Al borde de la mesa, en un promontorio con vistas al océano, se erigía un fabuloso cenador victoriano, vestigio de la «Iglesia de los espíritus» de la hermana Sarah. El promotor de Emerald Hills Estates lo había hecho restaurar y convertido la zona en un pequeño parque comunitario para los residentes. Por desgracia, el lugar había sido declarado peligroso, y el cenador estaba en desuso, razón por la que Erica siempre lo tenía para ella sola cuando iba.
La primera vez que fue, hacía ya varias semanas, la embargó una sensación de paz en aquel rincón. No sabía si se debía a que se encontraba lejos del campamento y del trabajo, lejos de la energía y el vibrante entusiasmo de los voluntarios y los empleados; o tal vez la causa residía en el ambiente que se respiraba en aquel delicado cenador, reliquia de un pasado más sereno, símbolo de una época menos compleja.
Erica miró el libro que llevaba en la mano. ¿Qué había atraído a la hermana Sarah a aquel lugar? ¿Había experimentado una sensación de calma inexplicable en la cima de aquellas colinas, o…?
Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza al ocurrírsele otra idea. En aquellos tiempos, el cañón no estaba cubierto de tierra, por lo que la cueva se encontraría en un punto accesible. ¿Acaso Sarah entró, vio la pintura y concluyó que era la señal de que debía construir allí su iglesia? Sarah afirmaba haber erigido su iglesia espiritista en aquella zona porque permitía un fácil acceso al más allá. Pero ¿qué significaba eso exactamente? ¿Había decidido levantar allí su iglesia de lo paranormal porque el paraje recibía el nombre de «Cañón de los Fantasmas»? ¿La atraía la idea de que los espíritus ya habitaran el lugar? Erica acababa de empezar a leer la biografía de la enigmática figura de los años veinte, una mujer cuyo rostro conocían todos los estadounidenses, que aparecía en todos los periódicos, revistas y boletines informativos, una personalidad extravagante cuya teatralidad y voz cautivadora eran pasto de viñetas periodísticas y comedias, pero cuyo pasado y vida personal eran un enigma para casi todo el mundo. La hermana Sarah había surgido de la nada, convirtiéndose en una auténtica sensación de la noche a la mañana, para luego desaparecer de repente en circunstancias misteriosas, dejando su iglesia fragmentada, hecha añicos.
Erica entró en el cenador, que brillaba como una tarta nupcial a la luz de la luna, y al apoyar la mano sobre la madera sintió la vibración de sus historias, los besos robados, las promesas rotas, las citas al claro de luna, las sesiones de espiritismo para invocar a los difuntos. Música, amor, decepción, codicia y contemplación espiritual habían quedado absorbidos por aquella vieja madera a lo largo de las décadas, y ahora el cenador era un hervidero de las vidas que habían pasado por él.
Erica contempló el mar y se preguntó si su madre, dondequiera que estuviera, tal vez en los Campos Elíseos de París o en una playa del Caribe, se sentiría incompleta por haber abandonado a su hija. «Ahora mismo pasea por Central Park, del brazo de su segundo marido, un dentista, y se siente como si le faltara un pedazo, sin saber que a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, ese pedazo camina, respira y sueña».
Se apartó el cabello del rostro y advirtió con un sobresalto que no estaba sola. Al otro lado del cenador, al borde mismo del promontorio, había alguien. Era Jared Black, con los pies separados y los brazos en jarras, como si se estuviera peleando con el océano.
De repente Jared se volvió hacia ella, y Erica quedó petrificada al ver la expresión de su rostro: era como mirar el ojo de un huracán.
El instante se prolongó entre ellos, como una sobrecogedora tregua en la tempestad, y la noche quedó congelada. Nunca habían estado a solas. En las semanas transcurridas desde que empezara el provecto, siempre que se encontraban había gente a su alrededor, temas que tratar y problemas que resolver. No tenían absolutamente nada que decirse al margen del trabajo. Erica se preguntó cuál de los dos se alejaría primero del cenador. Para su sorpresa, Jared se apartó del peligroso borde del precipicio y subió la crujiente escalinata del cenador para situarse bajo el elegante tejado rematado con filigranas exquisitas.
—La hermana Sarah debía de predicar desde aquí. Esta estructura se construyó teniendo en cuenta la acústica, sin lugar a dudas. Erica alzó la mirada hacia el tejado.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió.
—Estudié arquitectura —repuso Jared antes de añadir con una sonrisa—. Fue en el Pleistoceno.
La sonrisa y la broma sorprendieron a Erica, pero en seguida se dio cuenta de que ambas habían sido forzadas. «Está ocultando algo que no quiere que vea. La expresión de su cara, la rabia contra el océano».
—Por lo general no hay nadie cuando vengo aquí —comentó, sintiendo extrañas corrientes en el aire que no alcanzaba a identificar—. Las señales ahuyentan a la gente.
—A veces, las señales provocan exactamente lo contrario de lo que pretenden —replicó él sin dejar de observarla.
En el silencio que siguió, Erica buscó desesperada algo que decir. Tenía la peculiar sensación de que Jared intentaba dominarse por todos los medios, de que si se soltaba aunque sólo fuera un poco, si bajaba la guardia un solo instante, se transformaría en algo que quería ocultar a los demás.
—He recibido varias llamadas de grupos hispanos —dijo Erica por fin, a falta de algo mejor.
Desde que se hiciera pública la noticia de la pintura de «La Primera Madre», Erica había recibido numerosas llamadas de personas que querían verla, así como periodistas que querían su opinión sobre el posible significado de «La Primera Madre».
—Estamos de moda —señaló Jared con otra sonrisa.
El silencio volvió a reinar entre ellos, y a Erica se le ocurrieron mil temas que sacar a colación, que necesitaban ser comentados, pero al fin no pudo callar lo que más la preocupaba.
—Sam Carter acaba de decirme lo de su mujer. No lo sabía. En aquella época estaba dando clases en Londres y no me mantenía al corriente de las noticias de aquí. Lo siento mucho.
Jared apretó los labios en una fina línea.
—Era tan joven… —prosiguió Erica—. Sam no me contó cómo…
—Mi mujer murió al dar a luz, doctora Tyler.
Erica se lo quedó mirando.
—El bebé también murió —añadió Jared en voz baja antes de girarse de nuevo hacia el océano oscuro.
Erica estaba trastornada; de repente tenía la sensación de hallarse junto a un completo desconocido.
—Debe de echarla de menos.
Era una chorrada, pero algo tenía que decir.
—Si. No sé cómo he soportado los tres últimos años. Es tan injusto… Netsuya tenía toda la vida por delante, cientos de planes y sueños. Quería enmendar dos siglos de agravios y reconstruir la historia de su tribu —se volvió hacia Erica—. Era maidu, y ya sabe lo que ese proyecto habría supuesto.
Como antropóloga especializada en los indios de California, Erica estaba familiarizada con la historia de los maidu, similar a la de todas las demás tribus de la Costa Oeste. Las misiones españolas, que condenaron a la destrucción a las culturas litorales, no hicieron mella en ellos, pero encontraron la muerte durante la Fiebre del Oro, cuando los blancos, al codiciar el amarillo metal, arrasaron cuanto hallaron a su paso, ya fueran montañas o personas. La malaria y la viruela diezmaron la tribu, y los mineros ahuyentaron la caza y destruyeron los hábitats de los peces empleando técnicas de minería que hicieron estragos en los ríos, acabando con sus moradores y los lechos de desove de éstos. La vida, tal como los maidu la habían conocido durante siglos, se apagó casi en un instante.
—Después de licenciarse en Derecho —continuó Jared, dando la espalda a Erica—, Netsuya inició un plan para proporcionar vivienda, asistencia geriátrica, sanidad, recursos culturales, oportunidades económicas y becas académicas a su tribu. Pero su verdadero sueño era ver algún día a un indio ocupando el cargo de gobernador de California.
Erica absorbió las palabras antes de que el viento las disipara. Jared enmudeció y siguió contemplando el océano.
—Netsuya es un nombre muy bonito —comentó Erica, sin saber qué otra cosa decir—. ¿Qué significa?
Por fin Jared se volvió hacia ella. Erica intentó discernir el color de sus ojos. No eran exactamente gris acero, sino del matiz de las sombras y el misterio.
—A decir verdad, no lo sé. Su verdadero nombre…, bueno, el nombre con que la bautizaron, era Janet, pero cuando abrazó la causa de su pueblo, adoptó el nombre de su bisabuela.
La miraba con una expresión inescrutable que Erica no supo interpretar. Sí, veía en ella la rabia que había detectado desde el primer día, pero también otras emociones que surcaban sus atractivas facciones como olas en una piscina oscura.
Recordó su actitud el día de su llegada, la expresión agresiva que tanto la sorprendió en un principio. Ahora se preguntó si guardaría alguna relación con su mujer. Era bien sabido que, antes de conocer a Netsuya, Jared, especializado en propiedad inmobiliaria, había sido el representante legal de grandes empresas, herederos y ciudadanos en numerosos litigios, y que no abrazó la causa india hasta después de casarse con una activista. En la actualidad, se dedicaba a dicha causa de forma casi exclusiva. Erica imaginó de pronto una especie de pulsión de muerte, la difunta esposa de Jared instándole a continuar la lucha. Los fantasmas motivaban mucho.
Cuando Jared se apoyó contra un poste labrado con los brazos cruzados, a Erica se le ocurrió que intentaba relajarse, mostrarse amable.
—Los maidu creen que el alma de una buena persona viaja hacia el este por la Vía Láctea hasta llegar junto al Creador —comentó el abogado, contemplando las estrellas.
Erica se negó a bajar la guardia y se recordó que seguían siendo adversarios y que la razón principal por la que Jared participaba en el proyecto era para arrebatárselo a Erica.
—Bueno, se ha hecho muy tarde y tengo que seguir trabajando —anunció por tanto al tiempo que miraba el reloj.
Jared apartó la vista del firmamento y la fijó en un punto lejano del océano. Erica intuía que estaba sopesando algo importante o debatiéndose con algún pensamiento complicado. Cuando volvió a mirarla, se preparó para lo peor.
—Tengo entendido que hoy ha encontrado algo extraño —se limitó a comentar Jared.
Pero Erica tenía la curiosa sensación de que no era eso lo que había querido decir.
—Si quiere, puede acompañarme al laboratorio y ver cómo lo abro.
Cuando se disponían a abandonar el cenador, el silencio se vio quebrado de repente por un tremendo rugido.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Jared.
Al alzar la mirada vieron un helicóptero de la policía que sobrevolaba Emerald Hills Way y alumbraba un punto con su potente foco.
Mientras cruzaban el complejo divisaron a una multitud congregada en la calle ante la casa de Zimmerman. Eran los propietarios… Maridos, mujeres, niños y animales domésticos que sostenían cajas, maletas, sacos de dormir y almohadas. Harmon Zimmerman, ataviado con chándal Adidas, gritaba al guardia de seguridad, que por lo visto se había asustado al ver a toda aquella gente cruzar la verja de seguridad y llamado a la policía. Por el cañón se oía el aullido de las sirenas.
—¿Por qué coño ha llamado a la policía, imbécil?
—Es mi-mi trabajo, señor. Se supone que…
—Si, es su trabajo porque nosotros lo contratamos, idiota. Nosotros pagamos su sueldo. ¿Por qué ha llamado a la policía para que vaya a por nosotros?
El azorado guardia no supo qué contestar, de modo que Jared acudió en su ayuda.
—Acaba de decírselo. Ha llamado a la policía porque para eso le pagan. ¿Por qué le molesta tanto?
Zimmerman se encaró con él.
—Y usted, abogado listillo… Entre usted y esa mujer —espetó, señalando a Erica— han conseguido alargar este asunto durante tanto tiempo que nuestras casas y nuestros jardines se están echando a perder. Esto parece un puto pueblo fantasma.
Erica contempló la calle desierta y oscura. Sólo había casas a un lado, mientras que al otro se veían árboles y la suave pendiente que descendía hasta el siguiente cañón. Eran casas hermosas, pero los jardines empezaban a ahogarse entre malas hierbas y plantas descuidadas. Todo el lugar producía una sensación de negligencia, como el castillo de la Bella Durmiente, se dijo Erica. La doncella se había dormido, y la naturaleza reclamaba su reino. Y hasta falta más que un apuesto príncipe para subsanar la situación. Todo la urbanización había sido declarada zona peligrosa. Los ingenieros municipales habían taladrado la calle entera y descubierto que todo el cañón, desde el extremo ciego al norte hasta la parte abierta al sur, se estaba licuando y filtrando hacia los cañones inferiores. Era casi como si el cañón quisiera retornar a su estado original, pensó Erica, después de que los humanos se entrometieran e intentaran alterar su formación natural.
Emerald Hills Estates aparecía rodeada de vallas metálicas, y sólo podía accederse al interior por verjas que de noche se cerraban a cal y canto. Pese a esta precaución y la contratación de vigilantes jurados, las casas eran objetivo claro de los saqueadores. Era cierto que los propietarios habían sacado todos los muebles, pero las mansiones aún contenían objetos de valor. La policía ya había sorprendido a dos hombres que intentaban robar los grifos de oro de un cuarto de baño, y un propietario que había vuelto para echar un vistazo a su casa había descubierto que todos sus electrodomésticos, el mármol importado de las paredes de los cuartos de baño, las tuberías de cobre y los cables habían desaparecido sin dejar rastro ni pista alguna sobre la identidad de los ladrones.
Así pues, los residentes habían decidido instalarse de nuevo en sus casas pese a que el ayuntamiento se lo prohibía a causa de la inestabilidad del suelo y la falta de suministros. Zimmerman y los demás exigían que el promotor inmobiliario que construyó la urbanización rellenara el cañón, lo compactara de forma conveniente y lo reforzara con puntales de acero y hormigón para devolver la estabilidad al lugar.
—Creíamos que este asunto habría quedado zanjado hace semanas —prosiguió Zimmerman, portavoz de los iracundos propietarios— y que podríamos volver a instalarnos en nuestras casas. Pero esto se está alargando indefinidamente —masculló al tiempo que clavaba el dedo acusador en el hombro de Jared—. Usted y sus indios —el dedo se desvió en dirección a Erica—. Y usted y sus huesos…