La madre de Payat estaba inclinada sobre él, sollozando y suplicando al espíritu maligno que abandonara su cuerpo. Dos cazadores recibieron orden de alejarla, pues Opaka había decretado que era tabú tocarlo. Mientras todos los presentes se centraban en la mujer histérica, Marimi se acercó aún más, impulsada por la curiosidad de saber qué había sucedido. Sabía que tenía que mantenerse al margen, pues estaba encinta y no debía hallarse en presencia de una persona tabú, pero era la primera vez que veía a un poseído.
Sin embargo al aproximarse sólo vio a un niño pequeño con el rostro palidísimo y contraído por el dolor. «¿Qué espantoso crimen podía haber cometido un niño para merecer ser poseído por un espíritu maligno?», se preguntó.
Y entonces vio algo que nadie más parecía haber advertido, unas flores amarillas aplastadas entre los dedos del niño. De repente lo comprendió todo; el niño había comido hojas de ranúnculo. ¡Así había poseído el espíritu maligno a Payat! Todos sabían que el ranúnculo albergaba un espíritu maligno y que ingerirlo causaba enfermedad y muerte. Si las hojas seguían en su estómago, ¿no sería acaso posible expulsar el espíritu?
Sin pensárselo dos veces, avanzó rauda, y antes de que nadie pudiera reaccionar, alzó al niño, le dio la vuelta y le introdujo un dedo en la garganta. El pequeño empezó a vomitar de inmediato.
Los presentes profirieron gritos de terror al ver el líquido verde que brotaba del vientre de Payat, y cuando se formó un charquito en el suelo, todos exclamaron que tenía forma de bestia. ¡El espíritu maligno había abandonado el cuerpo del niño!
Varios hombres acudieron a toda prisa para cubrir de cenizas al demonio verde y sofocarlo antes de que encontrara otro cuerpo.
Cuando Marimi volvió a tender a Payat en el suelo con suavidad, el chiquillo gimió y llamó a su madre. La mujer lo alzó en volandas entre sollozos y carcajadas, y lo abrazó con fuerza mientras los presentes comentaban el milagro en murmullos. Ninguno de ellos recordaba haber presenciado nunca un acontecimiento similar. Miraban a Marimi con nuevos ojos, algunos con admiración, otros con respeto, unos pocos con cautela.
Cuando Payat tosió y abrió los ojos, recobrando ya el color natural de la tez, todos empezaron a hablar a un tiempo, elevando el nombre de Marimi al firmamento.
—¡Silencio! —ordenó de pronto Opaka al tiempo que alzaba su báculo decorado con plumas y cuentas.
El gentío enmudeció. Todas las miradas estaban fijas en la hechicera de cabellera blanca, una figura poderosa pese a su aspecto menudo y frágil. Y en el momento de terrible silencio que siguió, todos los miembros de la tribu supieron que acababan de presenciar el delito más grave que podía cometer un topaa. Una muchacha había desafiado el edicto de un chamán.
Los chamanes de todos los clanes se congregaron en la choza divina, por cuya abertura superior se veía salir el humo de sus pipas místicas. Un sombrío estado de ánimo se había apoderado del campamento entero. Marimi lloraba compungida sobre el regazo de su madre, mientras su joven esposo se paseaba rabioso ante la choza y todos los demás aguardaban el veredicto.
Cuando los chamanes dieron por finalizada su deliberación, Opaka sentenció a Marimi y el niño al destierro.
—¡No! —gritó Marimi—. ¡No hemos hecho nada malo!
Su esposo le escupió y le dio la espalda.
Marimi se arrojó a los pies de su madre, pero ésta también le volvió la espalda e inició el plañido que habría de durar cinco días y cinco noches.
Con gran ceremonia, mientras la tribu se situaba en círculo, de espaldas a Marimi y el niño, Opaka los despojó de sus nombres, ropas y posesiones. No tendrían lanza para cazar, ni cesta para transportar semillas, ni pieles para protegerse del frío. Vivirían fuera del campamento, fuera del círculo, solos, fantasmas corpóreos sin que nadie los mirara ni les dirigiera la palabra, su suerte carnal en manos de los dioses.
Agonizaban.
Sentados al borde del campamento, sin rebasar el límite marcado por los talismanes de Opaka y los símbolos místicos que había grabado en los troncos de los árboles, Marimi y el niño contemplaban con apatía la danza que tenía lugar en el claro, a las mujeres tejiendo sus cestas y los hombres ocupados con sus juegos de azar. Las primeras y segundas familias de Marimi y Payat estaban de luto. Se habían cortado el pelo y untado de barro el pecho y el rostro. Además, se abstendrían de comer carne durante un ciclo lunar entero. Las tías y las primas de los proscritos tenían prohibido tejer, mientras que los tíos y los primos no podían participar en la danza. Por su parte, los hermanos de Payat, los hermanos de Marimi y su viudo no podrían cazar durante una luna. Asimismo, ningún miembro de las familias podía tener relaciones sexuales, comer en compañía de personas ajenas a la familia o pisar la sombra de Opaka y los demás chamanes.
Los dos proscritos habían luchado por la supervivencia durante siete noches. Atormentados por espasmos de hambre, Marimi y el niño habían encontrado un sitio donde dormir, un hoyo que Marimi había forrado de hojas. Había atraído a Payat hacia sí para compartir el calor, pero ambos pasaron la noche tiritando, y el niño lloró en sueños. Durante la primera larguísima noche, Marimi contempló las estrellas y sintió que se apoderaba de ella un extraño entumecimiento. No era la pérdida de su propia vida lo que la sumía en la desesperación, sino la de su hijo nonato. Había sentido la nueva vida agitarse en su interior. ¿Cómo iba a alimentarse lo suficiente para alimentar a su hijo? Si ella tiritaba de frío, ¿no tiritaría también su bebé? Y cuando llegara el momento, en primavera, ¿nacería muerto a causa de la maldición de Opaka?
Sin la falda de piel de gamo y la capa de piel de conejo, sin el abrigo de una hoguera y de las mantas de pieles que llenaban las chozas de la tribu, Marimi era presa de un frío tan intenso que jamás habría podido imaginar. Tenía los dedos entumecidos y la sangre helada. Nunca había temblado con tal violencia como ahora, aferrada al pequeño Payat, al que las lágrimas que derramaba por su madre se le helaban sobre el rostro.
Marimi no sabía qué era peor, si el frío o el terror.
Cada mañana, al salir el sol, los chamanes de los clanes entonaban las plegarias apropiadas, elevaban humo sagrado al cielo y esparcían semillas a los cuatro vientos para aplacar a los dioses y mostrar respeto y gratitud. Poderosos talismanes bendecidos por ellos pendían de las entradas de las chozas para ahuyentar el mal y la enfermedad. Las chozas se construían en forma de círculo, el más sagrado de los símbolos, y se disponían también en círculo alrededor del gran espacio circular de danzas. El campamento entero, con sus centenares de familias, formaba un gran círculo hasta donde abarcaba la vista, y dentro del círculo reinaba la seguridad.
Pero Marimi y el niño habían sido expulsados del círculo, obligados a arreglárselas solos en la tierra hostil y peligrosa que se extendía más allá de la protección de los chamanes.
Aquel lugar extraño y espeluznante estaba poblado de fantasmas que vivían en la tierra margosa y las sombras amenazadoras, que acechaban entre las zarzas y los escaramujos, se pertrechaban en las ramas de los árboles y observaban a los humanos desprotegidos, listos para descender en cualquier momento y poseer sus cuerpos. Marimi nunca había estado en el bosque sola, sino siempre en compañía de su familia y con los chamanes encabezando la comitiva para allanar el camino con el humo sagrado y los cascabeles. Pero ahora estaba desnuda y sola, fuera del círculo, en un lugar tenebroso donde oía el susurro de los espíritus y fantasmas que pasaban junto a ella como exhalaciones, mofándose de ella, amenazándola.
Y lo peor de todo era que ella y el niño estaban alejados de las historias. Los relatos que se contaban junto a la hoguera conectaban a los topaa entre sí; los mitos e historias recitados de noche vinculaban a las generaciones desde tiempos inmemoriales. Al igual que todos los padres topaa, el padre de Marimn transmitía las historias que había aprendido junto a la hoguera de su padre, quien a su vez las había aprendido de su padre, y así sucesivamente hasta la primera historia y el primer padre. Pero Marimi y Payat habían quedado al margen de las historias y, por ende, de sus clanes y familias, y jamás podrían regresar al seno de la tribu. Permanecían cerca del campamento, alimentándose con bayas de enebro y los piñones que los recolectores no habían recogido. Sin embargo, eso no era suficiente, y no tardaron en debilitarse por el hambre. Los días y las noches se sucedieron hasta que no les quedaron fuerzas siquiera para coger bayas. Marimi sabía que ella y Pavat se enfrentaban a la muerte y no podían acudir a ningún hechicero para que intercediera por ellos ante los dioses.
Marimi contemplaba la luna entre las ramas. Era tabú mirar la luna con fijeza, pues eso era privilegio de los chamanes. El clan aún hablaba de un primo que había contemplado la luna durante tanto rato que los dioses le infligieron un mal que le hacía agitarse convulso en el suelo y echar espuma por la boca. Cuando la hermana menor de Tika no lograba quedar embarazada, obsequió a Opaka con unas valiosas plumas de cernícalo, ésta, acto seguido entró en su choza divina y suplicó a la luna la llegada de un hijo. La hermana de Tika fue bendecida con un hijo varón la primavera siguiente.
Marimi sabía que debía apartar la mirada de la esfera celestial, pero no podía. Debilitada por el hambre, con el alma mortecina como la última brasa entre cenizas ya frías, ya nada temía ni nada le importaba. Tumbada en el hoyo, con el cuerpo huesudo de Payat acurrucado contra ella mientras el niño dormía demasiado profundamente, Marimi mantenía la vista clavada en el reluciente círculo del cielo. Poco a poco su respiración se tranquilizó, y el corazón empezó a latirle con más fuerza. Los pensamientos acudieron a su mente por sí solos mientras, sin darse cuenta, hablaba con la luna.
—Yo cometí el crimen. El niño es inocente, tan inocente como el niño que llevo en mi seno. Castígame sólo a mí y permite que él viva. Si me concedes este ruego, haré cuanto me pidas.
La luz de la luna pareció intensificarse. Marimi no parpadeó siquiera, sino que siguió mirándola entre las ramas mientras su luminiscencia aumentaba y se tornaba más blanca hasta cubrir el firmamento entero. De repente un agudo dolor le atenazó la cabeza, y comprendió trastornada que incluso en aquel nuevo estado fantasmal sufría el mal que la atormentaba desde niña. La luna la estaba castigando. Marimi había tenido la arrogancia de hablar con los dioses, por lo que sería castigada con fuertes dolores hasta la muerte. Que así sea, pensó Marimi antes de entregarse a su poder y sumirse en el sueño más profundo de su vida. Y el último pensamiento que cruzó su mente entre oleadas de dolor fue: «Voy a morir…».
Pero Marimi no murió, y mientras dormía se le apareció su guía espiritual, el cuervo. Al alzar el vuelo le hizo una seña, y Marimi lo siguió hasta llegar a un pequeño claro donde crecía algodoncillo.
Cuando despertó al alba, viva a duras penas, pero llena de una extraña energía, Marimi se levantó trabajosamente de su lecho de hojas y siguió el camino recorrido en el sueño. Por fin encontró el claro donde crecía el algodoncillo y comió voraz la feculenta raíz que, aunque amarga, era muy nutritiva. Luego le llevó un poco a Payat y lo indujo a comer.
A partir de entonces sobrevivieron con algodoncillo y, tras recobrar las fuerzas, pudieron confeccionar pequeñas trampas y complementar su monótona dieta con carne de ardilla y conejo. Marimi encontró astillas para encender fuego y no tardó en construir una choza redonda con ramas y hojas. Ella y Payat sobrevivían lejos del campamento, a solas con los fantasmas y espíritus del hostil bosque, pero Marimi tenía menos miedo que antes, porque en el momento de más profunda desesperación, cuando más abandonada se sentía por su gente, cuando sabía que ella y el niño se hallaban a un paso de la muerte, había tenido una revelación. Había rezado a la luna directamente, sin ayuda de ningún chamán, y la luna le había respondido.
Una noche, el mal volvió a apoderarse de la cabeza de Marimi mientras dormía, atacando su cráneo con intensos dolores, como si de fantasmas con lanzas se tratara. En su agonía oyó que su guía, el cuervo, le ordenaba seguir a Opaka. En un principio tuvo miedo, pero viéndose obligada a obedecer a su guía espiritual, de repente comprendió que no tenía nada que temer, pues era un fantasma, y los fantasmas podían ir adonde se les antojara. Así pues, podía espiar a Opaka mientras ésta se dedicaba a sus tareas cotidianas.
A la luz moteada del sol y delante de Opaka, Marimi observó a la anciana mientras cogía frambuesas. Toda la tribu sabía que los chamanes utilizaban las frambuesas y sus hojas para elaborar astringentes, estimulantes, tónicos, infusiones y jarabes para curar la diarrea y la disentería, las llagas y los dolores de garganta. Si bien cualquiera podía recolectar frambuesas, lo que la gente desconocía era el modo correcto de recolectarlas, los momentos propicios y las plegarias que hacía falta recitar durante la recolección y sin las cuales de nada servía la planta.
Marimi observó con descaro cómo Opaka se acercaba a una planta antes de cosechar sus frutos, las palabras de respeto que pronunciaba, las señales sagradas que dibujaba en el aire con sus abalorios y plumas. Cuando Opaka desechó una planta tras arrancarla de la tierra, Marimi vio que tenía la raíz rota, lo que significaba que había perdido su poder espiritual. Puesto que Opaka solía coger frambuesas de noche, Marimi se grabó en la memoria la fase lunar, la posición de las estrellas y el espesor del rocío sobre las hojas.
Marimi también escuchó mientras Opaka familiarizaba a la nieta de su hermana con los secretos de las hierbas y la medicina, le enseñaba a envejecer la corteza de aliso antes de hervirla, pues de lo contrario la corteza verde provoca vómitos y dolor de vientre, a dejar reposar la decocción durante tres días, hasta que el amarillo se hubiera transformado en negro. Le explicó que, administrada durante la luna llena, la infusión de aliso fortalecía el estómago y estimulaba el apetito. Asimismo, las bayas constituían un excelente vermífugo para los niños.
A veces, cuando Opaka salía de su choza, que se hallaba bastante alejada del resto del campamento, Marimi entraba en ella para averiguar qué hacía la anciana con las plantas que recolectaba. De ese modo, Marimi aprendió el secreto de la corteza interior del resbaladizo olmo, que Opaka arrancaba y ponía a secar. Junto a la corteza, sobre una piel de gamo, vio un mortero que contenía parte de la corteza ya majada. Colgados de una cuerda se secaban resbaladizos supositorios de corteza de olmo que, según sabía Marimi, se insertaban vaginalmente para problemas femeninos y rectalmente para trastornos digestivos.