un guerrero es vino para aliviar el dolor y dormir. Olvidar.
Melita lo sabía bien. Deambuló entre ellos percibiendo su estado de ánimo y vio claro que no estaban de humor. Al cabo de un rato subió a un tocón y pidió silencio.
Un murmullo fue prolongando las conversaciones que morían.
—¡Silencio! —rugió Melita. Todas las cabezas se volvieron hacia ella y los hombres se encogieron. Melita deseó haber tenido tiempo para quitarse la armadura, que pesaba como una piel de plomo, o al menos para trenzarse de nuevo el pelo y así aparecer como una reina y no como un ratón despeinado con una cota de malla.
Deseó tener algo alentador que decir.
—Mi hermano está en camino —anunció. En cuanto lo dijo se dio cuenta de que había dicho lo apropiado, de modo que lo repitió—. Mi hermano viene hacia aquí con cincuenta barcos y tres mil hombres. Guerreros curtidos; los hombres de mi padre. Debemos resistir hasta que lleguen. Si entregamos el valle del Tanais, todo esto habrá sido en balde. Cada hombre, cada mujer y cada niño que han muerto, habrán muerto por nada.
—Ya no nos quedan flechas —gritó una voz. Uno de los caudillos de Buirtevaert.
—La mitad de mis jinetes tienen heridas —gritó otro. Ambos pertenecían al clan de los Caballos Rampantes. Hombres que habían seguido a Marthax contra su madre.
Melita luchó contra su ira, su decepción y su miedo. Y venció. La ira no los haría cambiar de opinión. Contestarían a la ira con ira. Pero un poco de mofa…
—Yo tengo heridas en la mitad de mi cuerpo —contestó Melita, levantando la voz—. Meo sangre. ¿Y tú, chico, también meas sangre?
—¡No soy un chico! —replicó el joven, pero los demás guerreros gruñeron y unos cuantos rieron.
Buirtevaert estaba cerca de ella.
—Yo he meado sangre —dijo—. Se pasa. —Asintió—. Mi clan está herido, señora. He sufrido bajas. He perdido caballos.
Melita lo miró.
—Las heridas se curan —dijo—. Hasta que nos dan el golpe de gracia, nos curamos.
—Eso es lo que temen —dijo Scopasis detrás de ella a media voz, aconsejando, no burlándose—. Tienen miedo de que esto sea el final de los sakje.
Melita levantó la voz y habló con firmeza.
—Cuando hayamos derrotado a Upazan, recuperaremos nuestro poderío. No desperdiciaremos la paz que ahora tenemos que comprar con sangre. Pero hay que completar la labor. Una semana más. Unos pocos días más, y mi hermano llegará.
—¿Y si no viene? —preguntó Buirtevaert, un tanto contrito—. Debo preguntarlo, señora. Aquí todos te seguimos de buen grado pero nosotros, los jefes de los clanes, somos los hombres y mujeres que debemos mantener a nuestros pueblos con vida.
Temerix salió al frente. Era corpulento, más corpulento que la mayoría de los sakje, y su barba negra entrecana brilló a la luz de la hoguera.
—Entonces morimos. Morimos todos juntos. El pueblo de la tierra y el pueblo del cielo. Si Sátiro no viene, morimos.
—Hay que joderse —gritó una voz desde la oscuridad.
—Pero vendrá —insistió Melita.
—Si tan solo pudiéramos saberlo —rezongó Ataelo.
—¿Dónde están los otros clanes? —preguntó la voz desdeñosa—. ¿Dónde están los Gatos Esteparios? ¿Dónde están los Cuervos Merodeadores o los Lobos Silenciosos? ¿Dónde están las fuerzas de los Manos Crueles? ¿Por qué luchamos solos en esta guerra?
Melita respiró profundamente para afianzar la voz.
—¿Por qué no sales a luz para hablar? —Buscó la voz—. Supongo que te sientes muy seguro, a oscuras.
Graethe, el jefe de los Caballos Rampantes, se acercó a la hoguera.
—Tenía un sitio que me gustaba. Señora. No tengo nada que ocultar. Hago las mismas preguntas que los demás sakje. Y añadiré otra. ¿Por qué tenemos que morir por el pueblo de la tierra?
Temerix gruñó. Ataelo le puso una mano en el hombro, y Graethe sonrió. Se volvió hacia la muchedumbre.
—Los granjeros no pueden defenderse por sí mismos, y nosotros no somos suficientes para defenderlos. Ha llegado la hora de poner fin a esta guerra insensata, una guerra que Marthax tuvo el atino de evitar, y marcharse tal como hicieron nuestros padres cuando vinieron los medos y los persas. ¿Por qué luchamos solos en esta guerra? ¿Acaso será porque… —Graethe sonrió como un zorro, pero fue interrumpido por una voz desde el otro lado de la hoguera.
—No estáis solos —dijo la voz—. Urvara está a tres días de marcha, con Eumenes de Olbia y cinco mil hombres.
—¿Quién eres? —preguntó Graethe, pero la voz prosiguió.
—No estáis solos porque la armada de Sátiro ha zarpado y Nicéforo está a punto de quedar atrapado en la playa. —Coeno se aproximó a la luz e hizo una reverencia a Melita—. He cabalgado tan rápido como he podido, pero aun así llego un poco tarde, según veo.
Los hombres se aglomeraron a su alrededor, y Coeno abrazó primero a Ataelo y luego a Temerix y a Scopasis.
—Me envía tu hermano. Debería estar justo detrás de mí. Cuando salí, estaba aguardando la llegada de Diodoro para zarpar con sesenta barcos. —Sonrió—. Y Eumenes está al norte de la bahía del Salmón, avanzando deprisa. Ha reunido a los clanes occidentales y tiene a toda la infantería de Olbia.
Melita adivinó que Coeno no las tenía todas consigo o que mentía, pero solo porque lo conocía de toda la vida. Y todos los jefes de los clanes se apiñaron en torno a él, apretujados, como si sus noticias les transmitieran fuerza física.
Ataelo se volvió hacia Melita.
—Ahora lucharán —dijo. Observó la escena un rato—. Pero no por mucho tiempo.
Melita se encogió de hombros.
Bastante más tarde, cuando todos hubieron bebido vino y muchos sakje inhalado humo antes de caer rendidos en sus mantas, Melita se cubrió los hombros con una piel, pues a pesar de estar en pleno verano tenía frío, y cruzó una mirada con Coeno, que seguía sentado junto al fuego. Ambos se alejaron de la hoguera hacia la oscuridad. Scopasis hizo ademán de seguirla pero Melita le hizo una seña y regresó al lado de Samahe, con quien estaba jugando una partida de
polis
sobre una manta.
—Has mentido —dijo Melita en cuanto estuvieron solos.
Coeno se encogió de hombros.
—No ha sido una mentira, exactamente.
—Eres griego. Los griegos mienten. Coeno, esto es a vida o muerte para estas gentes. —Melita meneó la cabeza—. Cuéntame toda la verdad.
—Tu hermano está aguardando a Diodoro, que lleva retraso. Mucho retraso. Tiene problemas con sus capitanes y también con Heraclea. Sin embargo, cuando me marché, Nihmu y Crax acababan de llegar como avanzadilla de Diodoro. Debió de zarpar un día después de mi partida; dos a lo sumo. —Coeno se encogió de hombros—. No puede decirse que sea una mentira.
—Pero tú no lo viste zarpar —dijo Melita.
—Vi a Urvara en el fuerte, y me dijo que Eumenes estaba a tres días de marcha. Y eso fue esta mañana. Y en el fuerte tiene tres mil caballos y casi otros tantos sindi y meotes. ¡Maldita sea, chica! Dentro de diez días, superaremos en número a cuantas fuerzas reúnan Nicéforo, Eumeles y Upazan.
Coeno la agarró de los hombros. Melita lo apartó de un empujón.
—¿No te das cuenta? Estoy arriesgando personas, personas de carne y hueso, y están muriendo como moscas al final del verano. ¿Por qué no me ha enviado a esos jinetes?
—Urvara está conteniendo a Nicéforo. Sin sus incursiones, los hombres de Nicéforo ya habrían ocupado todo el río en lugar de mandar uno o dos barcos a hostigar a los granjeros. Aunque tenga la mitad de efectivos, Urvara lo mantiene ocupado. —Coeno puso los brazos en jarras—. No os separéis, chica. Las tornas están cambiando.
—No soy una chica. Soy la señora. —Melita hizo un ademán de impaciencia—. Por todos los dioses, Coeno, la supervivencia de mi pueblo depende de Eumenes de Olbia y de la flota de mi hermano. Si llegan tarde, podemos darnos por muertos. No tenemos diez días. Tenemos dos. Dentro de dos días nos habrán acorralado en el fuerte, y entonces Upazan y Nicéforo se unirán para exterminarnos.
Coeno se mesó la barba.
—Bien, señora; y reconozco que eres la señora, incluso para mí; siendo así, luchemos dos días con todo lo que tengamos. Y confiemos en los dioses.
Melita se rio.
—Eso es lo que yo pensaba hasta hace unas horas. Ahora lo único que veo es el fin. Sátiro tal vez llegue y aniquile a Eumeles cuando yo ya haya muerto. —Rio de nuevo, pero con amargura—. ¿Todo se reduce a esto, Coeno?
—Toda mi vida he rechazado el mando, señora —dijo Coeno—, porque según pude ver con mi amigo Kineas, esto es lo que hay: una maldita decisión tras otra, y ver cómo mueren tus amigos tanto si diste la orden acertada como si no. Así es como lo he visto siempre.
—Me parece que no quiero ser la reina de los sakje —dijo Melita.
—Demasiado tarde —contestó Coeno.
Melita se alejó de él con el corazón vacío, sin estar segura siquiera de cuánta verdad le estaba diciendo Coeno, su amado tío, el padre de su primer amante. Se adentró en la oscuridad de la noche, dejando atrás las reatas de caballos, y se quedó un rato contemplando la luna. Lloró un poco.
—¿Señora? —dijo Scopasis. Surgió de la negrura con una manta—. Estás preocupada.
—Vete a la mierda —replicó Melita groseramente.
Scopasis, el antiguo forajido, no se inmutó.
—Toma la manta —dijo.
—No necesito tu ayuda —dijo Melita, mayormente para sus adentros.
Scopasis le alcanzó la manta en silencio.
Melita se encontró envuelta en ella, abrazada a su pecho, llorando, y él la sostuvo un buen rato mientras ella sentía su calor y su consuelo.
—Cuando me desterraron —dijo Scopasis—, la ira me mantuvo encendido durante una temporada, y luego llegaron el frío y la soledad.
Melita no le veía el semblante, pues apoyaba la mejilla sobre la cálida lana de su abrigo. Aguardó a que dijera algo más, pero él no lo hizo, y permanecieron callados. Finalmente, Scopasis habló.
—Mandaba a la mierda a todas las personas que intentaban ayudarme —dijo, y se rio.
Melita no estuvo segura de haberle oído reír alguna vez.
—¿Y eso hace que quieras ayudar a las personas? —preguntó.
—Me hace inmune a que me manden a la mierda las personas que amo —contestó Scopasis.
Por la mañana, Melita acordonaba su armadura mientras Samahe le arreglaba el pelo. Scopasis parecía no verla, iba de aquí para allá, pidiendo caballos y preparando a la escolta para otro día de combate. Ahora tenían treinta jinetes, y Coeno se les unió con armadura completa.
Scopasis le hizo el saludo militar.
—Has regresado, señor.
Coeno asintió.
—Como soldado de caballería, Scopasis. Ahora el capitán eres tú. La mitad de estos hombres apenas me conoce y, francamente, si tengo que volver a decirle a Darax cómo se ata una cincha, creo que lo mataré. —Coeno sonrió—. De modo que tú eres el capitán, muchacho. Yo protegeré a la señora y le daré consejo. Tú manda la tropa.
Scopasis dio un abrazo al griego.
—Eres como mi segundo padre.
Coeno no lo negó.
Después de este intercambio de palabras, Melita se las arregló para arrinconar a Scopasis mientras él enrollaba sus mantas.
—A propósito de anoche —dijo Melita, siendo esta la mejor manera que se le había ocurrido para abordar el asunto tras devanarse los sesos durante más de una hora.
Scopasis la miró, desconcertado.
—¿Anoche? —preguntó.
—Estuve… —comenzó Melita, deseosa de dejar claro cuánto agradecía el consuelo que le había ofrecido, pero que seguía siendo la reina.
—¡Darax! —gritó Scopasis—. Mira cómo tienes la cincha de esa sudadera. ¡No servirás de nada a la señora si vas colgado debajo del caballo! ¡Ven aquí de inmediato y átala bien! —Volvió a bajar la vista a la altura de la de Melita—. No recuerdo nada de anoche, señora. Por favor, no me pongas en evidencia.
Melita le sostuvo la mirada.
—Estoy rodeada de mentirosos.
Scopasis se encogió de hombros.