O-lo-a miró con aire triste a Pan-at-lee.
—Me la trajeron ayer —dijo— y nunca he tenido a una esclava que me complaciera más. Me desagradará separarme de ella.
—Pero hay otras —observó Tarzán.
—Sí —respondió O-lo-a—, hay otras, pero sólo hay una Pan-at-lee.
—¿Traen muchos esclavos a la ciudad? —preguntó Tarzán.
—Sí —respondió ella.
—¿Y vienen muchos extraños de otras tierras? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—Sólo los ho-don del otro lado del valle de Jad-ben-Otho —contestó ella—, y no son extraños.
—¿Soy, pues, el primer extraño que cruza las puertas de A-lur? —preguntó él.
—¿Puede ser —preguntó ella a su vez— que el hijo de Jad-ben-Otho necesite interrogar a un pobre mortal ignorante como O-lo-a?
—Como te he dicho antes —respondió Tarzán—, sólo Jad-ben-Otho lo sabe todo.
—Entonces, si deseara que supieras esto —replicó O-lo-a sin vacilar—, ya lo sabrías.
El hombre-mono sonrió interiormente ante la astucia de esta pequeña bárbara que le vencía en su propio juego, sin embargo, el hecho de que eludiera la pregunta podía ser una respuesta a ella.
—¿Ha habido otros extraños aquí recientemente? —insistió.
—No puedo decirte lo que no sé —respondió ella—. El palacio de Ko-tan siempre está lleno de rumores, pero ¿cómo puede saber una mujer de palacio cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía?
—Entonces, ¿ha circulado un rumor de ese tipo? —preguntó él.
—Sólo un rumor llegó al Jardín Prohibido —respondió ella.
—¿Describía, quizás, a una mujer de otra raza?
Cuando hubo planteado la cuestión y esperaba su respuesta le pareció que el corazón dejaba de latirle, tan grave para él era el asunto.
La muchacha vaciló antes de responder, y luego dijo:
—No. No puedo hablar de esto, pues si fuera de importancia suficiente para suscitar el interés de los dioses, entonces yo sería objeto de la ira de mi padre si hablara de ello.
—En el nombre de Jad-ben-Otho te ordeno que hables —dijo Tarzán—. ¡En el nombre de Jad-ben-Otho en cuyas manos se halla el destino de Ta-den!
La muchacha palideció.
—¡Ten piedad! —suplicó—, y por el amor de Ta-den te diré todo lo que sé.
—¿Decir qué? —preguntó una voz grave desde los arbustos situados detrás de ellos. Los tres se dieron la vuelta y vieron la figura de Ko-tan emergiendo de entre el follaje. Un gesto de enojo deformaba sus regias facciones, pero al ver a Tarzán el gesto cambió a una expresión de sorpresa mezclada con temor—. ¡Dor-ul-Otho! —exclamó—, no sabía que fueras tú —y entonces, levantó la cabeza, se cuadró de hombros, y añadió—: pero hay lugares en los que ni siquiera el hijo del Gran Dios puede entrar y éste, el Jardín Prohibido de Ko-tan, es uno de ellos.
Era un desafío, pero pese a la actitud osada del rey había una nota de disculpa en su voz, lo que indicaba que en su mente supersticiosa florecía el miedo inherente del hombre a su creador.
—Vamos, Dor-ul-Otho —prosiguió—, no sé qué te ha dicho esta necia muchacha pero sea lo que sea lo que quieras saber, Ko-tan, el rey, te lo dirá. O-loa, ve a tus aposentos inmediatamente —y señaló con un dedo firme hacia el extremo opuesto del jardín.
La princesa, seguida por Pan-at-lee, se volvió enseguida y se marchó.
—Iremos por aquí —dijo Ko-tan y, precediéndole, condujo a Tarzán en otra dirección. Cerca de esa parte de la pared a la que se acercaron, Tarzán percibió una gruta en el risco en miniatura a cuyo interior le llevó Ko-tan, y por una escalera de roca hasta un lóbrego corredor cuyo extremo opuesto se abría al propio palacio. Dos guerreros armados guardaban la entrada al Jardín Prohibido, lo que evidenciaba lo muy celosamente que se guardaban los sagrados recintos del lugar.
Ko-tan guiaba el camino de regreso a sus habitaciones de palacio. Una amplia cámara, justo fuera de la habitación hacia la que Ko-tan conducía a su huésped, estaba llena de jefes y guerreros esperando el placer de su gobernador. Cuando entraron los dos, se formó un pasillo para ellos a lo largo de la isla, por el que pasaron en silencio.
Cerca de la puerta más alejada y medio oculto por los guerreros que estaban de pie delante de él se encontraba Lu-don, el sumo sacerdote. Tarzán le vio brevemente pero en ese breve período percibió una expresión astuta y malévola en el cruel semblante que le hizo comprender que no le deseaba nada bueno, y entonces pasó con Ko-tan a la habitación contigua y cayeron las colgaduras.
En el mismo momento el espantoso tocado de un segundo sacerdote apareció en la entrada de la cámara exterior. Su propietario hizo una breve pausa, echó una rápida mirada en el interior y cuando localizó a quien buscaba, se acercó deprisa a Lu-don. Conversaron en susurros y el sumo sacerdote concluyó:
—Regresa inmediatamente a los aposentos de la princesa y ocúpate de que la esclava me sea enviada al templo enseguida.
El segundo sacerdote se volvió y se marchó con su misión, mientras Lu-don también salia del aposento y dirigía sus pasos hacia el sagrado recinto sobre el cual gobernaba.
Media hora más tarde un guerrero fue llevado a la presencia de Ko-tan.
—Lu-don, el sumo sacerdote, desea la presencia de Ko-tan, el rey, en el templo —anunció—, y es su deseo que vaya solo.
Ko-tan hizo un gesto de asentimiento para indicar que aceptaba la orden que incluso un rey debe obedecer.
—Volveré enseguida, Dor-ul-Otho —dijo a Tarzán—, y entre tanto mis guerreros y mis esclavos obedecerán tus órdenes.
Las dos mujeres se hincaron de rodillas ante el Gran Dios.
LA SENTENCIA DE MUERTE
P
ERO el rey tardó una hora en regresar al aposento, y el hombre-mono se entretuvo examinando los adornos tallados en las paredes y las numerosas obras de los artesanos de Pal-ul-don que se combinaban para conferir un aire de riqueza y lujo al aposento.
La piedra caliza de la región, de grano tupido y de la blancura del mármol (aunque trabajada con relativa facilidad con toscas herramientas), había sido tallada por hábiles artesanos formando cuencos, urnas y jarrones de considerable elegancia y belleza. En los dibujos tallados de muchos se había incrustado oro virgen, con lo que producían el efecto de un
cloisonné
rico y magnífico. Como él mismo era un bárbaro, el arte de los bárbaros siempre atraía al hombre-mono, para quien representaban una expresión natural del amor del hombre por lo bello en una medida aún mayor que los esfuerzos estudiados y artificiales de la civilización. Allí estaba el auténtico arte de los viejos maestros, los otros eran la barata imitación del cromo. Estaba agradablemente ocupado cuando regresó Ko-tan. Cuando Tarzán, atraído por el movimiento de las colgaduras a través de las cuales entró el rey, se volvió y se quedó cara a él, se sobresaltó al observar la notable alteración de su aspecto. Su rostro estaba lívido; las manos le temblaban como si sufriera perlesía y tenía los ojos desorbitados por el miedo. Tenía la apariencia de una combinación de ira que le consumía y miedo que le fulminaba. Tarzán le miró con aire interrogador.
—¿Has tenido malas noticias, Ko-tan? —preguntó.
El rey masculló una respuesta ininteligible. Detrás de él entraron en tropel tantos guerreros que bloquearon la entrada. El rey miró con aprensión a derecha e izquierda. Lanzó miradas terribles al hombre-mono y luego alzó la cabeza y los ojos al cielo y gritó:
—Jad-ben-Otho sea testigo de que no hago esto por voluntad propia. —Hubo un momento de silencio que fue roto de nuevo por Ko-tan—. Cogedle —ordenó a los guerreros que le rodeaban—, pues Lu-don, el sumo sacerdote, jura que es un impostor.
Ofrecer resistencia a este gran número de guerreros en el corazón mismo del palacio de su rey seria peor que fatal. Tarzán ya había llegado muy lejos gracias a su ingenio, y ahora que en pocas horas había comprobado en parte sus esperanzas y sus recelos por las ambiguas declaraciones de O-lo-a, tenía la fuerte necesidad de no correr ningún riesgo mortal que pudiera evitar.
—¡Alto! —gritó, alzando la palma de su mano ante ellos—. ¿Qué significa esto?
—Lu-don sostiene que tiene pruebas de que no eres el hijo de Jad-ben-Otho —respondió Ko-tan—. Exige que seas llevado al salón del trono para hacer frente a los que te acusan. Si eres quien afirmas ser nadie sabe mejor que tú que no tienes nada que temer de sus demandas, pero recuerda siempre que en estos asuntos el sumo sacerdote está por encima del rey, y que yo sólo soy el portador de sus órdenes, no su autor.
Tarzán vio que Ko-tan no estaba convencido del todo de su duplicidad, como evidenciaba su palpable deseo de jugar seguro.
—No permitas que tus guerreros me pongan la mano encima —dijo a Ko-tan—, si no quieres que Jad-ben-Otho, confundiendo sus intenciones, les haga caer muertos al instante.
El efecto de sus palabras fue inmediato en los hombres de la primera fila, y cada uno pareció adquirir de pronto una nueva modestia que le obligó a situarse detrás de los que estaban directamente detrás, una modestia que pronto se contagió.
El hombre-mono sonrió.
—No temáis —dijo—, iré de buena gana a la sala de audiencias para hacer frente a los blasfemos que me acusan.
Llegados a la gran sala del trono surgió una nueva complicación. Ko-tan no reconocía el derecho de Lu-don de ocupar la cúspide de la pirámide, y Lu-don no consentía en ocupar una posición inferior mientras Tarzán, para seguir siendo coherente con sus afirmaciones, insistía en que nadie debería estar por encima de él, pero sólo para el hombre-mono era evidente lo humorístico de la situación.
Para calmar las cosas, Ja-don sugirió que los tres ocuparan el trono, pero esta sugerencia fue repudiada por Ko-tan, quien argumentó que ningún otro mortal aparte de un rey de Pal-ul-don se había sentado jamás en la cima, y que además allí no había sitio para los tres.
—¿Pero quién es mi acusador —preguntó Tarzán— y quién es mi juez?
—Lu-don es tu acusador —explicó Ko-tan.
—Y Lu-don es tu juez —gritó el sumo sacerdote.
—Entonces, voy a ser juzgado por el que me acusa —dijo Tarzán—. Sería mejor entonces dejarnos de formalidades y pedir a Lu-don que me sentenciara.
Su tono era irónico y su rostro sonriente, mirando directamente al del sumo sacerdote, no hizo más que aumentar el odio de este último hasta proporciones aún mayores. Era evidente que Ko-tan y sus guerreros veían que la justicia de Tarzán llevaba implícita la objeción a este injusto método de dispensar justicia.
—Sólo Ko-tan puede juzgar en la sala del trono de su palacio —dijo—, dejad que oiga los cargos de Lu-don y el testimonio de sus testigos, y luego que el juicio de Ko-tan sea definitivo.
Sin embargo, Ko-tan no estaba particularmente entusiasmado con la idea de dictar sentencia contra uno que quizá, después de todo, fuera el hijo de su dios, y así contemporizó, buscando una vía de escape.
—Se trata de un asunto puramente religioso —dijo—, y es tradicional que los reyes de Pal-ul-don no intervengan en ese tipo de cuestiones.
—Entonces, deja que el juicio se celebre en el templo —gritó uno de los jefes, pues los guerreros se hallaban tan ansiosos como su rey por verse relevados de toda responsabilidad en el asunto. Esta sugerencia fue más que satisfactoria para el sumo sacerdote, quien interiormente lamentó no haber pensado en ello antes.
—Es cierto dijo, —el pecado de este hombre va contra el templo. Arrastrémosle allí para que sea juzgado.
—El hijo de Jad-ben-Otho no será arrastrado a ninguna parte —gritó Tarzán—. Pero cuando este juicio haya terminado es posible que el cuerpo de Lu-don, el sumo sacerdote, sea sacado a rastras del templo del dios al que profanará. Piénsalo, Lu-don, antes de cometer esta locura.
Sus palabras, pronunciadas con la intención de asustar al sumo sacerdote, no lograron su propósito. Lu-don no mostró terror alguno por lo que sugerían las palabras del hombre-mono.
«He aquí uno —pensó Tarzán— que, sabiendo más de religión que cualquiera de estos tipos, se da absoluta cuenta de la falsedad de mis afirmaciones igual que de la falsedad de la fe que él predica».
Comprendía, sin embargo, que su única esperanza radicaba en aparentar indiferencia. Ko-tan y los guerreros aún se hallaban bajo el hechizo de su fe en él, y de este hecho dependía él en el acto final del drama que Lu-don estaba representando. Tarzán sabía que, en el fondo, el sacerdote ya había dictado sentencia contra él. Se encogió de hombros y descendió los escalones de la pirámide.
A Dor-ul-Otho no le importa —dijo— dónde encolerice Lu-don a su dios, pues Jad-ben-Otho puede llegar con tanta facilidad a las cámaras del templo como a la sala del trono de Ko-tan.
Inmensamente aliviado por esta fácil solución a su problema, el rey y los guerreros salieron en tropel de la sala del trono hacia el templo, incrementada su fe en Tarzán por la aparente indiferencia de éste hacia los cargos que había contra él. Lu-don le condujo al mayor de los altares, ocupó su lugar tras el altar occidental, hizo seña a Ko-tan de que se situara en la plataforma situada a la izquierda del altar y dirigió a Tarzán a un lugar similar a la derecha.
Cuando Tarzán ascendía a la plataforma entrecerró los ojos con enojo ante lo que éstos vieron. La cavidad excavada en el altar estaba llena de agua en la que flotaba el cuerpo desnudo de un recién nacido.